La historia de la agonía del Señor Jesucristo en el huerto de Getsemaní es uno de los pasajes más profundos y misteriosos de la Biblia. Contiene cosas que ningún hombre puede explicar satisfactoriamente. Al estudiarlo, bien se podrían repetir las palabras que Dios le dijo a Moisés cuando se le apareció en la zarza ardiendo: "Quita tu calzado de tus pies, porque el lugar en que tú estás, tierra santa es" (Ex 3:5). Sin lugar a dudas, el estudio de este pasaje nos debe llevar más bien a la adoración que al análisis.
Aquí veremos al Señor librando la batalla definitiva contra el pecado, pero por alguna razón, esta batalla se nos presenta en dos actos: Getsemaní y Gólgota. Esto nos lleva a preguntarnos ¿por qué fue necesario pasar por Getsemaní? ¿No se podía haber evitado un episodio tan doloroso de su vida? Pero a lo largo de estos estudios veremos que fue en Getsemaní donde el Señor tomó la decisión de ir a la Cruz, mientras que en el Calvario fue donde la materializó.
"Vinieron, pues, a un lugar que se llama Getsemaní"
Como muchas otras noches, Jesús salió de la ciudad y fue a un olivar cercano que era conocido como "Getsemaní", que significaba "prensa de olivas", seguramente porque en él había habido o todavía había una prensa de olivas.
Allí el Señor solía juntarse con sus discípulos durante sus visitas a la capital, buscando apartarse de las multitudes que constantemente le presionaban y tener así un tiempo de enseñanza privada con ellos (Lc 22:39) (Jn 18:1-2). Por lo tanto, el lugar era bien conocido también por Judas, que como más tarde veremos, no tardó en acudir con una escuadrilla para arrestar a Jesús. Aunque no debemos olvidar que si encontraron allí a Jesús en aquella noche, fue porque en él no había ningún pensamiento de huida, a pesar de que conocía perfectamente todas las maquinaciones de Judas, como antes había expresado con toda claridad.
Pero en esta ocasión, aquel lugar donde Jesús había tenido tantas hermosas pláticas con sus discípulos, ahora se iba a convertir en el escenario de su terrible agonía antes de ir a la cruz.
"Sentaos aquí, entre tanto que yo oro"
¿Cómo iba a enfrentar Jesús este duro trance? En esto también apreciamos que Jesús era muy diferente a nosotros. Con frecuencia, cuando pasamos por problemas que nos agobian, o estamos rodeados de dificultades, pensamos que necesitamos un "respiro" y buscamos algún tipo de diversión que nos relaje. Algunos llegan incluso a cosas como el alcohol, las drogas, fiestas, pornografía y vicios similares, que lejos de traerles paz al corazón, no hacen sino aumentar sus problemas. Pero el Señor nos indicó que la solución pasaba por buscar a Dios en oración.
(Stg 5:13) "¿Está alguno entre vosotros afligido? Haga oración."
"Y tomó consigo a Pedro, a Jacobo y a Juan"
Parece que aunque Jesús oraba solo, sin embargo quería sentir la cercanía de algunos de sus discípulos, así que escogió a varios de ellos para que le acompañaran a cierta distancia. Estos tres discípulos, Pedro, Jacobo y Juan, se convirtieron así en testigos de la terrible lucha que Jesús mantuvo en esa noche.
Algunos se han preguntado por qué escogió a estos tres. Lo cierto es que ésta era la tercera vez que lo hacía. Estos mismos discípulos habían sido los únicos testigos de la transfiguración del Señor (Mr 9:2) y también de la resurrección de la hija de Jairo (Mr 5:37-43). Resumiendo podríamos decir que estas tres experiencias espirituales tenían relación con tres momentos claves de la vida del Señor: su agonía, resurrección y gloria.
Por otro lado, también debemos recordar que Jacobo y Juan habían pedido anteriormente al Señor el sentarse a su derecha y a su izquierda en su gloria, a lo que Jesús les había contestado que no sabían lo que pedían. De hecho, cuando les preguntó si podían beber del vaso que él bebía, ellos no dudaron en contestar que sí podían (Mr 10:35-39). Seguramente, cuando en el huerto de Getsemaní vieron la agonía de Jesús mientras oraba pidiendo que pasara de él aquella copa, ellos tuvieron que darse cuenta de que realmente no sabían lo que habían dicho.
"Y comenzó a entristecerse y a angustiarse"
Cuando Jesús se apartó para orar, el evangelista utiliza en el original dos palabras muy fuertes para indicarnos su intensa perturbación emocional ante la perspectiva que se le presentaba, y también su estado de extremo dolor y angustia. Lucas completa este cuadro diciéndonos que "estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra" (Lc 22:44).
