Venezuela, Política y Petróleo. Un libro reescrito en los hechos
Mientras su vida era modelada por los exilios y los cuartelazos, Rómulo Betancourt escribió uno de los textos más polémicos de la Venezuela contemporánea. Un testimonio perecedero sobre cuán difícil es conjugar lo que se piensa con lo que se dice y lo que se hace
En el prólogo a la primera edición, en diciembre de 1955, Rómulo Betancourt escribió: “Considero un deber prevenir al lector de que no leerá páginas escritas con tersa serenidad. Personas de toda mi amistad, sinceras en su preocupación, quisieran verme escribiendo con una prosa más fría y aséptica. Parece que el haber sido jefe de Estado me compromete a utilizar el cauteloso lenguaje de los estadistas. No he podido complacerlos. Escribo como pienso y como siento. Llevo a Venezuela en la sangre y en los huesos; me duelen sus dolores colectivos, y cuando se trata de hablar de ellos sería un farsante si jugara a la comedia de la imparcialidad”. Doce años después, en 1967, asentará, a propósito del segundo tiraje: “procuré darle a este trabajo una fisonomía de enfoque analítico y ponderado, y no al encendido y agresivo tono de panfleto vindicativo. En nuestro tiempo son más convincentes los hechos escuetamente expuestos que los denuestos latigueantes utilizados en sus obras por un Montalvo, un Rufino Blanco Fombona o un José Rafael Pocaterra”.
Bajo el cristal de la política
Visto con el inclemente cristal de la política –el hábitat natural del personaje– puede decirse que en esas dos citas queda retratado de cuerpo entero Rómulo Betancourt. Políticos, por abiertamente contradictorios, son los dos razonamientos aquí expuestos. Político es el tono de sus argumentaciones, que forzosamente dividen ánimos y opiniones: son líneas que asumen con claridad el tono de confrontación, tomando distancia de modalidades donde hay menos riesgo de mojarse, como la poesía o la literatura. Política es la manifiesta capacidad para equivocarse, para cambiar de opinión e intentar darle a los hechos una coherencia forzada. Ranciamente políticas son afirmaciones como “llevo a Venezuela en la sangre y los huesos”. Políticos, por inevitables y reiterativos, pero también por imprescindibles. Buena parte de los razonamientos aquí contenidos forman parte de una agenda de temas que cualquier venezolano debería conocer, al menos para poderlos discutir.
Y si de libros de política se trata, Venezuela, Política y Petróleo ha sido considerado por años el más importante volumen sobre temas públicos escritos en un país que, como ya se ha comentado, ha presentado una plantilla de políticos no muy aficionada a la escritura. Una obra ambiciosa, obsesionada en comprender a Venezuela, en buena medida escrita junto a los hechos en un accidentado periplo iniciado en 1937, interrumpido en 1939, y finalmente concluido en 1955, en los años del exilio perezjimenista. Un voluminoso documento, sorprendentemente fundamentado en cifras acumuladas en las vicisitudes más apremiantes. Poco más de 900 páginas labradas en una pluma tan característica, que solo puede ser rotulada como “betancouriana”: una inconfundible fusión, a medias galleguiana, a medias pretendidamente cervantina, salpicada de giros modernistas, con cíclicas concesiones a la cursilería populista, aficionada a neologismos muchas veces de factura propia, cuyo resultado termina redundando en expresiones como “veleidades habanífilas”; “sicofantes del hamponato” o “satrapías tropicales”, no pocas veces intercaladas con adjetivos de envenenada factura.
Un libro empeñado en forzar una amalgama entre los hechos y lo que el autor de la obra se figuraba sobre ellos; abiertamente interesado en justificar parte de sus actuaciones públicas, y, finalmente, tocado por el ánimo de que el lector no encuentre ninguna fisura en el comportamiento público del personaje con el paso de los años.
