Alberto Luchini
15NOV2014
El londinense Christopher Nolan es uno de los directores con más creatividad, personalidad y talento del panorama mundial, autor de maravillas como "Memento", la trilogía del Caballero Oscuro (especiamente la tercera entrega, "La leyenda renace") y "Origen" (un filme que cuenta con tantos fans como detractores: a mí me parece espléndido). Su última película, "Interstellar", que está siendo aclamada por el público y por la crítica de todos los países donde ha sido estrenada, es, de lejos, la más inclasificable de su filmografía. Sobre todo, porque no es una película, sino dos.
La primera película: Matthew McConaughey con su hija
Me explico. La primera película dura una hora y media y es un fantástico melodrama familiar sobre la tormentosa relación entre un viudo y su hija en un planeta Tierra posapocalíptico condenado a la desaparición. La niña sólo quiere estar con su padre mientras que el único objetivo de él es garantizar la supervivencia y el futuro de sus dos hijos. Aunque para ello tenga que embarcarse en una nave espacial, abandonarles, no volver a verles y tener que sufrir todo tipo de reproches por su parte. Y, por otro lado, la muy especial relación entre un anciano científico y su hija treintañera.
Con un sorprendente estilo clásico, Nolan dibuja con precisión los personajes, borda sus personalidades, sus motivaciones y sus reacciones, y nos sumerge de lleno en sus vicisitudes. Todo lo que hacen, por extraño que parezca, tiene una lógica, una explicación, una coherencia. Y, cuando el melodrama familiar empieza a dar paso a la odisea de ciencia ficción, todo sigue funcionando a las mil maravillas, con esas comunicaciones a través de una pantalla como eje vertebrador de la historia y el ambiente opresivo y claustrofíbico de la nave. Hasta aquí, una absoluta obra maestra.
La segunda película: McConaughey en un lejano planeta helado
Pero hete aquí que, de repente, Nolan quiere jugar a ser Kubrick (cuando ser Nolan mola mucho más) y se va por los cerros de Úbeda durante la última hora y cuarto de metraje, exactamente a partir de la aparición en escena del personaje al que da vida el no acreditado Matt Damon. Las conversaciones de altísimo nivel científico sobre agujeros negros, gusanos espaciales, física cuántica, la existencia de cinco dimensiones o relatividades espacio temporales se convierten en protagonistas del filme y la cosa empieza a hacerse complicada de seguir.
Pero lo peor está todavía por llegar: en la última media hora a Nolan le da por la metafísica pura y dura y se pone a intentar explicar la existencia de una divinidad, los orígenes de la misma, sus interacciones con los humanos. Y aquí la cosa ya no sólo es incomprensible, sino que deviene en aburrida y casi estrambótica.
Da la impresión de que todas estas disquisiones no son sino humo para entretener al espectador y ocupar su atención mientras el guion es incapaz de explicar muchas de las cosas qué suceden y por qué suceden (ese viaje hacia atrás en el tiempo de McConaughey para convertirse en un fantasma y comunicarse consigo mismo...). Pero, ocupados como estamos por intentar seguir el hilo de la metafísica cuántica, dejamos de lado lo verdaderamente importante, que Nolan ha planteado una película que iba para obra maestra y que, por culpa de un libreto que no sabido cerrarse adecuadamente y desemboca en un final lacrimógeno que roza el ridículo, se ha quedado en una película interesante y, lamentablemente, en su conjunto, fallida
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