Podríamos preguntarnos qué era lo que producía este estado en Jesús. Algunos han pensado que esta angustia era la reacción natural que todos los seres humanos sienten ante la proximidad de la muerte. Pero en el caso de Jesús, necesariamente tenemos que pensar que había mucho más que eso. Se trataba del estremecimiento de aquel que era la Vida misma al enfrentarse con todo el poder destructivo del mal, de todo aquello que se opone a la santidad de Dios, y que en ese momento se abatía directamente sobre él por cuanto había decidido presentarse como el Cordero de Dios que muere por el pecado de la humanidad.
Y por cuanto era el Hijo de Dios, podía ver con extrema claridad toda la suciedad del mal que venía sobre él. Y por supuesto, para su naturaleza completamente santa y pura, el tener que enfrentarse con el pecado de toda la humanidad, producía un dolor que es imposible expresar con palabras. En realidad, lo que estamos presenciando aquí es el choque frontal entre la Luz y las tinieblas, entre la Vida y la muerte.
Más adelante consideraremos los sufrimientos físicos que Jesús pasó durante su arresto y crucifixión, pero sin lugar a dudas, los más dolorosos tuvieron que ser los de su alma santa e inocente cuando con un conocimiento pleno de las consecuencias que este acto iba a tener, asumió cargar sobre sí el pecado de los hombres.
(2 Co 5:21) "Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él".
"Y les dijo: Mi alma está muy triste, hasta la muerte"
Sólo podremos entender la causa de esta "tristeza mortal" de Jesús si nos damos cuenta de que no se trataba únicamente de la angustia ante la muerte que los seres humanos atravesamos al final de nuestros días. En su caso era una muerte diferente. El no moriría como consecuencia de sus propios pecados, ya que no los tenía, sino que él moriría en sustitución de los pecadores, cargando en ese momento la maldad de toda la humanidad.
Muchas veces nosotros sufrimos como consecuencia de alguno de nuestros pecados, y sabemos por experiencia lo doloroso que esto es, pero ¿qué sería para el Señor sufrir de forma "condensada" por todos los pecados de los hombres? No cabe duda que nunca nadie ha experimentado un dolor y amargura semejante. Y en esos momentos, su santa humanidad fue oprimida y agobiada hasta lo sumo.
Algunos han criticado a Jesús porque en esos momentos no asumió la actitud heroica que debería esperarse de él. Argumentan que otros hombres han afrontado la muerte con mucha más serenidad que él. Pero quienes así hablan, es evidente que no han entendido lo que implicaba la muerte para Jesús. Ya hemos hablado del terrible sufrimiento que tuvo que suponer para un Ser santo e inocente como Jesús el tener que cargar sobre sí la culpabilidad acumulada de toda la humanidad, pero había otro aspecto unido a éste, que todavía tenía que producirle mayor agonía, y era el hecho de que cuando fuera colgado en la cruz quedaría bajo la maldición de Dios, mientras toda la santa ira del Juez justo recaía sobre él.
(Ga 3:13) "Cristo nos redimió de la maldición de la ley, hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)."
De alguna manera inexplicable para nosotros, cuando llegó el momento de la cruz, la relación de Jesús con Dios sería interrumpida.
(Mr 15:34) "Y a la hora novena Jesús clamó a gran voz, diciendo: Eloi, Eloi, ¿lama sabactani? que traducido es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"
No podemos imaginarnos lo que este hecho tuvo que haber significado para Jesús, cuando el mayor deleite de su vida era la comunión con su Padre celestial.
Cuando intentamos sondear en estos misterios, tenemos que reconocer que nunca podremos comprenderlos en toda su intensidad, y en la medida en que pobremente podemos entender algo, quedamos sobrecogidos ante la magnitud de los hechos.
Pero en cualquier caso, hay ciertas lecciones prácticas que sí que deberían quedar grabadas en nuestros corazones:
- Primeramente, viendo la impresión que nuestros pecados produjeron en Jesús, esto nos debería llevar a ser mucho más sensibles y a tener siempre un temor reverente para no pecar más.
- Y consideramos también que para que Jesús pudiera decir a sus discípulos que "no se turbe vuestro corazón" (Jn 14:1), él mismo tuvo que sufrir la angustia y la aflicción.
"Quedaos aquí y velad"
Cuando Jesús se apartó para orar, hizo un llamamiento a sus discípulos para que velaran. Esta no era la primera vez que les exhortaba a esto, puesto que cuando les había anunciado su segunda venida, ya les había dicho que permanecieran en esa actitud (Mr 13:33-37). Ahora vuelve a hacerlo, aunque con mayor urgencia debido a los acontecimientos que inmediatamente iban a ocurrir.
Nosotros también debemos recibir esta exhortación apremiante a velar. La somnolencia de los discípulos parece que ha alcanzado al cristianismo de nuestro tiempo. Y no lo olvidemos; dejar de velar abre la puerta al poder del mal en nuestras vidas.
