FOTOS DE FAMILIA. LOS ÁLBUMES Y LAS FOTOGRAFÍAS
DOMÉSTICAS COMO FORMA DE ARTE POPULAR
Carmen Ortiz García
Dpto. de Antropología
Instituto de la Lengua Española
CSIC, Madrid
INTRODUCCIÓN
La fotografía, para casi todos ya a estas alturas, es un objeto -un artefacto diríamos mejor- familiar que forma parte de nuestra cultura en múltiples sentidos. Las fotos han llegado a ser para nosotros un objeto cotidiano, con el que convivimos de múltiples maneras, y cuyo uso e interpretación no nos resultan más problemáticos que otros lenguajes cotidianos, como la lecto-escritura. Por un lado, esto no ha sido así siempre, de hecho hace muy poco tiempo que es así. Por otro lado, no quiere decir que no haya problemas en la consideración de la fotografía como un lenguaje y como una representación directa u objetiva de ninguna clase de realidad, ni natural ni social. Así, algunos sociólogos han señalado cómo, gracias a un sofisticado sistema de sustentación de la producción, en los aspectos tecnológicos y comerciales, la fotografía moderna ha revestido de una apariencia de gran simplicidad algo que, en realidad, es muy complejo: el proceso de captación de apariencias visuales (Walker y Moulton 1989: 155).
De hecho, las ciencias sociales y concretamente la semiótica (Barthes 1989) tienen un campo privilegiado de análisis en lo que se refiere a la construcción de imágenes que posibilita la técnica fotográfica, y hace ya tiempo que quedó en entredicho el axioma de la ciencia positivista decimonónica respecto a la capacidad objetivizadora de la realidad natural por parte de la cámara fotográfica. Aunque todos sabemos que el estatus de la fotografía como un elemento tecnológico está en sus orígenes muy ligado a la ciencia y a la técnica, con múltiples facetas de desarrollo (medicina, ingeniería, arquitectura, geografía, etc.), sabemos también ahora que la relación de la representación fotográfica con la realidad es, de hecho, un problema epistemológico bastante más complejo que la supuesta capacidad del ojo fotográfico para reproducir veraz y fielmente cualquier realidad externa (o incluso interna) al ser humano. Sabemos, finalmente, que el conocimiento que producen las imágenes fotográficas puede ir más allá de lo descriptivo y racional, porque también el sentimiento de identificación y participación mediante el reconocimiento es un saber de tipo emocional. Algunos antropólogos que hacen sus etnografías fundamentalmente con fotografías, como Emmanuel Garrigues (1991), o mediante el cine, como José Carmelo Lisón (1993), han expuesto cómo la fotografía, en su capacidad de mostrar la realidad, lo hace desde una relación especial con ella. Frente a la suposición de que la fotografía era capaz de reproducir casi mecánicamente la realidad, y la idea, situada en el extremo contrario, de que como cualquier obra artística, no tendría por qué atenerse a la veracidad, la representación fotográfica puede verse como una traza, un índice o una representación que nos enseña mucho de lo que pasa desapercibido a la observación directa y, a la vez, contribuye a interpretar, construir y experimentar la realidad (Sontag 1996). En palabras de Garrigues, la fotografía puede ser “un revelador epistemológico en las ciencias humanas, gracias a esos fenómenos de representación e identificación en cascada que la hacen casi automáticamente confundirse con la realidad, con lo real” (Garrigues 1996: 10).
LA FOTOGRAFÍA DE LOS AFICIONADOS
Es ya un tópico hablar de la fotografía como un arte democrático, en el sentido de que la posibilidad de reproducción mecánica de la imagen facilitó a clases cada vez menos pudientes el acceso a la propia imagen, a través del retrato, y en general, la visión, aunque fuera indirecta, de la naturaleza y del mundo (mediante cromos, postales, vistas., calendarios, etc.). No obstante, aunque esto es así desde su mismo origen, toda la historia de la fotografía como técnica de reproducción de imágenes ha insistido en ese mismo camino; es decir, en facilitar a un número cada vez mayor de personas el acceso a la propia manipulación de la imagen fotográfica. Desde las pesadas cámaras primitivas a las portátiles y desechables, desde los cristales a los revelados rápidos en papel; de la cámara analógica a la digital, todos los adelantos técnicos han incidido en una facilidad de la práctica y la manipulación de las imágenes reproducidas (Freund 1983).
