¿Puede ser "normal" un país que mata a un hombre que viene precedido de gran fama e intachable historia desde Francia y Estados Unidos en cuyas revoluciones históricas participó, sólo porque no es criollo principal o mantuano?
El primer capítulo de El hijo de la panadera
Una nueva lectura de la vida de Francisco de Miranda es la que ofrece la historiadora Inés Quintero en esta obra. Reproducimos las primeras páginas que abren con un escándalo: los criollos principales de la capital no aceptaban al padre del prócer ya que ejercía el oficio de mercader y, para mayor escarnio, estaba casado con una panadera
El 25 de enero de 1771, Francisco de Miranda abandona Venezuela y se embarca en la fragata Prince Frederick de bandera sueca con destino a España. Dos meses más tarde, el 28 de marzo, cumplirá 21 años.
No parece una coincidencia que la decisión de Miranda de marcharse a Europa ocurriera poco tiempo después del incómodo y escandaloso incidente promovido por los criollos principales de la capital contra Sebastián Miranda, su padre, en abril de 1769. Una narración de lo acontecido fue hecha por Ángel Grisanti en 1950 en su libro El proceso contra don Sebastián Miranda, padre del precursor de la Independencia continental; también en mi libro El último marqués, publicado por la Fundación Bigott y en mi tesis doctoral El marquesado del Toro 1732-1851. (Nobleza y sociedad en la provincia de Venezuela), se hace extensa alusión a este episodio. Los hechos ocurrieron de la siguiente manera:
El 16 de abril de aquel año, el gobernador y capitán general José Solano y Bote había convocado a una ceremonia a fin de instalar las compañías de milicias de la ciudad, organizar sus respectivos batallones y designar a sus oficiales.
Al día siguiente en casa de Juan Nicolás Ponte, nombrado comandante del batallón de blancos en la ceremonia del día 16, se reunieron la mayoría de los oficiales que habían recibido nombramientos aquel día y acordaron dirigir un memorial al capitán general para expresarle que, si bien no tenían la intención de excusarse de cumplir con el real servicio, no estaban dispuestos a aceptar los empleos otorgados si no se excluía a Sebastián Miranda como oficial del batallón de blancos. La negativa obedecía a que todos ellos pertenecían a las primeras esferas de la ciudad y eran descendientes de sus más ilustres pobladores; en consecuencia, no podían alternar con un individuo de inferior calidad, que notoriamente ejercía el oficio de mercader y que, como tal, estaba casado con una panadera. Desatenderían las circunstancias y méritos de sujetos de su clase y constituiría un agravio evidente a la calidad de sus familias si convenían en admitir a un sujeto de baja condición, y de quien se decía era mulato, para que compartiese junto a ellos la distinción de oficial en el batallón de blancos de la ciudad. La representación estaba firmada por Juan Nicolás de Ponte y Mijares, Francisco Felipe Mijares de Solórzano, marqués de Mijares; Martín Tovar y Blanco, Francisco Palacios y Sojo, José Galindo y Gabriel Bolívar y Arias, todos ellos connotados mantuanos caraqueños.
Ese mismo día, el cabildo de la ciudad, integrado en su mayoría por los blancos criollos, dirige una comunicación al capitán general para exponerle sus reservas respecto a los nombramientos del día anterior, los cuales habían recaído en forasteros y en personas de escasa notoriedad. Solicitaba muy respetuosamente su anulación y que se delegasen en el cabildo las propuestas y nombramientos referidos.
Al día siguiente, todos los agraviados a título individual dirigen misivas al capitán general para exponer sus reparos y manifestarle que no admitirían sus empleos si no se excluía a Sebastián Miranda del citado batallón. Las cartas van firmadas por Sebastián Rodríguez del Toro, marqués del Toro, Antonio Blanco y Herrera, José Antonio Bolívar y los mismos individuos que habían firmado la carta colectiva promovida por Juan Nicolás Ponte y Mijares.
Todos reiteraban el mismo argumento: no estaban dispuestos a alternar en el batallón de blancos con un hombre tan bajo, que tenía tienda abierta de mercader, que estaba casado con una mujer de baja esfera, sin ninguna estimación y que, además, ejercía el oficio de panadera. Lo que les molestaba de manera más visible era que pudiese valer lo mismo ser un plebeyo isleño de Canarias, cajonero y mercader, hijo de un barquero, que ser caballero, noble, cruzado y aun titulado como lo eran, en su mayoría, los agraviados.
