Luisa Marvelia Ortega Díaz (11 de enero de 1958) es una abogada venezolana que funge actualmente como Fiscal General del Ministerio Público de ese país, cargo que ejerce por designación de la Asamblea Nacional, el 13 de diciembre de 2007, por el período 2008-2014, un lapso de siete años, siendo ratificada por el parlamento por un período igual el 22 de diciembre de 2014 (2014-2021). Nació en Valle de la Pascua, población del estado Guárico el 11 de enero de 1958. Obtuvo su título de abogado en la Universidad de Carabobo, ubicada en el estado homónimo. Se especializó en Derecho Penal en la Universidad Santa María (donde actualmente es profesora) y Derecho Procesal en la Universidad Católica “Andrés Bello”, ambas ubicadas en Caracas. También se desempeñó como consultora jurídica del canal de televisión del Estado Venezolana de Televisión, ingresando, posteriormente, al Ministerio Público en abril de2002.
Tortura, saña e indolencia
Que la Fiscal Luisa Ortega Díaz asegure, otra vez, que en Venezuela se erradicó la tortura, no nos toma por sorpresa. Si fue capaz de sostener semejante mentira en la ONU, aquí, en su territorio, debe resultarle más fácil repetirla. La escuché -hace pocos días- jactarse de eso en su programa de radio. Dijo –e incluso así lo reseñaron algunos medios impresos- que “la tortura en el país se erradicó, como parte de los avances del Gobierno en la política de respeto y protección a los derechos humanos”. Obviamente, dicho por ella, suena a un gran logro de su gestión y, por supuesto, del régimen que la puso a ocupar ese cargo. Pero, no importa la cara, el tono o la emoción con la que diga “su verdad”. Decir que en Venezuela no hay torturas, es como decir que no hay escasez, inflación, saqueos, muertes o asesinatos a granel. Esa verdad de la Fiscal, que se cae por sí sola, no aguantaría jamás un careo con esos valientes venezolanos que todavía hoy se encuentran detenidos injustamente, y en cuyos recuerdos prevalecen los golpes, el maltrato, las violaciones, vejaciones y torturas que les han infligido, para sacarles confesiones a la fuerza, y sustentar las invenciones que solo existen en las mentes de sus cancerberos.
Decir que no hay torturas es negar, por ejemplo, los horrores que ha vivido Araminta Gónzalez, la joven químico presa política de este régimen, a quien sus torturadores le arrancaron el cabello para hacerla admitir delitos que jamás cometió. Es más, me pregunto, ¿acaso no es una forma de tortura tener a Araminta detenida en el INOF, desde hace un año, sin que se haya celebrado aún su audiencia preliminar? La Ley lo establece: 48 horas después de la detención –a más tardar- debe realizarse la audiencia preliminar para imputar los cargos. Araminta tenía prevista su audiencia para el pasado 23 de julio, un día antes de cumplir un año privada de libertad; pero, fue diferida de nuevo por razones tan necias como falta de vehículo para trasladar al juez hasta el tribunal. Insisto: ¿eso no es una manera de tortura o violación de sus Derechos Humanos? La psiquis de cualquier individuo sometido a estas situaciones de zozobra, estrés y ansiedad, sumados a las condiciones infrahumanas en las que sobreviven en estos centros de reclusión, son, a mi juicio, una modalidad sádica de tortura. Una práctica tan cruel como someterla, a la fuerza, a “entrenamientos militares”, que en el INOF llaman “orden cerrado” y que consiste, según relató Araminta a sus abogados, en entrenamientos de 4 o 5 horas, cantando himnos, repitiendo frases o loas de marcado tinte político. Y como se negó a decir que amaba a Chávez, la obligaron a pararse firme, bajo el sol, durante varias horas, mirando un retrato del difunto presidente… eso ¿cómo se cataloga?
Pero, los alegatos de la Fiscal para decir que en el país se erradicó esta práctica -característica de los regímenes totalitarios y dictatoriales- se basan en la ausencia de denuncias formales ante el Ministerio Público. Según ella, de haber torturas, habría denuncias. Y aquí nadie denuncia. Y las que llegan son procesadas inmediatamente. Incluso, se vanaglorió al decir que “sólo” 6 de los 43 fallecidos que hubo en febrero de 2014, habían sido por excesos policiales. Y que, por supuesto, esos policías habían sido detenidos.
No es difícil imaginar la presión y el temor que deben sentir los fiscales del Ministerio Público cuando, para mala suerte de ellos, les llega una acusación formal de tortura: con nombres, apellidos, cédulas de identidad y demás señas de los torturadores. Con sus direcciones y cargos bien detallados en los escritos. El “efecto Afiuni” inmediatamente se apodera de ellos. Por eso, los retardos procesales. Por eso, las escusas. Por eso, el miedo a tomar las decisiones que se deben implementar y actuar apegados a lo que dictan las leyes. Conocen las consecuencias. Saben lo que ocurre cuando se le lleva la contraria al régimen.
Por eso las declaraciones de la International Bar Association′s Human Rights Institute; agrupación internacional que asocia a los juristas, y que abiertamente expresó su preocupación por la persecución que sufren los abogados y defensores de los Derechos Humanos en el país; así como por el deterioro evidente del estado de derecho y la administración de justicia.
Conozco de fuente confiable los vejámenes, persecuciones y amenazas que reciben los abogados que se atreven a asumir la defensa de los llamados presos políticos. Incluso de las detenciones arbitrarias a las que son sometidos para doblegarlos, asustarlos y obligarlos a renunciar a esos casos. He visto las marcas de las esposas en las muñecas de abogados aguerridos a quienes, sin mayores explicaciones, privan de libertad para hacerlos desistir de la causa que defienden. Pero, también he visto la integridad y el apego no solo a la ley, sino a la justicia, a sus ideales y sus valores. Algunos abogados, incluso, sin dejarse intimidar por el tamaño y poderío del Estado, se atreven a seguir denunciando con nombres, apellidos, direcciones, cargos e instituciones en las que trabajan, a quienes con saña e indolencia, pero amparados por la impunidad que impera en este régimen, se afincan con odio y resentimiento en la humanidad de quienes, en su momento, se atrevieron a alzar la voz, protestar contra este desgobierno y exigir cambios.
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