Los efectos de esta somnolencia los podemos ver en el embotamiento del alma que pierde la sensibilidad frente al pecado en nuestras vidas y el poder del mal en el mundo. Nos deja anestesiados, ignorantes, indiferentes y tranquilos frente al mal que nos rodea, pensando que en el fondo, no es tan grave. Pero esta falta de sensibilidad, esta falta de vigilancia, tanto por lo que se refiere a la cercanía de la segunda venida de Cristo, como al poder amenazador del mal, otorga un poder en el mundo al maligno.
"Yéndose un poco adelante, se postró en tierra"
Los discípulos quedaron a cierta distancia de Jesús, desde donde todavía podrían verle y oírle. El evangelista nos dice que el Señor cayó rostro en tierra. La postura que adoptó para orar expresaba su total sumisión a la voluntad de Dios.
En cualquier caso, la escena no deja de sorprendernos. Recordamos que unos días antes había descendido cabalgando desde ese mismo monte de los Olivos en procesión real, aclamado justamente como Rey (Mr 11:1-11). Sin embargo, ahora el contraste es total; el Rey está de rodillas, rostro en tierra, sufriendo una angustia indescriptible. ¿Por qué este cambio tan drástico de actitud? Para entenderlo, tenemos que recordar que cuando Jesús entró en Jerusalén se encontró con la capital en manos de rebeldes, y el mismo templo estaba infectado de ladrones. La pregunta entonces era ¿cómo podrían esas personas rebeldes ser salvados y restaurados a la obediencia y a la adoración a Dios? Evidentemente, no lo conseguiría montando sobre una cabalgadura real por las calles de Jerusalén. Nunca la pompa y la ceremonia han conseguido convertir a un rebelde en un santo. Si alguna vez él podría llevar a Jerusalén, Israel y el mundo a la obediencia a Dios, tendría que ser necesariamente porque él mismo comenzara por obedecer a Dios aquí mismo en la tierra. Así que el Rey se arrodilló, dispuesto a obedecer por amor a su Dios y también a toda la raza humana. No había otro camino.
(Ro 5:19) "Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos."
"Y oró que si fuese posible, pasase de él aquella hora"
Una vez más, las Escrituras nos muestran a Jesús con total honestidad, y no se avergüenza de hacernos saber que cuando se enfrentó al precio de la obediencia, sus oraciones fueron acompañadas de clamor y lágrimas.
Por supuesto, sus lágrimas no eran como en muchas ocasiones lo son las nuestras; una expresión infantil de frustración porque no logramos hacer lo que nos da la gana. Por el contrario, en su caso había un corazón absolutamente rendido y sumiso a Dios, y por esa razón, cuando pedía al Padre que pasase de él esa copa, siempre lo hacía bajo la condición de que fuese compatible con la voluntad divina.
Por supuesto, no se trataba de dos voluntades diferentes; por un lado la del Padre y por otro la del Hijo. El evangelista Juan recoge las palabras de Jesús que nos muestran que no había contraposición entre las dos voluntades:
(Jn 12:27-28) "Ahora está turbada mi alma; ¿y qué diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Mas para esto he llegado a esta hora. Padre, glorifica tu nombre. Entonces vino una voz del cielo: Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez."
En cuanto a su oración, Jesús preguntaba si había otra base justa sobre la cual Dios podría salvar a los pecadores sin que él tuviera que ir a la cruz. Aquí vemos todo el drama de nuestra redención. Y el silencio del cielo indicó que no había otro modo; el Santo Hijo de Dios debía morir por los pecadores.
Por supuesto, "aquella hora" a la que Jesús se refería, tenía que ver con el momento determinado desde la eternidad en el que se habría de resumir y concentrar toda la angustia, toda la pena, toda la muerte y cada una de las consecuencias que han surgido del pecado. Era la "hora" cuando Jesús, el Hombre representativo había de presentarse ante la justicia divina para satisfacer sus exigencias por medio del sacrificio de sí mismo en ofrenda por el pecado.
"Y decía: Abba, Padre"
Notemos que en su oración se dirige a Dios con la palabra "Abba", que inmediatamente es traducida por Marcos para sus lectores gentiles como "Padre".
La palabra "Abba" era usada por los niños para dirigirse a sus padres, e implicaba confianza, intimidad y reconocimiento de autoridad. Equivale a nuestro "papá".
Sin lugar a dudas, tuvo que sorprender a sus discípulos que se dirigiera a Dios de esta manera. Ellos nunca habían escuchado a ningún santo del Antiguo Testamento tratar así a Dios. En la forma de pensar de un judío habría sido irreverente y, por tanto, habría sido impensable que alguien pudiera llamar a Dios con una palabra tan familiar.
Pero al hacerlo, Jesús estaba revelando la naturaleza de su comunión con Dios. De hecho, siempre que vemos a Jesús orando en los evangelios, lo hizo de esta forma, salvo en una única ocasión. Esto tuvo lugar en la cruz, cuando allí clamó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?"(Mr 15:34).