El capitán general intentó disuadir a los mantuanos invitándolos a su casa, pero fue inútil. Martín Tovar y Juan Nicolás Ponte, en presencia de los concurrentes, denigraron de la calidad de Miranda. Miranda, por su parte, abrió causa contra Ponte y Tovar por injurias, promovió una certificación de limpieza de sangre que permitiese demostrar que tanto él como su mujer eran blancos y de notoria calidad y renunció al grado de capitán que le había sido otorgado en el batallón de la discordia. Los mantuanos, por su lado, argumentaron que, aunque fuese blanco, era un hombre ordinario porque baja era su condición y bajas sus conexiones.
El capitán general aceptó la solicitud de retiro de Miranda y le concedió la baja ordenando que se le conservasen las gracias, honras y preeminencias correspondientes a su investidura de capitán. El cabildo insistió en la querella y dirigió al monarca un largo memorial denunciando la afrenta irrogada a la nobleza de la ciudad por parte del gobernador. Alegaba el cabildo que lo ocurrido el 16 de abril había sido una ofensa inadmisible contra la parte más virtuosa y decente de la ciudad.
Ponte y Tovar no se quedaron atrás y abrieron causa contra Miranda exigiendo que ofreciese las pruebas de la culpa que les imputaba. Mientras tanto, Francisco de Ponte y Mijares, alcalde de la ciudad y hermano del querellado, acusó a Miranda por el uso del uniforme y el bastón de oficial del batallón de blancos y ordenó que se presentase al cabildo para justificar el uso de ambas distinciones, amenazándolo con castigar su infracción con un mes de cárcel y, en caso de reincidir, le aumentarían la pena a dos meses, le retirarían el uniforme y el bastón para venderlos por piezas y utilizarían el producto de la venta en la manutención de los presos.
Los españoles se sumaron a la querella para apoyar a Miranda. Con ese fin redactaron una larga representación al monarca explicando lo sucedido, denunciaron el abusivo control del cabildo ejercido por los mantuanos, todos ellos emparentados entre sí, en detrimento de los nacidos en la península, a quienes calificaban de forasteros o pasajeros, negándoles el derecho a optar a los cargos de honor y distinción.
El episodio conmovió a la ciudad; todo el mundo comentaba el incidente y, tal como exponían los españoles en su comunicación al rey, hasta las mujeres habían tomado cartas en el asunto.
En julio, el capitán general elaboró un extenso informe y lo envió a España con todos los documentos e incidencias del caso: las cartas de los mantuanos, las réplicas de Sebastián Miranda, la correspondencia del cabildo y sus propias consideraciones sobre el episodio. Transcurrido más de un año, el rey se pronunció sobre el suceso. La respuesta del monarca no solamente desautorizaba de manera contundente todas las actuaciones del cabildo capitalino incluyendo la persecución a Miranda por el uso del uniforme, sino que le ordenaba abstenerse de tomar resoluciones sobre materias para las cuales no estaba facultado, mandándole que borrasen del libro capitular todo lo concerniente al día 17 de abril de 1769; exigía perpetuo silencio sobre la indagación de la calidad y el origen de Sebastián de Miranda, mandando a privar de sus empleos y condenando a severas penas a cualquier militar o individuo que por escrito o de palabra lo motejara o no lo tratase en los mismos términos que acostumbraba anteriormente. Ordenaba igualmente que se alternasen los cargos de alcalde entre criollos y españoles y que los nacidos en la península no fuesen considerados forasteros.
Esta Real Cédula, de fecha 12 de septiembre de 1770, llegó a Caracas en el mes de noviembre, año y medio después de la discordia, y fue leída en el cabildo en la sesión del día 19. Si bien constituía una severa reprimenda y una desautorización clara a los miembros del cuerpo capitular y por extensión a los blancos criollos, el mandato del rey no alteró la composición del cabildo, el cual siguió controlado por las mismas familias, no afectó el predominio político de los mantuanos en el control del gobierno capitalino y tampoco modificó sus sentimientos y pareceres respecto a Sebastián Miranda. Fueron obedientes y diligentes mandando a tachar hasta hacer ininteligible el acta del día 17 de abril, pero el canario Miranda, aunque estuviese autorizado por el rey a usar el uniforme y el bastón de capitán, seguía siendo un sujeto inferior, de baja esfera, sin honor ni calidad, cajonero, mercader y esposo de una panadera.
