El chavismo: ¿resurrección o muerte del 18 de octubre?
Noviembre de 1999
Un sector de la sociedad vio con estupor y abierta contrariedad el episodio. Muchos de los que habían acompañado a Juan Vicente Gómez, aquellos que habían roto con el dictador y compartían el poder con López y Medina, quienes aspiraban una mudanza pacífica del ordenamiento político, todos ellos gente con oficio decente, considerable caudal y añeja reputación social, expresaron su alarma frente al desarreglo que constituía el advenimiento de estos incómodos sujetos.
Les alarmaba su nefasta contaminación comunista, su estrecha cercanía con los descamisados de la sociedad, con ese contingente díscolo y altanero incapaz de discernir qué era lo que más les convenía. Denunciaban su falta de preparación en el manejo de la cosa pública, desconfiaban de su discurso disolvente, les molestaba su oscura procedencia social y rechazaban su inquebrantable vocación de desmantelar un régimen que, hasta ese momento, les había ofrecido estabilidad y privilegios.
No obstante las reservas manifiestas de las élites, la dinámica de cambio se impuso. El golpe del 45 constituyó una inequívoca acción de ruptura con el pasado, una clara determinación de desalojar de sus espacios de poder a la vieja clase política y una irrevocable decisión de erigir sobre nuevas bases el sistema político venezolano.
A partir de ese momento surge un nuevo elenco político el cual tendrá a su cargo la dirección del país por espacio de casi cinco décadas. En ello radica su significación histórica, su relevancia política.
Los representantes más conspicuos de la asonada no eran beneficiarios ni colaboradores del viejo régimen, sino sus más implacables críticos, sus principales detractores. En consecuencia, no hubo espacio para la transacción política entre las partes.
Con el fin de formalizar la voluntad de cambio se convocó una Asamblea Nacional Constituyente cuyos miembros fueron electos por votación universal, directa y secreta. Los resultados favorecieron a los candidatos de Acción Democrática, un 85.6% de los miembros de
El 17 de diciembre de 1946 se instaló
No hubo marcha atrás en el derrumbe del viejo régimen. El revés del 24 de noviembre de 1948, si bien suspende parcialmente la oferta del 18 de octubre en el terreno político, no restituye al viejo elenco ni desanda la voluntad de cambios y de modernización que se habían propuesto los golpistas.
El 23 de enero de 1958 son derrotados ostensiblemente los aliados militares del 45 y reemerge fortalecido por el auge de masas el sistema de partidos. La firma del Pacto de Punto Fijo consolida el proyecto democrático y afianza la legitimidad de los partidos como vehículos de participación política y como factores imprescindibles de la estabilidad democrática.
Los herederos del 18 de octubre capitalizaron la dirección del proceso sin producir cambios sustanciales en el modelo ejecutado desde 1958. En 1998 fueron desalojados del poder. Su expulsión no fue el producto de un acto de fuerza propiciado por una camarilla al margen de la sociedad, fue la sociedad venezolana la que, con el principal legado del 18 de octubre, el voto universal directo y secreto, optó por sepultar a los beneficiarios y perpetuadores del sistema instaurado hace ya más de cuatro décadas.
Quienes se vieron beneficiados por el electorado han sostenido el propósito de romper con el pasado, de exterminar la vieja clase política y reordenar el sistema político a través de una nueva Constitución sancionada por una Asamblea Constituyente.
No son bien vistos por la gente de oficio decente, respetabilidad social y holgado caudal. Les alarma su oscura procedencia, su cercanía con el populacho, su radicalismo imprudente, su falta de competencia en el manejo de la cosa pública, su retórica disolvente, su empeño en desatar el odio de clases.
Vale la pena, entonces, preguntarnos si estamos frente a una fatal repetición de un episodio ya vivido o, más bien, ante la ocasión propicia para emprender los cambios que aspira la sociedad venezolana, en este caso asistida por lo que a todas luces representa su principal capital político: una cultura democrática.
Sepultar definitivamente el 18 de octubre de 1945 no es responsabilidad exclusiva de quienes detentan el poder y promueven la muerte del pasado, sino de una sociedad que, luego de cincuenta años de experiencia democrática, debería estar en capacidad para conducir su propio destino. Es quizá ese el mayor reto del momento presente.
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