"Aparta de mí esta copa"
El acto de obediencia que el Hijo del Hombre se disponía a llevar a cabo, tendría un sabor inconmensurablemente amargo. Tenía el sabor de la muerte. El autor de Hebreos dice que él "gustó la muerte por todos" (He 2:9). Además, el Antiguo Testamento se había referido con frecuencia a esta "copa", que estaba reservada para los malos (Sal 11:6), y que contenía la indignación divina contra los impíos (Sal 75:8), su ira (Is 51:17) y su furor (Jer 25:15).
La muerte que él gustó no sólo tuvo que ver con experimentar la separación del alma del cuerpo, sino el abandono del Dios de justicia por haberse identificado con el pecado del mundo.
Es inimaginable, por lo tanto, que la Santidad encarnada pudiera recibir con agrado el pecado representado en esa copa, de ahí su petición: "aparta de mí esta copa". Pero por otro lado, dejaba también constancia de su absoluta devoción y amor a su Padre: "mas no lo que yo quiero, sino lo que tú".
No había ningún conflicto entre la voluntad del Padre y la del Hijo. El Hombre perfecto era también el Siervo obediente en todo, y aunque todo su santo Ser se alzase en contra de la perspectiva de la cruz, y su cuerpo sudase sangre en su agonía, él nunca dejaría de decir: "mas no lo que yo quiero, sino lo que tú". No podemos imaginar un grado de perfección más alto que el que aquí se nos presenta.
La interpretación que hace Hebreos de este pasaje
(He 5:7-10) "Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente. Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen; y fue declarado por Dios sumo sacerdote según el orden de Melquisedec."
En el contexto de esta cita, el autor de Hebreos está razonando acerca de lo imprescindible que es para los hombres pecadores tener un sumo sacerdote que interceda por ellos ante Dios. Por supuesto, aquellos que ocuparon esta posición en el Antiguo Testamento eran hombres débiles, y por eso, el autor nos va a decir que en el cumplimiento de los tiempos Dios constituyó a su propio Hijo como Sumo Sacerdote.
Pero el camino para que Cristo pudiera llegar a ser Sumo Sacerdote no fue sencillo. Primeramente tenía que ser hombre, pero él no lo era, así que fue necesario que se encarnase. Los más de treinta años que vivió entre los hombres le proporcionaron el conocimiento directo de nuestra situación, aprendiendo en su propia experiencia la fuerza de la tentación, la prueba y la aflicción. Y también tuvo que aprender a obedecer a Dios en un mundo caído y pecador como el nuestro. Por supuesto, él no tuvo que aprender a obedecer, él siempre lo había hecho en el cielo. Pero allí, obedecer la voluntad de Dios es fuente de gozo y felicidad. Lo que realmente tuvo que aprender es lo que cuesta obedecer a Dios en un mundo caído. Por eso, cuando el autor de Hebreos nos habla del perfeccionamiento de Cristo no se está refiriendo a su perfección moral, como si tuviera necesidad de ser corregido en cuanto a alguna imperfección en su carácter. Jesús siempre vivió sin pecado. Pero era necesario que padeciese a fin de ser perfeccionado para el sacerdocio.
Los sufrimientos de Cristo después de su encarnación fueron reales. El conoció auténticamente el hambre y el cansancio, sufrió el dolor de la deslealtad y la intolerancia, la incomprensión y la injusticia, la decepción de ver intereses creados en sus seguidores más cercanos y la traición o cobardía en otros. Sufrió la agonía indescriptible de la cruz, que de alguna manera nos queda reflejada en sus momentos de oración previos en Getsemaní. Y además le esperaba la separación de su Padre porque, al ser hecho pecado por nosotros, iba a ser abandonado y desamparado por él. Sin duda, esto no podemos llegar a entenderlo plenamente. A todo esto se sumaron las torturas de los soldados, la burla sarcástica de los judíos, la hiriente arrogancia de los sacerdotes y el abandono de los discípulos.
Cristo aprendió que la obediencia a Dios trae sufrimiento en un mundo caído. Nosotros ya lo hemos experimentado muchas veces. Cuando determinamos ser fieles al Señor y obedecerle, ¿cuál es la consecuencia? La oposición de los familiares y amigos ante lo que ellos perciben como "fanatismo religioso", el desprecio de los compañeros y amigos porque nos ven diferentes, y en el peor de los casos, la persecución política. Muchas veces la consecuencia de la fidelidad al Señor es la burla, la crítica, la oposición o el insulto.
Pero en medio de todas estas circunstancias, el Señor Jesucristo es nuestro Sumo Sacerdote, que nos entiende porque él mismo también ofreció ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas, por lo cual es poderoso para ministrarnos como fiel Sumo Sacerdote. El ahora puede socorrernos en nuestro peregrinaje por la vida, en el cual muchas veces nuestra determinación de abrazar el camino de Dios nos involucrará en el sufrimiento y la persecución.
