Lectura Tangente
Notitarde 02-02-13
Santiago de Chile: La claudicación de las democracias
Antonio Sánchez García
En un ensayo titulado Fidel en Chile, publicado en mi libro La Izquierda Real y La Nueva Izquierda en América Latina (Libros de El Nacional, Caracas, 2008), narro el profundo impacto que causó en la sociedad chilena la llegada de Fidel Castro en noviembre de 1971, invitado a una breve visita de Estado por el gobierno de Salvador Allende. Todavía entonces, a un año de haber asumido el mando de la Nación, contaba con un sólido respaldo popular, que incluía a amplios sectores de las clases medias y parecía ir in crescendo. El país seguía respirando una cierta atmósfera festiva ante un hecho tan novedoso como ser gobernado por primera vez en 160 años por un gobernante marxista, ser protagonista de cambios aparentemente revolucionarios y no haber disparado una sola bala, sufrido una sola herida ni derramado una sola gota de sangre en el intento. Era lo que Salvador Allende, un patricio de clase media alta, sesentón, culto, elegante y bon vivant llamaba “el socialismo con rostro humano”. Consciente, sin duda, de que desde Octubre de 1917 el rostro del socialismo eran tan monstruoso e inhumano como lo retratara Alexander Solzhenitsin en su novela Un día en la vida de Iván Denisovich (1962) y terminara de denunciar en su conmover Archipiélago Gulag, publicado en Occidente en 1974, cuando ya era demasiado tarde para que Allende alcanzara a disfrutarlo. Una ráfaga disparada por su propia mano con el AK 47 de fabricación soviética que el visitante pusiera fraternalmente en sus manos, especialmente dedicado por Castro durante esa tempestuosa visita, le destrozaría el cráneo poco después del mediodía de un frío, invernal e inolvidable martes 11 de septiembre de 1973.
El regalo, un auténtico “presente griego”, tenía un sesgo trágico, premonitorio. Simbolizaba el único mensaje que el Deus ex Machina de la revolución cubana podía transmitirle al experimentado tribuno chileno: la revolución socialista y la implantación del comunismo y su sospechosa utopía sólo eran posibles por medio del fusil. Pocos años antes, se lo había expresado el Ché Guevara, su segundo de a bordo, en presencia del guerrillero venezolano Héctor Pérez Marcano a una pequeña delegación de comunistas que lo visitaban en La Habana y aún conmovidos y asombrados por el éxito fulminante de la victoria revolucionaria le preguntaron si llevaba en su mochila de miliciano la varita mágica de la revolución. Respondió con su clásico sarcasmo tan porteño: “la varita mágica es hueca, tiene una mira y un gatillo y dispara a matar.” Era un fusil.
El más inescrupuloso, manipulador y cruel político latinoamericano de todos los tiempos tenía que saber que su regalo, más que un obsequio era un desafío: con este fusil o matas a tus enemigos o te vuelas la cabeza, parecía insinuarle. Tras la tragedia que él contribuyera a desatar con la visita más impertinente y grosera imaginable –se extendió por casi un mes, con sus días y sus noches, sin que nadie se la hubiera extendido- antes de convertirse en lo que el secretario del Partido Comunista chileno Luis Corbalán describiera acertadamente como “un pescado”, terminó sirviendo para ponerle fin a su vida. Fue una tragedia anunciada.
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Desde esa visita, nada en Chile sería como antes. Las andanzas gansteriles de la escolta del prócer cubano, que se enfrentara a tiros contra la oposición de un país que no era el suyo, sin la menor consideración del profundo daño que le causaba a un proceso que tenía como principal objetivo hacer un estratégico rodeo por los temibles aledaños de la violencia y avanzar pacífica, constitucionalmente, desataron la radicalización del proceso. La oposición comprendió que las posibilidades de un eventual entendimiento eran muy precarias y la hora de la verdad se haría insoslayable. La ultra izquierda del PS y del MIR recibirían el espaldarazo de Fidel Castro y la consigna con la que Carlos Altamirano conquistara la Secretaría General del Partido Socialista un año antes: “Socialismo o Fascismo, el enfrentamiento es inevitable” se convirtió en la losa que sepultó las esperanzas de “un socialismo con rostro humano”. El monstruo de la guerra civil aparecía en el escenario nacional. A los mil días de Unidad Popular, el Parlamento, la Corte Suprema de Justicia y las Fuerzas Armadas comprenderían que si no intervenían definiendo el conflicto de manera radical, profunda y definitiva –sin importar los medios- la República se les iría de la mano. A ellos, garantes de una tradición republicana de 160 años, y a la sociedad entera, hasta entonces ejemplo de estabilidad democrática en una región atenazada por las sublevaciones.