Pero la democratización se ha producido también en otro aspecto muy importante. Hay una división fundamental entre el fotógrafo profesional y el amateur; lo que es tanto como decir entre una visión “otra”, externa -hecha desde la otredad del técnico profesional- y una visión “interna” o doméstica, donde se podría incluir tanto la del fotógrafo local como la del aficionado, porque se trataría de fotos hechas, en ambos, casos, desde “dentro” de los códigos representacionales de la propia cultura, del propio grupo (Baldi 1996: 147-148). En este sentido, incluso en las fotos etnográficas o antropológicas, es decir, las que están hechas desde la postura de valorar la diversidad cultural y describir cualitativamente las diferencias de las conductas y los comportamientos, se puede apreciar esa visión “otra” del observador externo, aunque sea cualificada por provenir de un etnógrafo informado. Serán, así, muy diferentes por ser fotos de especialista -por lo tanto “externas”, hechas en un trabajo de campo etnográfico con una finalidad muy precisa- de las que pudieran ser hechas por los propios autóctonos, que reproducirán las cosas a partir de sus propios códigos y con una finalidad también distinta. Los mismos antropólogos han puesto de manifiesto en sus análisis sobre la relación de la fotografía y la antropología esta falta de simetría en la comunicación (Edwards 1992; Sapir 1995). Así, un reciente giro postmoderno y postcolonial incluye no ya sólo la realización de fotografías por parte de los practicantes de una determinada cultura, como medio de explicación de la misma, sino también, una crítica radical de la configuración de imágenes estereotipadas y representaciones de la desigualdad a la que la fotografía occidental ha contribuido, desde su posición de técnica ligada al conocimiento, el poder y el colonialismo (Lutz y Collins 1993; Pinney 2003).
En la extensión vertiginosa de la fotografía de aficionados en el mundo –y no sólo en el occidental- se han destacado algunas causas de tipo material. Fundamentalmente se trata de la relativa accesibilidad económica de las máquinas, aspecto relacionado, a su vez, con la cada vez mayor facilidad de su manejo, que prácticamente no requiere aprendizaje, y también determinado por estos dos factores anteriores, que la cámara entrara a formar parte, junto a otros muchos aparatos tecnológicos, de lo que se considera el equipamiento estándar del consumo entre las clases medias y populares. Los datos ofrecidos por Boerdam y Oosterbaan (1980: 101) sobre Holanda son, en este sentido, significativos: mientras que en 1960 se hacían 96 millones de fotos, en 1974 ascendieron a 269 millones. En el mismo periodo las cámaras pasaron de 2 millones a 3.75 millones, con un porcentaje del 64% de las familias holandesas poseedoras de cámaras. Este rapidísimo crecimiento tuvo que ver con la extensión de la película en color a partir de 1963 y con la presentación en 1962 de la cámara de casette, barata, con inserción fácil de la película y capaz de hacer fotos en color de buena calidad. La mitad de las fotos en color tomadas lo fueron con este tipo de cámara y, según informes de la Kodak, más del 60% de las cámaras de cassette fueron adquiridas por mujeres para fotografiar a sus hijos. Estas fueron las condiciones para que se creara lo que Pierre Bourdieu, en un ensayo famoso (1979: 145), denominó un arte mediano o intermedio, basado en lo que él mismo también denominó “un gusto bárbaro”.
Esta consideración anónima y popular de la fotografía familiar ha sido valorada posteriormente por los artistas como materia prima o como objeto de inspiración para sus obras de creación. Como ejemplos recientes pueden valer los interesantes proyectos de “salvamento” de fotos anónimas de Doctor Roncero, Una historia otra de la fotografía (2000), Eric Kessels, In almost every picture (2002), David Trullo, Orphan Photo (2004) o el certamen Álbum familiar patrocinado por Caja Madrid en 2004. En el terreno cercano del cine documental, es un buen ejemplo el éxito obtenido por la película de José Luis López Linares, Un instante en la vida ajena, montada con los materiales de su vida familiar grabados por Mardronita Andreu.