Y finalmente, el autor de Hebreos nos dice que "fue oído a causa de su temor reverente". A primera vista, la afirmación nos puede sorprender, porque los Evangelios parece que dicen lo contrario. El pedía al Padre: "Si es posible pase de mí esta copa". Y el Padre no intervino para impedir que la bebiese. Pero sus oraciones fueron respondidas. La noche de sufrimiento fue seguida por la mañana de la resurrección y de la vindicación que Dios hizo de su fe. No fue librado de padecer la muerte, sino que habiendo llegado a ella, fue sacado de sus garras por el glorioso triunfo de la resurrección. Y no olvidemos que de la misma manera, Dios no siempre contesta nuestras oraciones tal como pensamos que debería hacerlo.
"Vino luego y los halló durmiendo"
Después de un tiempo en oración, Jesús volvió a donde había dejado a sus discípulos y los encontró durmiendo. No fueron capaces de compartir con él nada de su infinito dolor.
Cada vez estaba más claro que en el camino a la cruz, Jesús iba a encontrarse absolutamente solo. Si sus más íntimos discípulos no podían acompañarle en oración ni siquiera una hora, ¿qué se podría esperar de ellos una vez que Jesús fuera arrestado y estuviera en manos de sus enemigos? El mismo Pedro, que tan vehementemente había protestado cuando Jesús les anunció que todos ellos le abandonarían en esa noche, no fue capaz de mantenerse despierto junto a Jesús orando con él por un poco de tiempo.
Todo esto era muy importante, porque no debemos olvidar que para encontrar victoria en la hora de la tentación o de la prueba, previamente necesitamos recibir poder mediante la oración. En este sentido estaba claro que los discípulos no entendían la gravedad de la situación que se avecinaba, y por lo tanto, tampoco se estaban preparando adecuadamente para enfrentarla. ¿Y qué diremos de nosotros mismos? ¿Cuántas veces no somos capaces de velar en oración ni siquiera una hora? ¿Qué puede esperar el Señor de nosotros?
La debilidad de la que el Señor les había hablado durante la cena, se empezaba a hacer evidente. Aquí vemos que el pecado ha dañado incluso a nuestros propios cuerpos, que en muchas ocasiones actúan como pesados lastres para nuestras almas.
"Velad y orad, para que no entréis en tentación"
La "tentación" a la que Jesús se refería, y para la que tendrían que estar preparados, consistía en negar y escandalizarse de Jesús una vez que fuera arrestado y crucificado. No es difícil imaginar el impacto que debió tener para ellos ver a su Maestro siendo objeto de las burlas de todos los hombres que se acercaban a él cuando estaba clavado en la vergonzosa cruz. Por eso, aunque los mismos discípulos no percibían la gravedad de la hora de prueba que iba a venir sobre ellos, el mismo Señor ya había orado por ellos, y en especial por Pedro, para que su fe no faltase (Lc 22:31-32).
Esta exhortación de Jesús a "velar y orar" debería estar presente constantemente en nuestros corazones como la única forma real de vencer las tentaciones. No nos engañemos; no hay ningún poder en nosotros mismos que nos haga inmunes a los ataques de Satanás. Por esta razón, cada cristiano debe estar permanentemente en un estado de vigilancia y oración desde el momento de su conversión hasta la hora de su muerte.
Pedro entendió finalmente la lección y él mismo exhortaba a esto en su carta:
(1 P 4:7) "Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración."
"El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil"
El Señor señaló que la razón por la que era imprescindible que mantuvieran esta actitud de vigilancia y oración, era porque dentro del cristiano hay dos naturalezas que son contrarias entre sí; el espíritu y la carne.
(Ga 5:16-17) "Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne; y éstos se oponen entre sí, para que no hagáis lo que quisiereis."
Por un lado está la "carne", la vieja naturaleza caída, siempre inclinada al mal. Y por otro lado está el "espíritu", es decir, la nueva naturaleza que el Espíritu Santo ha dado a aquellos que creen en Cristo, y que siempre está dispuesta a hacer el bien que agrada a Dios.
Es importante ser conscientes de que después de la conversión, Dios no quita de nosotros la vieja naturaleza, ya que esto tendrá lugar en el momento cuando seamos arrebatados o muramos. Mientras tanto, la "carne" sigue luchando dentro de nosotros mismos con el fin de hacernos caer. Y no olvidemos que la carne no mejora con el tiempo, únicamente se adapta a las nuevas situaciones, y por lo tanto, no hay ningún creyente que haya llegado a un estado de santidad que ya no deba preocuparse de ella. Por el contrario, aquellos que realmente viven una vida consagrada al Señor son los que, conscientes del grave peligro que constantemente corren por su naturaleza caída, perseveran en "velar y orar".