Todos los esfuerzos emprendidos por los sectores radicalizados de la izquierda chilena para precipitar un enfrentamiento definitorio, para el que no obstante jamás estuvieron preparados, contribuyeron objetivamente a la derrota del proyecto socialista: fueron aislando al Gobierno y sus débiles intentos conciliatorios, mientras fortalecían a los sectores oposicionistas que reclamaban un golpe de Estado implementado por la última válvula de seguridad del sistema: sus poderosas, cohesionadas e implacables Fuerzas Armadas. La prepotencia fidelista había logrado los efectos contrarios a sus propósitos iniciales: había mostrado cuan frágiles, cuan inconsistentes y cuan improvisados eran los designios revolucionarios. Y, por el contrario: cuan medulares, cuan sólidos y cuan avasallantes podían ser las instituciones a cargo de la defensa del establecimiento chileno. Particularmente su empresariado –emprendedor, ambicioso y consciente de su autonomía-, su judicatura –de un rigor extremo- y sus fuerzas armadas, altamente profesionales, corporativas, incorruptibles y, por ello, ajenas a la penetración del mensaje castrista. Que agotara todas sus artes disuasivas –regalos, invitaciones, coqueteos y promesas– sin encontrar un solo resquicio por el que penetrar la sólida coraza de su patriotismo nacionalista.
A Fidel Castro le esperaba una derrota tan descomunal como sus ambiciones. Jamás se recuperaría de la lección del 11 de septiembre de 1973. Hasta la súbita irrupción de un soldado sediento de paternidad, vanidoso, golpista y de izquierdas en el país que Castro pretendiera conquistar desde años antes del proceso de la Unidad Popular: la Venezuela petrolera.
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Han pasado exactamente 42 años desde esa imprudente visita y 40 desde el brutal golpe de Estado que contribuyera a propiciar. El poder del olvido, mayor que el del recuerdo, dejó transcurrir los Idus al extremo que, a pesar de la vejez y la inminencia de muerte que bate sus alas sobre aquellos protagonistas que sobreviven a esos hechos, Fidel y su todopoderoso heredero –tan siniestro, tan asesino, tan astuto y tan inescrupuloso, si no más que su hermano mayor, aunque sin su demoníaco talento– el tirano cubano puede volver a pisar las calles de la que fue Santiago ensangrentada, ser recibido en gloria y majestad por un lejano heredero del general que sellara la suerte del proyecto de Salvador Allende y sin remover una sola hoja de ese árbol caído sentarse a presidir el primer encuentro de la Comisión que pretende suplantar en un próximo futuro a la Organización de Estados Americanos de la que su hermano se viera obligado a retirarse con la cola entre las piernas, a poco tiempo de ser ominosamente derrotado en los campos de batalla por los soldados institucionalistas de la recién inaugurada democracia venezolana.
Muchos de los participantes en ese aséptico y banal aquelarre no habrán caído en cuenta del trágico sino que unía en bambalinas a Salvador Allende, a Fidel Castro, a Augusto Pinochet y a Rómulo Betancourt. Los personajes que definieron el destino de América Latina antes de despeñarse por los abismos de esta infamia. Mientras todos los mandatarios presentes se derretían en saludos a quien ha preferido ir a agonizar a La Habana y entregarle a su tiranía la tuición política del país antes que afrontar con virilidad la devastación causada por su mandato y morir en la tierra que lo viera nacer –una abyección política inolvidable- solo una mujer, nacida y crecida a la sombra de la odiosa dictadura estalinista de la Alemania del Este y perfectamente consciente de la maldad infinita de la que es capaz esa sabandija que hoy preside una dictadura de 54 años, tuvo la lealtad y el coraje de despreciarlo pública y ostensiblemente. El presidente de Chile en representación de sus fuerzas liberales y conservadoras no mostró mayor incomodidad por la presencia rectora (sic) del tirano marxista. Tampoco tuvo urgencia alguna en mencionar en su discurso de inauguración las palabras libertad, democracia, institucionalidad, ley, iniciativa privada, tan caras a su amigo, el Nobel Mario Vargas Llosa.
De allí que a nadie incomodara la presencia de dos usurpadores, carentes de la más mínima legitimidad: los impresentables Nicolás Maduro y Elías Jaua, que fungían de representantes del Estado venezolano, verdaderamente representado por su Protector in pártibus, Raúl Castro. Que lo haría ver con insolencia y desparpajo cuando en su discurso protocolar y en el mismo espacio osara amenazar con la brutal represión policial de que solo él puede ser capaz a la oposición democrática de la sufriente Venezuela. Convertida por la traición de un soldado, la complicidad de sus ejércitos, la alcahuetería de sus jueces y la apatía de sus élites en una satrapía de la última de las miserables sociedades comunistas del planeta.
La exhibición de obsecuencia, de oportunismo, de mercantilismo y falta de dignidad institucional de todos los participantes, con la ya mencionada única y honorable excepción de la canciller alemana Angela Merkel, no deja de provocar náuseas. El desprecio mostrado por todos ellos, incluido el anfitrión, por la dolorosa circunstancia porque atraviesa nuestro país no tiene otros calificativos que los de claudicante, miope y mezquino. Que la Patria a la que gran parte de los Estados suramericanos presentes deben su existencia esté al borde de desaparecer consumida por el cáncer del oportunismo, la ambición, la deslealtad y la traición de sus peores hijos, arrodillados ante el miserable invasor cubano, no pareció ni siquiera incomodar a quien preside el país que hace cuarenta años tuvo el coraje de enviarle un mensaje sin medias tintas a la canalla invasora.
Malos, muy malos tiempos para el honor y la dignidad de una región que merece mejor suerte.
E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com
Twitter: sangarccs
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