Comentario a la liturgia dominical - Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero
Ciclo A - Textos: Números 6, 22-27; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2, 16-21
La homilía completa del Papa Francisco en la primera misa del año 2014
Comentario a la liturgia dominical - Solemnidad de Santa María Madre de Dios, 1 de enero
Ciclo A - Textos: Números 6, 22-27; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2, 16-21
Francisco presidió la primera misa del año en San Pedro que abre las Jornadas Mundial de la Paz.
El Santo Padre celebra la primer misa del 2014 en honor de la Virgen
Indicó que María Madre de Dios es también madre nuestra y hace fructificar nuestro anuncio del evangelio
Por Redacción
CIUDAD DEL VATICANO, 01 de enero de 2014 (Zenit.org) - En la mañana el primer día del año 2014 el santo padre Francisco celebró la santa misa en la basílica de San Pedro, vistiendo paramentos blancos y azules en la solemne festividad de María Santísima Madre de Dios.
La homilia del papa Francisco se ha centrado en María, desde la bendición de Arón que se realiza enteramente en Ella, en el título de Madre de Dios, y en su pesencia en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. Nuestro camino de fe está --precisó el Papa-- está "unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre". Y que María con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras" volviendo fecunda nuesta misión. El Santo Padre concluyó la homilía invitando a la asamblea a repetir tre veces: 'Madre de Dios'
La solemne ceremonia concluyó con el canto Alma Redemptoris Mater, que la Iglesia canta desde hace 13 siglos y con la adoración del papa Francisco al Niño Jesús, ante el altar con una imagen del 'bambinello'.
A continuación presentamos la homilía del Santo Padre
La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos—con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. (...)
María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redentoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz; y la invocamos todos juntos: ¡Santa Madre de Dios! (...)
El Santo Padre concluyó la homilía invitando a la asamblea a repetir tre veces: 'Madre de Dios'
La homilia del papa Francisco se ha centrado en María, desde la bendición de Arón que se realiza enteramente en Ella, en el título de Madre de Dios, y en su pesencia en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. Nuestro camino de fe está --precisó el Papa-- está "unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre". Y que María con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras" volviendo fecunda nuesta misión. El Santo Padre concluyó la homilía invitando a la asamblea a repetir tre veces: 'Madre de Dios'
La solemne ceremonia concluyó con el canto Alma Redemptoris Mater, que la Iglesia canta desde hace 13 siglos y con la adoración del papa Francisco al Niño Jesús, ante el altar con una imagen del 'bambinello'.
A continuación presentamos la homilía del Santo Padre
La primera lectura que hemos escuchado nos propone una vez más las antiguas palabras de bendición que Dios sugirió a Moisés para que las enseñara a Aarón y a sus hijos: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26). Es muy significativo escuchar de nuevo esta bendición precisamente al comienzo del nuevo año: ella acompañará nuestro camino durante el tiempo que ahora nos espera. Son palabras de fuerza, de valor, de esperanza. No de una esperanza ilusoria, basada en frágiles promesas humanas; ni tampoco de una esperanza ingenua, que imagina un futuro mejor sólo porque es futuro. Esta esperanza tiene su razón de ser precisamente en la bendición de Dios, una bendición que contiene el mejor de los deseos, el deseo de la Iglesia para todos nosotros, impregnado de la protección amorosa del Señor, de su ayuda providente.
El deseo contenido en esta bendición se ha realizado plenamente en una mujer, María, por haber sido destinada a ser la Madre de Dios, y se ha cumplido en ella antes que en ninguna otra criatura.
Madre de Dios. Este es el título principal y esencial de la Virgen María. Es una cualidad, un cometido, que la fe del pueblo cristiano siempre ha experimentado, en su tierna y genuina devoción por nuestra madre celestial.
Recordemos aquel gran momento de la historia de la Iglesia antigua, el Concilio de Éfeso, en el que fue definida con autoridad la divina maternidad de la Virgen. La verdad sobre la divina maternidad de María encontró eco en Roma, donde poco después se construyó la Basílica de Santa María «la Mayor», primer santuario mariano de Roma y de todo occidente, y en el cual se venera la imagen de la Madre de Dios —la Theotokos—con el título de Salus populi romani. Se dice que, durante el Concilio, los habitantes de Éfeso se congregaban a ambos lados de la puerta de la basílica donde se reunían los Obispos, gritando: «¡Madre de Dios!». Los fieles, al pedir que se definiera oficialmente este título mariano, demostraban reconocer ya la divina maternidad. Es la actitud espontánea y sincera de los hijos, que conocen bien a su madre, porque la aman con inmensa ternura. (...)