La forma de proceder de los mantuanos se correspondía con el sentido y normativas jerárquicas de la sociedad de entonces, regida por fórmulas y principios que establecían un orden desigual entre los individuos que componían la sociedad. En la esfera superior estaba la nobleza criolla, descendiente de los conquistadores quienes, por mandato divino, eran los responsables de proteger y conservar el buen orden de la sociedad; y en la esfera inferior estaba el resto de los mortales, los plebeyos, la gente de baja esfera, sin linaje, honor ni privilegios, como Sebastian Miranda y, por ende, toda su descendencia.
Para Francisco de Miranda la situación resultaba inescapable. Era el primogénito de Sebastián Miranda y de Francisca Rodríguez, hijo de canarios el primero y de portugués y canaria la segunda, una pareja de personas trabajadoras que se habían establecido en Caracas y levantado una familia de seis hijos, un origen muy distinto y distante al de los oponentes de su padre. A los doce años ingresó en la cátedra de latinidad en la Universidad de Caracas, paso indispensable para preparar la tesis y presentar los exámenes que le permitirían obtener la licenciatura. Continuó sus estudios de bachiller en artes, pero solamente por dos años; no terminó el tercero, de manera que no se graduó; tampoco siguió la carrera de las armas para convertirse en oficial al servicio de la Corona.
Cumplidos los 20 años, el porvenir de Francisco de Miranda no ofrecía muchas opciones. En una sociedad fuertemente jerarquizada como la caraqueña del siglo XVIII, en la cual el futuro de las personas estaba determinado por la calidad e hidalguía de sus ascendientes, y cuando todavía estaba fresco el incidente que había enfrentado a su papá con los principales mantuanos de la ciudad, el hijo mayor de los Miranda Rodríguez tenía dos posibilidades: o se conformaba con vivir en un entorno en el cual sería considerado y valorado como el hijo de la panadera, un sujeto ordinario y de baja esfera, o se disponía a labrarse un futuro diferente fuera de su lugar natal.
Francisco de Miranda optó por lo segundo. El 22 de diciembre de 1770, un mes después de conocerse en Caracas el contenido de la Real Cédula que condenaba el proceder de los mantuanos y le daba la razón a su padre, Francisco de Miranda solicita licencia para certificar su legítimo nacimiento, limpieza de sangre y buenas costumbres. Era el primer trámite que le permitiría abandonar la ciudad en la cual había nacido el 28 de marzo de 1750.
El 3 de enero de 1771 le dirige una comunicación al gobernador y capitán general Solano, en la cual le manifiesta su interés de servir a su majestad en los reinos de España. Solicita que se realice el trámite de información de testigos a fin de que respondiesen si les constaba que era hijo legítimo de sus padres, si había sido instruido y aplicado por sus padres en las primeras letras y estudios de artes y si había vivido cristianamente, frecuentando los Sacramentos de Nuestra Santa Madre Iglesia, sin haber dado escándalo ni mala nota de su persona. Además, solicitaba que se le diese testimonio certificado de la información de limpieza de sangre de sus padres en la causa seguida con Juan Nicolás Ponte y Martín Tovar y de la Real Cédula de San Ildefonso de 12 de septiembre de 1770, despachada por su majestad a favor de su padre.
El último trámite lo realiza ante el señor provisor y vicario General de Caraca a fin de que se le expidiese una certificación en la cual constase que era soltero, honrado y de arreglados procedimiento y así obtener la licencia que le permitiera embarcarse a España.
Con el expediente completo que demuestra su legítimo origen, limpieza de sangre, cristiandad, honradez, soltería y la buena estimación en la cual se tenía a su padre, sale en busca de su propio destino. En ese mismo instante comienza a escribir el diario de su nueva vida: “1771. Enero día 25 al 26 de 1771. A las doce del día nos hicimos a la vela en compañía del Paquebot, también sueco”.
EL HIJO DE LA PANADERA
Inés Quintero
Editorial ALFA
Caracas, 2014
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