"Vino la tercera vez, y les dijo: Dormid ya, y descansad"
El Señor interrumpió sus oraciones en tres ocasiones para ir a ver a sus discípulos, y en todas ellas los encontró durmiendo. Y aunque seguramente sentían cierta vergüenza por no estar orando tal como Jesús les había pedido, sin embargo, no lograban resistir el sueño y tampoco "sabían qué responderle".
Pero cuando Jesús regresó por tercera vez, ya no les animó a velar, sino que les dijo que durmieran y descansaran. No debemos ver en estas palabras una severa reprensión, sino más bien todo lo contrario. Podemos incluso imaginarnos al Señor sentándose a su lado mientras velaba sus sueños, como una madre que vigila tiernamente a sus pequeños mientras duermen. Sin duda es un cuadro conmovedor.
Los discípulos se habían rendido a la comodidad del sueño bajo el peso del cansancio y la tristeza(Lc 22:45). Aunque, por supuesto, esto no había alejado de ellos el mal, sino que simplemente les había hecho inconscientes de su existencia y les dejaba indefensos ante su embestida. Pero por otro lado, Cristo no se rindió ante nada, sino que en medio de su inmenso dolor afirmó positivamente su disposición de hacer la voluntad de Dios al precio que fuera, e incluso, velaba por sus discípulos con todo su amor y cuidado mientras ellos dormían.
"Basta, la hora ha venido"
Entendemos que entre la cariñosa invitación de Jesús a sus discípulos para que durmieran y recuperaran fuerzas, hasta este momento que se describe aquí, pasó un intervalo de tiempo no determinado. Pero finalmente llegó "la hora" en que Jesús iba a ser entregado en manos de pecadores.
Suponemos que el Señor escuchó el ruido de la compañía que, conducida por Judas, cruzaba el arroyo y subía la cuesta hacia el huerto, por lo que rápidamente despertó a sus discípulos para advertirles de la presencia del peligro.
Las frases entrecortadas que usa Jesús nos muestran su angustia ante la hora final, pero en ningún momento plantea una huída, sino que por el contrario dijo a sus discípulos "vamos", indicando de esta manera su disposición de ir en busca de los que venían a arrestarle.
Benedicto XVI: “Si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera”
Hoy en la Audiencia General
CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 19 de octubre de 2011 (ZENIT.org).- A continuación les ofrecemos la catequesis perteneciente al ciclo de la oración que el Papa Benedicto XVI pronunció este miércoles durante la audiencia general con los peregrinos provenientes de Italia y de todas partes del mundo.
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Queridos hermanos y hermanas,
Hoy querría meditar con vosotros un Salmo que resume toda la historia de salvación de la que el Antiguo Testamento nos da testimonio. Se trata de un gran himno de alabanza que celebra al Señor en las múltiples, repetidas manifestaciones de su bondad a través de la historia de los hombres: es el Salmo 136, o 135 según la tradición greco-latina.
Solemne oración de acción de gracias, conocido como el “Gran Hallel”, este Salmo se canta tradicionalmente al final de la cena pascual hebrea y Jesús probablemente también lo rezó en la última Pascua celebrada con los discípulos; a eso parece que se refiere la nota de los Evangelistas: “Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (cf. Mt 26,30; Mc 14,26). El horizonte de la alabanza ilumina así el difícil camino hacia el Gólgota. Todo el Salmo136 se desarrolla en forma de letanía con la repetición de la antífona “porque su amor es para siempre”. A través de la composición se enumeran los muchos prodigios de Dios en la historia de los hombres y sus continuas intervenciones a favor de su pueblo; y a cada proclamación de la acción salvífica del Señor responde la antífona con la motivación fundamental de la alabanza: el amor eterno de Dios, un amor que, según el término judío utilizado, implica fidelidad, misericordia, bondad, gracia, ternura. Y este es el motivo que une todo el Salmo, repetido siempre de forma similar, mientras cambian las manifestaciones puntuales y paradigmáticas: la creación, la liberación del éxodo, el don de la tierra, la ayuda providencial y constante del Señor hacia su pueblo y a cada criatura.
Después de una triple invitación al agradecimiento al Dios soberano (vv. 1-3), se celebra al Señor como aquel que hace “grandes maravillas” (v.4), la primera de las cuales es la creación: el cielo, la tierra, los astros (vv. 5-9). El mundo creado no es un simple escenario en el que se inserta la actuación salvífica de Dios, sino que es el inicio de esta actuación maravillosa. Con la Creación, el Señor se manifiesta en toda su bondad y belleza, se compromete con la vida, revelando una voluntad de bien de la que emana toda actuación de salvación. Y en nuestro Salmo, haciéndose eco del primer capítulo del Génesis, el mundo creado se resume es sus elementos principales, insistiendo, especialmente, en los astros, el sol, la luna, las estrellas, criaturas magníficas que gobiernan el día y la noche. No se habla aquí de la creación del ser humano, pero está presente; el sol y la luna son para él -para el hombre-, para calcular el tiempo del hombre, poniéndolo en relación con el Creador, sobre todo a través de la indicación de los tiempos litúrgicos.