María está desde siempre presente en el corazón, en la devoción y, sobre todo, en el camino de fe del pueblo cristiano. «La Iglesia… camina en el tiempo… Pero en este camino —deseo destacarlo enseguida— procede recorriendo de nuevo el itinerario realizado por la Virgen María» (Juan Pablo II, Enc. Redentoris Mater, 2). Nuestro itinerario de fe es igual al de María, y por eso la sentimos particularmente cercana a nosotros. Por lo que respecta a la fe, que es el quicio de la vida cristiana, la Madre de Dios ha compartido nuestra condición, ha debido caminar por los mismos caminos que recorremos nosotros, a veces difíciles y oscuros, ha debido avanzar en «la peregrinación de la fe» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 58).
Nuestro camino de fe está unido de manera indisoluble a María desde el momento en que Jesús, muriendo en la cruz, nos la ha dado como Madre diciendo: «He ahí a tu madre» (Jn 19,27). Estas palabras tienen un valor de testamento y dan al mundo una Madre. Desde ese momento, la Madre de Dios se ha convertido también en nuestra Madre. En aquella hora en la que la fe de los discípulos se agrietaba por tantas dificultades e incertidumbres, Jesús les confió a aquella que fue la primera en creer, y cuya fe no decaería jamás. Y la «mujer» se convierte en nuestra Madre en el momento en el que pierde al Hijo divino. Y su corazón herido se ensancha para acoger a todos los hombres, buenos y malos, y los ama como los amaba Jesús. La mujer que en las bodas de Caná de Galilea había cooperado con su fe a la manifestación de las maravillas de Dios en el mundo, en el Calvario mantiene encendida la llama de la fe en la resurrección de su Hijo, y la comunica con afecto materno a los demás. María se convierte así en fuente de esperanza y de verdadera alegría.
La Madre del Redentor nos precede y continuamente nos confirma en la fe, en la vocación y en la misión. Con su ejemplo de humildad y de disponibilidad a la voluntad de Dios nos ayuda a traducir nuestra fe en un anuncio del Evangelio alegre y sin fronteras. De este modo nuestra misión será fecunda, porque está modelada sobre la maternidad de María. A ella confiamos nuestro itinerario de fe, los deseos de nuestro corazón, nuestras necesidades, las del mundo entero, especialmente el hambre y la sed de justicia y de paz; y la invocamos todos juntos: ¡Santa Madre de Dios! (...)
El Santo Padre concluyó la homilía invitando a la asamblea a repetir tre veces: 'Madre de Dios'
SOLEMNIDAD DE SANTA MARIA,
MADRE DE DIOS
MADRE DE DIOS
PRIMERA LECTURA
Invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré
Lectura del libro de los Números 6, 22-27El Señor habló a Moisés: "Di a Aarón y a sus hijos: Ésta es la fórmula con que bendeciréis a los israelitas:'El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz.' Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré."Palabra de Dios
Salmo responsorial
Sal 66, 2-3. 5. 6 y 8 (R.: 2a R. El Señor tenga piedad y nos bendiga.El Señor tenga piedad y nos bendiga,
ilumine su rostro sobre nosotros;
conozca la tierra tus caminos,
todos los pueblos tu salvación. R.Que canten de alegría las naciones,
porque riges el mundo con justicia,
riges los pueblos con rectitud
y gobiernas las naciones de la tierra. R.Oh Dios, que te alaben los pueblos,
que todos los pueblos te alaben.
Que Dios nos bendiga; que le teman
hasta los confines del orbe. R.
SEGUNDA LECTURAEnvió Dios a su Hijo, nacido de una mujerLectura de la carta del apóstol san Pablo a los Gálatas 4, 4 -7.Hermanos: Cuando se cumplió el tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción.Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «¡Abba! Padre.» Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios.Palabra de Dios
AleluyaEn distintas ocasiones habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo.EVANGELIOEncontraron a María y a José, y al niño. A los ocho días, le pusieron pornombre Jesús+ Lectura del santo evangelio según san Lucas 2, 16-21En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón.Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho.Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y le pusieron por nombre Jesús, como lo habla llamado el ángel antes de su concepción.Palabra del Señor
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