Ahora bien, para explicar la extensión enorme de esta estética ordinaria, de este sistema de juicios estético-sociales llamado “gusto bárbaro” porque no se ha conformado según las reglas, las enseñanzas y las convenciones que marca la institucionalizada educación artística, Bourdieu señala otra condición fundamental, junto a la difusión de las cámaras de fotos, y es que para usarlas no es necesario contar con una gran cantidad de dinero, como ya se ha dicho (y que sería necesario en el caso de los viajes, por ejemplo), pero tampoco hace falta invertir mucho tiempo en aprender su manejo (como ocurre con los instrumentos de música, por ejemplo), ni hay que seguir ninguna tradición en su uso (lo que sería el caso de la asistencia a museos, centros de arte, conciertos, etc.). En relación con esta condición, se ha mencionado, incluso, la situación de privilegio de la fotografía en medios de analfabetismo endémico, como alternativa comunicativa a la palabra escrita (Baldi 1996: 149). En suma, frente a otras artes más “nobles” y elitistas, la fotografía sería el “arte” más asequible para todos.
Según esto, la fotografía podría ser vista como un arte más individualizado que otros, sometidos a la estandarización del gusto académico. Sin embargo, nada hay más lejano a la anarquía que teóricamente podría darse, que la fotografía doméstica. De hecho, se trata de una de las manifestaciones más convencionales en las que se pueda pensar (Bourdieu 1979: 37-38). Las fotos que se toman no deben sorprender a nadie; lo que se debe fotografiar no es en absoluto lo que se tiene enfrente todos los días; tampoco se hacen fotos “bonitas” porque sí, por el gusto de hacerlas. Esto se considera parte del oficio de los profesionales: los fotógrafos de reportajes o de arte. El amateur hace una elección entre todo lo que podría fotografiar en función de lo que él considera socialmente aceptado, significativo para los suyos. No le interesan los temas universales, sólo la relación con los espectadores, el ámbito interno en el que se desenvuelve (Bourdieu 1979: 126). Que no se trate de una práctica estéticamente exenta es lo que explica que en los álbumes de fotos de familia o personales encontremos tantas imágenes estereotipadas sobre lo que se considera los acontecimientos colectivos más sobresalientes: las reuniones de familia -sobre todo las bodas-, seguidas de las fotos de los niños pequeños, y también las de las vacaciones y viajes (en las cuales el individuo o el grupo aparece siempre delante de un monumento célebre y reconocible).
El interés de Bourdieu por definir una estética popular en torno a la fotografía amateur le lleva a señalar como características, el interés por lo tangible, lo informativo y lo moral. La imposibilidad de separar en ella el contexto moral –lo que contradice directamente la noción clásica de la estética según Kant, en la que lo bello complace por sí mismo, no por su trascendencia moral- es lo que hace de esta estética un gusto bárbaro; una estética que subordina el significante al significado moral y utilitario (Bourdieu 1979: 133).
[insertar foto 1]
[foto escolar habitual en los colegios durante todo el franquismo]
FOTOGRAFÍA Y FAMILIA
El mismo Bourdieu establece una indisoluble relación entre la fotografía, como práctica corriente, y la familia. Señala, por ejemplo, cómo más de dos tercios de los fotógrafos hacen sus fotos con ocasión de ceremonias familiares o reuniones de amigos, o bien en las vacaciones de verano. Menciona, asimismo, la estrecha relación que hay entre la presencia de niños en el hogar y la posesión de una cámara, y concluye que la práctica fotográfica existe por su función familiar, que consiste en:
solemnizar y eternizar los grandes momentos de la vida de la familia, reforzar en suma la integración del grupo familiar reafirmando el sentimiento que tiene de sí mismo y de su unidad [...] Precisamente, porque la fotografía de familia es un rito del culto doméstico en el que la familia es a la vez sujeto y objeto, porque expresa el sentimiento de la fiesta que el grupo familiar se ofrece a sí mismo [...], la necesidad de fotografías y la necesidad de fotografiar [...] se sienten más vivamente cuando el grupo está más integrado, cuando atraviesa por su momento de mayor integración (Bourdieu 1979: 38-39).