Y es la misma fiesta de Pascua la que se evoca poco después, cuando pasando a la manifestación de Dios en la historia, se inicia el gran suceso de la liberación de la esclavitud de los egipcios, del éxodo, marcado con sus elementos más significativos: la liberación de Egipto con la plaga de los primogénitos egipcios, la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el camino en el desierto hasta la entrada a la tierra prometida (vv.10-20). Estamos en el momento originario de la historia de Israel. Dios ha intervenido potentemente para llevar a su pueblo a la libertad; a través de Moisés, su enviado, se ha impuesto al faraón revelándose en toda su grandeza y, finalmente, ha vencido la resistencia de los egipcios con el terrible flagelo de la muerte de los primogénitos. Así Israel puede dejar el país de la esclavitud, con el oro de sus opresores (cf. Ex 12,35-36), “con la mano alzada” (Ex 14,8), en el signo exultante de la victoria. También en el Mar Rojo, el Señor actúa con poder misericordioso.
Ante un Israel aterrorizado por la visión de los egipcios que los persiguen, hasta el punto de que se lamentan de haber dejado Egipto (cf. Ex 14,10-12), Dios, come dice nuestro Salmo, “el mar de Suf partió en dos […] por medio a Israel hizo pasar […] hundió en él al faraón con sus huestes” (vv. 13-15). La imagen del Mar Rojo “partido” en dos, parece evocar la idea del mar como un gran monstruo que se corta en dos trozos y que resulta inofensivo. El poder del Señor vence la peligrosidad de las fuerzas de la naturaleza y de las militares puestas en juego por los hombres: el mar, que parece bloquear el camino al pueblo de Dios, deja pasar a Israel a pie seco y después se cierra sobre los Egipcios ahogándolos. “Mano potente y tenso brazo” del Señor (cf. Dt 5,15; 7,19; 26,8) se muestran así en toda su fuerza salvífica: el injusto opresor ha sido vencido, ahogado en las aguas, mientras que el pueblo de Dios “pasa por medio” de ellas para continuar su camino hacia la libertad.
A este camino se refiere nuestro Salmo recordando, con una frase brevísima, el largo peregrinar de Israel hacia la tierra prometida: “Guió a su pueblo en el desierto, porque es eterno su amor” (v.16). Estas pocas palabras contienen una experiencia de cuarenta años, un tiempo decisivo para Israel que, dejándose guiar por el Señor, aprende a vivir en la fe, en la obediencia y en la docilidad a la ley de Dios. Son años difíciles, marcados por la dureza de la vida en el desierto, aunque también son años felices, de confianza en el Señor, de confianza filial; es el tiempo de la “juventud”, como lo define el profeta Jeremías hablando a Israel, en nombre del Señor, con expresiones llenas de ternura y de nostalgia: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada (Jr 2,2). El Señor, como el pastor del Salmo 23 que ya hemos visto en otra catequesis, durante cuarenta años guió a su pueblo, lo educó y amó, llevándolo hasta la tierra prometida, venciendo también las resistencias y hostilidades de pueblos enemigos que querían obstaculizar el camino de la salvación (cf. vv. 17-20).
En la descripción de las “grandes maravillas” que nuestro Salmo enumera, se llega al momento del don final, del cumplimiento de la promesa divina hecha a los Padres: “Y dio sus tierras en herencia, porque es eterno su amor; en herencia a su siervo Israel, porque es eterno su amor (vv. 21-22). En la celebración del amor eterno del Señor, se hace ahora memoria del don de la tierra, un don que el pueblo debe recibir pero sin poseer, viviendo continuamente con un comportamiento de acogida consciente y agradecida. Israel recibe el territorio donde habitar como “herencia”, un término que designa de un modo genérico la posesión de un bien recibido de otro, un derecho de propiedad que, de forma específica, hace referencia al patrimonio paterno. Una de las prerrogativas de Dios es la de “dar”; y ahora al final del camino del éxodo, Israel, destinatario del don, como un hijo, entra en el país de la promesa realizada. Ha terminado el tiempo del vagabundeo, bajo las tiendas, en una vida marcada por la precariedad. Ahora ha comenzado el tiempo feliz de la estabilidad, de la alegría de construir casas, de plantar las viñas, de vivir en la seguridad (cf. Dt 8,7-13). Pero es también el tiempo de la tentación de los ídolos, de la contaminación con los paganos, de la autosuficiencia que hace caer en el olvido el Origen del don. Por esto el Salmista menciona la humillación y los enemigos, una realidad de muerte en la que el Señor, de nuevo, se revela como Salvador: “En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterno su amor; y nos libró de nuestros adversarios, ¡porque es eterno su amor! (vv. 23-24).