Autor, actor
Parte de la importancia de Venezuela Política y Petróleo nace de un fenómeno por demás singular: como bien lo ha señalado Jesús Sanoja Hernández, este ha sido hasta ahora el único libro hecho por un gobernante donde se hace un balance sobre el siglo XX, pero analizado mientras el autor participaba en los sucesos. Dicho de otra forma: a diferencia de López Contreras, Medina o Pérez Jiménez, a diferencia de las plumas oficiales que se encargaron de hacerle eseTRABAJO a Gómez, Rómulo Betancourt parece dejar constancia de su visión del proceso político venezolano mientras era arte y parte de los hechos, nunca desde la visión reposada del retiro.
Desde entonces, pagará el precio de ser a la vez autor y actor de la obra que escribe: las aventuras conspirativas de su juventud, el vendabal agitador de la Generación del 28, la aparición de ORVE y la posterior creación del PDN, que desembocaron en la fundación de Acción Democrática son relatadas con una prosa autocomplaciente, podrá decirse que a veces de manera justificada. AD es llamada por su fundador, sin ninguna clase de ambages, como “un partido con doctrina, programa y vocación de gobierno”.
Por contrapartida, la muerte del dictador y el posterior gobierno de López Contreras son enjuiciados con suma severidad. Para Betancourt este último no es más que la representación del “albaceazgo de la dictadura”, una prolongación camuflada del gomecismo, sin ninguno de los atributos aperturistas y transicionales que se hicieron frecuentes tiempo después entre analistas e historiadores.
Y en los años del gobierno de Medina las pasiones se desatan de manera definitiva. Las aguas quedan divididas: cierta burguesía ilustrada vinculada al gobernante andino, partidaria de administrarle al país de manera gradual los derechos democráticos, queda enfrentada a una generación de políticos empapados de una visión socializante de la vida nacional que termina de echar las raíces del populismo en Venezuela. Una división generada en torno a una fecha –el 18 de octubre de 1945– cuyas diferencias persisten hoy en día.
Queda entonces más claro que nunca que el autor de las páginas juega para uno de los dos equipos en cuestión: aún cuando le reconoce a Medina el espíritu de tolerancia entonces reinante, las razones del alzamiento del 18 de octubre –“la Revolución”, diría un cándido adeco de base– son reiteradamente expuestas y magnificadas. El ambiente de inquietud en las calles en las noches posteriores a la asonada en el texto es pretendidamente exagerado: bastante se ha comentado que este movimiento militar pudo ser sofocado con un mínimo de precaución y habilidad para movilizar guarniciones.
En adelante, una fuerza social de características telúricas, que aún está dando qué hacer en Venezuela, entrará al escenario: los adecos, de la mano del autor del libro, convirtieron el voto universal directo y secreto primero en un novedoso derecho, después en un hábito rutinario; le extendieron esa prerrogativa a mujeres y analfabetas, y se hicieron, entonces sí, de una popularidad que apenas hoy empieza a menguar.
“Se argumenta”, dice el propio Betancourt, “que el 18 de octubre de 1945 hizo posible el golpe del 24 de Noviembre de 1948”, movimiento digestivo de cuarteles donde los mismos militares que lo llevaron al poder se deshicieron de él. “Ese razonamiento no resiste el menor análisis. Es como si se culpara a quienes hicieron la Revolución Francesa de la sustitución de la República por el Imperio Napoleónico. O a los libertadores venezolanos de 1810 por las prolongadas autocracias de Páez, los Monagas y Guzmán Blanco”.
Lo cierto es que en los años del trienio, y la posterior dictadura perezjimenista acentúan la pasión inevitable en el análisis: el primer gobierno es absuelto y el segundo condenado sin ninguna cortapisa, como cabe imaginar. El trienio es denominado por el autor “El tiempo de construir”: decretos emanados a granel, con el objetivo de ir delimitando un piso legal del gobierno recién ascendido; mucho cabildeo callejero, elecciones directas y secretas, y una política petrolera dispuesta a no entregar nuevas concesiones a las trasnacionales. Probablemente era demasiado pedirle a Betancourt un juicio hecho con severidad, que incluya su actuación personal, sobre las causas del derrocamiento de Gallegos y la llegada al poder de la junta militar que presidió Carlos Delgado Chalbaud. El último tercio del libro es una sentida –y merecida– condena al perezjimenismo.