Por eso, no es de extrañar que las bodas sean una de las ocasiones en que la fotografía alcanzara un éxito temprano y rapidísimo (Hoppál 1989: 92). Por un lado, si la fiesta tiene entre sus funciones la de recrear al propio grupo, es lógico que la fotografía entrara pronto a formar parte importante en esta recreación solemne (Bourdieu 1979: 40). Pero además la fotografía se introduce en las bodas, como en otras fiestas privadas y públicas, formando parte del gasto o despilfarro dinerario que caracteriza y señala las ocasiones festivas. En los esponsales, como en las comuniones, la fotografía alcanza también el estatus de don o regalo que se intercambia. Las fotos de boda son dedicadas por los novios a los padres, padrinos y familiares más directos, igual que muchos recordatorios de primera comunión, que consisten hoy en la foto en color de la niña/o vestidos de ceremonia. Las fotos de la fiesta americana de los quince años serían otro ejemplo; estas fotos se entregan a cambio de un regalo
[insertar foto 2. Retrato de boda, 1959 y foto 3. Tennager americana, estudio fotográfico.....].
Viendo estos ejemplos, salta a la vista otro carácter básico de las fotos familiares que aparecerá a lo largo de toda esta exposición; el carácter icónico y, como tal, la múltiple significación de la imagen fotográfica que, sobre todo en el caso de las familiares, hace que siempre requiera el acompañamiento de un relato o una explicación contextual. Esta afecta no sólo a la identificación de las personas retratadas, sino incluso a la propia interpretación de las poses y los actos de los que son representación. Así, en las fotografías anteriores podemos confundir a la “tennager” vestida para su fiesta con una novia; mientras que el traje negro de la española de los años cincuenta es posible que hoy no se identifique como de boda. Sin duda, la fotografía de boda es una de las modalidades más ritualizadas, entre otras cosas porque forma parte ella misma de un ritual propiamente dicho. Pero, incluso en éstas, se puede advertir el cambio general -que se comentará más adelante- de la actitud ante la fotografía, que ha ido variando en el sentido de perder paulatinamente solemnidad para irse haciendo más y más casual o intrascendente. Las poses, el marco, el número de personas retratadas han ido haciéndose, también en el caso de las fotos de boda, más fáciles y “naturales” (Hoppál 1989: 92); aunque el traje de los novios y otros aditamentos que acompañan el rito en sí (entre ellos, el número de fotografías tomadas) y que conllevan en general un sentido de consumo han ido paralelamente complicándose y aumentando su importancia.
En nuestra sociedad tradicional, la división jerárquica por edad y sexo era muy estricta, lo que significaba que preferentemente se retrataba a los adultos (y sus ceremonias) y mucho menos a los niños, considerados menos importantes. Por ello, ya a principios del siglo XX las fotografías de bodas se encuentran generalizadas entre los campesinos y hacia 1930 aparecen las fotografías de primera comunión, mientras que sólo después de 1945 las fiestas de niños (bautizos, etc.) se retratan. Seguramente este incremento tiene relación con el nuevo papel de la madre como fotógrafa, de forma que las imágenes de niños constituyen más de la mitad de las fotos hechas después de 1945, mientras que en las colecciones anteriores a 1939 son escasas. Sin embargo, como se ha señalado (Bourdieu 1979: 41-43), las fotos de niños tienen una función social. Forma parte de las atribuciones sociales del género femenino la tarea de mantener las relaciones con los miembros del grupo; son las mujeres las encargadas de las comunicaciones y la correspondencia. El envío de fotografías es un elemento muy útil en la actualización perpetua del conocimiento mutuo y provoca un aumento de la relación. En este sentido, hacer fotos al nuevo hijo y repartirlas entre los parientes es un modo de informar al grupo de la entrada de un nuevo componente, de presentarle y de informar sobre él (Baldi 1996: 154).