En este punto nace la pregunta: ¿Cómo podemos hacer de este Salmo nuestra oración, cómo podemos apropiarnos, por nuestra oración, de este Salmo? Es muy importante el marco del Salmo, al principio y al final: está la creación. Volveremos a este punto: la creación como el gran don de Dios del que vivimos, en el que Él se revela en su bondad y en su grandeza. Por tanto, tener presente la creación como don de Dios es un punto común para todos nosotros. Después continúa la historia de salvación. Naturalmente podemos decir: esta liberación de Egipto, el tiempo del desierto, la entrada en la Tierra Santa y después los demás problemas, están muy lejanos de nosotros, no es nuestra historia. Pero debemos estar atentos a la estructura fundamental de esta oración. La estructura fundamental es que Israel se acuerda de la bondad del Señor. En esta historia hay muchos valles oscuros, muchos momentos de dificultades y de muerte, pero Israel se acuerda de que Dios era bueno y puede sobrevivir en este valle oscuro, en este valle de muerte porque se acuerda. Tiene el recuerdo de la bondad del Señor, de su poder; su misericordia es eterna. Y esto es importante también para nosotros: acordarnos de la bondad del Señor. La memoria se convierte en fuerza de la esperanza. El recuerdo nos dice: Dios está, Dios es bueno, eterna es su misericordia. Y así el recuerdo abre, incluso en la oscuridad de un día, de un momento, el camino hacia el futuro: es la luz y la estrella que nos guía. También nosotros tenemos un recuerdo del bien, del amor misericordioso, eterno de Dios. La historia de Israel ya es un memorial también para nosotros, cómo se muestra Dios, cómo se ha creado un pueblo. Después Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros: ha vivido con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha muerto por nosotros. Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra. Es una historia, un memorial de la bondad de Dios que nos asegura su bondad: su amor es eterno. Y también en estos dos mil años de historia de la Iglesia, está siempre, la bondad del Señor. Después del periodo oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia vale para siempre. Y, como en la historia común, colectiva, está presente esta memoria de la bondad de Dios, nos ayuda, se convierte en estrella de esperanza, de manera que cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera porque su misericordia es eterna.
Volvamos al Salmo, porque, al final, vuelve a la creación. El Señor -dice así- “Él da el pan a toda carne, porque es eterno su amor” (v. 25). La oración del Salmo se concluye con una invitación a la alabanza: “¡Dad gracias al Dios de los cielos, porque es eterno su amor!”. El Señor es el Padre bueno y providente, que da la herencia a sus propios hijos y el alimento para que todos vivan. El Dios que ha creado los cielos y la tierra y las grandes luces celestes, que entra en la historia de los hombres para llevar a la salvación a todos sus hijos, es el Dios que llena el universo con su presencia de bien, cuidando la vida y dando el pan. El invisible poder del Creador y Señor cantado en el Salmo se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el que nos hace vivir. Y así este pan cotidiano simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre al cumplimiento del Nuevo Testamento, a aquel “pan de la vida”, la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra existencia de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el Cielo.
Hermanos y hermanas, la alabanza del Salmo 136 nos ha hecho recorrer las etapas más importantes de la historia de la salvación, hasta alcanzar el misterio pascual, en el que la acción salvadora de Dios llega a su culmen. Con alegría consciente celebramos, por tanto, al Creador, Salvador y Padre fiel, que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace hombre para dar vida, para salvarnos a cada uno de nosotros, y se da como pan en el misterio eucarístico para hacernos entrar en su alianza que nos convierte en hijos. A todo esto llega la misericordia de Dios y la sublimidad de “su amor eterno”.
Quisiera concluir esta catequesis haciendo mías las palabras que San Juan escribe en su Primera Carta y que debemos tener siempre presentes en nuestra oración “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1Jn 3,1). Gracias.
[Después, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En italiano, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, dirijo una bienvenida cordial a los peregrinos de lengua italiana. En especial, un particular saludo a los fieles de Florencia, acompañados por su pastor monseñor Giuseppe Betori, que han venido aquí en ocasión del 25° aniversario de la beatificación de Sor Teresa María de la Cruz; espero que, con el ejemplo de tal discípula fiel de Cristo, todos puedan testificar, con renovado fervor, el Evangelio de la caridad. Saludo a los fieles de Rogliano y les animo a proseguir con generosidad en el camino de la fidelidad a la Iglesia.
Saludo, finalmente, a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes, en especial a los confirmandos de la diócesis de Faenza-Modigliana, dirigidos por monseñor Claudio Stagni. Ayer celebramos la fiesta de San Lucas evangelista. Que su amor por Cristo os sostenga a vosotros, enfermos, y os ayude a aceptar los sufrimientos en unión con el divino Maestro; os animo a vosotros, queridos recién casados, a vivir con plenitud el Sacramento del Matrimonio, y favorezca en vosotros, jóvenes, una adhesión cada vez más convencida a la Palabra de salvación para testimoniarla con alegría a vuestros coetáneos.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
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