Razón del nombre del blog

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El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

jueves, 3 de abril de 2014

Seis tipos de amor y de odio, por Federico Vegas Por Federico Vegas | 8 de Febrero, 2013

abrazoap
Existen el amado y el amante, incluso el amador; pero no el “odiante” ni el “odiador”, sólo el odioso y el odiado. Pareciera que nos resistiéramos a reconocerle al odio su condición transitiva, activa, recíproca; quizás porque es una fuerza aún más reconcentrada y solitaria que el amor.
Y, sin embargo, el amor y el odio se parecen tanto que a veces se topan, pero más por el rabo que por la boca. Si sus distintas actitudes fueran claras y definitivas todo sería muy sencillo, pero sus diferencias son graduales y mutantes, plenas de giros, superposiciones, ambigüedades y hasta revolcones. Ambos tienen fuertes dosis de omnipresencia y son igual de oníricos e irracionales. Ya lo decía Racine: “La he amado demasiado para no odiarla”. Ambos cargan también una misteriosa carga de placer que bien supo definir Longfellow: “Después del amor lo más dulce es el odio”.
Ofrezco otras dos citas desconcertantes: “Nunca he odiado a un hombre tanto como para devolverle sus diamantes”, confesó Zsa Zsa Gabor; y mi favorita: “Detesto todas las citas”, de Ralph Waldo Emerson.
Tanta proximidad hace que este par de extremos a veces se diluyan uno en el otro. Al principio sutilmente, hasta que, de pronto, se hace evidente una absoluta transformación e inversión en nuestros sentimientos. Ya lo decía mi padre:
–Cuando una mujer ama a un hombre, le perdona todos sus defectos, cuando no lo ama, no le perdona ni siquiera sus virtudes.
Entonces el bondadoso se hace fatuo, pichirre el ahorrativo, afeminado el exquisito, payaso el divertido, tristón el serio, interesado el simpático, empalagoso el amable, obsesivo el trabajador, histérico el detallista, adulador el atento, y hasta el buen amante se convierte en un enfermo sexual. Un primo muy querido, acusado de ese mal, le contestó a su pareja:
–Yo no soy un enfermo. ¡Yo nací así!
Aunque el odio es capaz de generar una evidente autodestrucción, no aparece entre los pecados capitales. Según Santo Tomás de Aquino, el término “capital” no se refiere a la magnitud del pecado sino a que “da origen a muchos otros”. Su definición es sugerente: “Un vicio capital es aquel que tiene un fin excesivamente deseable”. En la ira, la envidia y la soberbia se percibe esa influencia de los deseos incumplidos o insatisfechos. El odio en cambio es más sordo y más ciego. Cicerón piensa que el odio es una ira inveterada. Quiere decirnos que es algo de estirpe más antigua, de más arraigo.
Al considerar la triste paradoja que propone Benavente: “más se unen los hombres para compartir un mismo odio que un mismo amor”, no he podido dejar de pensar en una secuencia que vaya de un extremo al otro. Ojalá que nos sirva para encontrar ubicación, o mejorar la que ya tenemos.
1.- Cuando nos hace feliz la felicidad del otro, aunque implique nuestra propia desgracia.
Aquí están los que donan un riñón al hermano y algunos mártires, como los soldados que salen de sus trincheras a rescatar al amigo herido.
2.- Cuando nos hace feliz la felicidad del otro.
Esta posibilidad exige una ausencia total de envidia y es menos común de lo que suponemos. A veces ni siquiera se da entre marido y mujer, y menos que nada en esas parejas que son más fieles que leales.
3.- Cuando nos entristece la desgracia del otro.
No siempre se da de una manera genuina, pues a veces la tristeza por la victimas de una desgracia, suele ser menor que la satisfacción por no estar incluido. Pero es este sin duda el nivel de solidaridad más amplio, más común, o la versión más económica del amor.
4.- Cuando nos entristece la felicidad del otro.
Ahora sí empezamos a entrar en los telúricos terrenos del odio, pero aún no se terminan de llenar sus siniestros requisitos, y se está más cerca de la mezquindad y la envidia. A veces se conoce lo que es el desprecio más en los triunfos que en los fracasos.
5.- Cuando nos alegra la desgracia del otro.
Aquí si hace falta odiar con verdaderas ganas, con fruición. También se revela lo inconducente y estanco del odio, pues quien odia no desea ningún bien para si, sino el mal para su prójimo. Y no quiero extenderme más en un sentimiento que me haría recordar, y quizás revelar por ósmosis, lo peor de mi alma.
6.- Cuando nos alegra la desgracia del otro, aunque signifique nuestra propia desgracia.
En esta etapa ya hemos pasado a la irracionalidad y entrado de lleno en nuestro gran deporte nacional. Curiosamente, donde más se da es entre seres que deberían amarse o ayudarse mutuamente: hermanos que pelean por herencias, socios por dominar la empresa, miembros de un mismo partido. De manera que este odio ultra inveterado suele requerir que haya un interés común como punto de partida.
He escuchado maldiciones donde se desea una desgracia que perjudica a quien maldice: “Que el petróleo caiga a 20 dólares”, o “Que le secuestren los hijos a esos escuálidos”. Variantes que quieren decir: “Que desaparezca la mitad de este país”.
Este último sentimiento, ganador absoluto en la escala del odio y en la ausencia del amor, nos ha convertido en una patria donde nos alegramos con algunas desgracias y nos entristecemos con muchas alegrías. Venezuela se está convirtiendo en un corazón partido e incapaz de amar, en una fauna de odiantes y odiadores, disfrazados de enamorados fervientes, que intentan sobrevivir en un medio país.

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