Petróleo, política y enjuiciamiento
Uno de los rasgos que distinguieron a Betancourt frente al resto de los políticos de su generación –y de antes y después– es su visible preocupación por la formación relativa a los temas de Estado. Se hizo usual en un país cuya economía funcionaba con el piloto automático del petróleo que sus mandos dirigentes tuvieran, como aún tienen, notables lagunas en la comprensión de temas económicos. De la mano de Juan Pablo Pérez Alfonzo, Betancourt logró colocar en la mesa de debates argumentos de sólido peso sobre la necesidad de negociar con las petroleras un proceso gradual que condujera hacia la nacionalización de la industria.
El seguimiento al tema energético es abordado en estas páginas desde los remotos tiempos de Castro. Aquí el ex presidente exhibe una sorprendente documentación en el tema, extendiéndose en detalles que dejan muy mal parado al gobierno de Gómez. Puede decirse que el tema petrolero es, en este libro, un análisis extensivo al enjuiciamiento hecho en el terreno de la política. El punto álgido del desacuerdo es, en esta ocasión, la famosa Ley de Hidrocarburos del gobierno de Medina. Una iniciativa que fue reiteradamente criticada por el caudillo de Guatire, pero con detalles reveladores abiertamente omitidos en su favor: aún cuando los adecos no le otorgaron nuevas concesiones a las transnacionales petroleras, negociaron con ellas los impuestos creados, el famoso fifty-fifty, también a espaldas de la opinión pública.
No resisten el embate de los años las alusiones a la creación de una “economía diversificada y propia”, presuntamente comenzada a construir en los años del trienio; ni a los logros de una reforma agraria que tampoco llegó a culminación, ni siquiera en su segundo mandato. No hubo, en una palabra, una “segunda independencia nacional”. No hubo –no hay aún– diversificación de la economía, ni expansión del aparato productivo, ni proceso alguno de industrialización. No hubo, ni siquiera, a pesar de sus desvelos personales, ni orden ni limpieza administrativa en el proceso político fruto de sus esfuerzos, esta democracia que aún nos toca vivir.
El padre de un modelo económico y político hoy a punto de hacer metamorfosis –“por las buenas o por las malas”– fue un hombre valiente, apegado a unas cuantas convicciones, dispuesto a colocar el pellejo como garantía en más de una oportunidad. Un hombre ambicioso, al que le costaba perdonar, capaz de tomar las decisiones más difíciles, sin reparar en afectos. Para sus enemigos, un manipulador y un gran mentiroso. Un tipo que tuvo que hacer mucho más que un inofensivo ejercicio de imaginación: esta obra, de veras trascendente, queda sentenciada por los hechos, por el paso de los años y por el juicio de una generación de venezolanos que no llegó a conocer.
Rómulo dixit
En una de sus reflexiones sobre el proceso económico venezolano, víctima como todos los hombres del tiempo que le tocó vivir, Betancourt estampará, inspirado en la tesis del “crecimiento hacia adentro” entonces en boga: “El laissez faire hizo su tiempo. Y es ya verdad solo discutida por algunos epígonos del liberalismo económico, la de que el régimen democrático significa no solo libertades públicas, sino también bienestar y seguridad social para las mayoríasTRABAJADORAS (...) la vida económica de las naciones no se puede dejar al exclusivo arbitrio de la iniciativa individual. Esas tesis pertenecen al pasado y se las llevó el viento. El intervencionismo estatal en los procesos económicos constituye hoy el ABC de toda política económica de gobierno”.
Hubo una vez un caudillo...
Por Jesús Sanoja Hernández
Cuando Betancourt estaba a punto de cumplir 55 años, el 21 de febrero de 1963, El Nacional publicó la entrevista que un compañero de generación había conocido como parte de una serie acerca de los presidentes de la “democracia representativa”. Miguel Otero Silva decidió introducirla con una retahíla de alabanzas e insultos alternados, provenientes las primeras de sus admiradores desbordados, y los segundos de sus adversarios intransigentes. Las expresiones se movían, sin concesiones eclécticas, entre el amor y el odio, porque según Miguel Otero todo aquel que adoptara una actitud cartesiana, de balance extraído de la duda, era candidato al linchamiento.
La bibliografía (y ni qué decir la hemerografía) sobre Betancourt, es inacabable. Ramón J. Velásquez, en estudios varios, lo ha situado dentro de un proceso histórico donde la continuidad y la discontinuidad se juntan dialécticamente. Manuel Caballero, luego de sus esbozos biográficos y sus análisis del siglo XX, prepara un volumen (como lo hizo ya con Gómez, el tirano liberal) que podrían formar parte de una galería de gobernadores como la que emprendió Enrique Krauze en México. Sucre Figarella y Bruni Celli figuran con razones fáciles de entender, entre los hagiógrafos. Y hay excelentes revisiones como las de Arturo Sosa Abascal, enfoques espectrales de Sáez Mérida y Moleiro, y juicios que como los de Sanín en su Rómulo y Domingo Alberto Rangel en susTRABAJOS posteriores a 1960, varían respecto a los que se tuvieron a raíz de la revolución o golpe de 1945.
No caeré en la tentación de proseguir una enumeración que resultaría cónsona, pero si en la de detenerme en el libro Venezuela, política y petróleo, no caprichosamente escogido, sino porque él, para devotos y enemigos de Betancourt, representa una síntesis de la primera mitad (ya un poco más) de nuestro siglo XX, a lo largo de la cual resulta posible examinar su pensamiento y acción, así como fijar las posiciones políticas e ideológicas de quienes lo combatieron o lo siguieron tan ciegamente como se sigue al caudillo.
Lo primero que habría que destacar en el libro de Betancourt es que, a diferencia de Cuatro años de democracia, escrito por Medina en su exilio o El triunfo de la verdad, de López Contreras, no se limita a defender su administración, sino que extiende su mirada a un largo panorama, que incluye desde la primera hasta la última dictadura de andinos (desde Castro a Pérez Jiménez), pasando por el albaceazgo de López y el “quinquenio de las frustraciones”, es decir, el de Medina, y desde luego por el “tiempo de construir”, que vendría a ser el de la Junta Revolucionaria y el corto mandato de Gallegos.
Lo segundo no es menos destacable: para justificar su obra de gobierno y sus polémicas posiciones políticas e ideológicas, Betancourt no necesitó que un Arcaya (por ejemplo en Venezuela y su actual régimen), o un Vallenilla Lanz, hicieran su defensa y apología como los hicieron los teóricos del gomecismo. Justamente, antes que gobernante, Betancourt fue un ideólogo, primero del marxismo en Costa Rica, luego del reformismo (partido nacional revolucionario, deslindado del PC y de las Internacionales) y por último de la democracia occidental.
Lo tercero es su estilo, tan definido en su escritura como en su oratoria y en su temple emocional. Betancourt amó la expresión panfletaria, que venía desde Pío Gil y Blanco-Fombona y que decantó Pocaterra, con quien mantuvo relación epistolar en el destierro. Pero Betancourt introdujo porciones de la fraseología revolucionaria de los marxismos y, lo cual resultó más importante e influyente, de la terminología económica, con referencias constantes a fenómenos plenamente contemporáneos.
Lo cuarto es que Venezuela, política y petróleo, además de un examen de lo que su título sugiere, es un tratado autobiográfico que ambas corrientes, la del examen del país y la de la colocación histórica del líder, continúan, si así lo deseáramos para una visión globalizante, con los cuatro volúmenes (La revolución democrática en Venezuela), correspondiente al período gubernamental 1959-1964. Todo lo sucedido después de 1964 está en periódicos y revistas y, seguramente, en el archivo de Pacairigua. Todavía en el siglo XXI se seguirá escribiendo sobre Betancourt, aunque ya Venezuela y el mundo atraviesen por otras etapas de discusión y proyectos.
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