De hecho, de las fotografías familiares interesa sobre todo esta información, y por eso no importan en ellas sus cualidades estéticas o técnicas, pero sí las que afectan a este tipo de dato: que la cámara muestre al individuo o al grupo como se asume que debe ser. Y así, por ejemplo, es muy común conservar fotos de cuya falta de calidad se es consciente porque recogen momentos o personas importantes en el sentido biográfico (Boerdam y Oosterbaam 1980: 111); las fotos de recién paridas y recién nacidos podrían ser un caso. Una importante función de la fotografía de familia es la de proporcionar información a los miembros sobre ellos mismos. Así pues, la foto debe proveer una representación lo suficientemente fiel y precisa para permitir su reconocimiento. Y esto se relaciona a su vez con otro hecho general como es que las fotografías y los álbumes domésticos constituyen el memorial histórico de una familia; una especie de plasmación de su genealogía y herencia.
MEMORIA Y FOTOGRAFÍA
Si estrecha es la relación entre fotografía y familia, la que hay entre memoria y fotografía las hace casi sinónimas, hasta el punto de que esta función memorial es usada regularmente en las campañas publicitarias de cámaras y películas. Estas campañas se basan, a su vez, en que esta función –conservar el tiempo pasado- es el principal motivo de muchos usuarios para hacer fotos. Lo que mucha gente busca, de hecho, al mirar sus fotografías es precisamente ver a la gente de su propio pasado (o a sí mismos en ese pasado). Pero a su vez, la memoria del pasado individual puede integrarse en una “memoria colectiva” (Dornier-Agbodjan 2004: 129-130); o dicho de otra manera, son los miembros de la familia los que usan una definición social de los hechos del pasado, que es la que les permite colocarse en el tiempo a ellos mismos. A través de las fotografías, la experiencia subjetiva de cada miembro de la familia se objetiviza como una propiedad común, y de hecho las fotografías constituyen una incontestable evidencia en el proceso de negociación sobre cómo se quiere ver el propio pasado (Hoppál 1989: 94). Un ejemplo literario de la recreación del pasado personal y de los recuerdos evocados a través de las fotografías de un álbum personal es el reciente libro de Paloma Díaz-Mas (2005).
En este sentido, es interesante ver el modo en que las fotografías juegan el papel de presentación de una historia familiar común, cuando son enseñadas a los nuevos miembros que pretenden pasar a formar parte del grupo familiar: novias y novios. Las fotos proporcionan una buena iniciación a la familia; cuentan su historia y dan una especie de curso genealógico condensado, además de mostrar la entrañable imagen infantil de la persona amada. El tener, por su parte, otra colección idéntica o similar de fotos propias sirve a la novia-novio a identificar el pasado de los otros en esta fase inicial de una relación que se pretende permanente. A su vez, para la pareja, el ver y comparar sus fotografías ayuda en el proceso de ajuste y conocimiento de los dos pasados individuales para formar una memoria conjunta (Boerdam y Oosterbaam 1980: 116).
Volvemos a encontrarnos otra vez, a través de este ejemplo, con que las fotografías domésticas son un instrumento en la construcción de la imagen del grupo familiar y que más que las fotos, ni siquiera fundamentalmente las imágenes que representan, lo que sirve para proporcionar información, son los relatos, explicaciones, negociaciones, etc., que aparecen entre sus distintos miembros al contemplarlas o tratar con ellas.
ÁLBUMES FAMILIARES
Hay muchas clases de fotos y de maneras de conservarlas en una familia –como veremos-, pero la mayor parte de los álbumes se empiezan cuando una pareja tiene su primer hijo y esto es así porque, como ha dicho P. Bourdieu: “fotografiar a los hijos es convertirse en el historiógrafo de su infancia y prepararles, como un legado, la imagen de lo que han sido” (Bourdieu 1979: 52; cf. Miguel y Pinto 2002: 39).
[insertar foto 4. Fotos del recién nacido]
El padre fotógrafo se sitúa a sí mismo como sujeto en la acción de reproducción social de la institución familiar, como transmisor de una herencia y como eslabón de una cadena aparentemente indefinida.
De hecho, en términos materiales, la fotografía puede permitir remontarse hacia atrás más que los testimonios orales. Preguntar a los abuelos por lo que sus propios abuelos les contaban cuando eran pequeños puede ser el límite máximo de la transmisión oral. Por lo que respecta a las fotos, y sólo en lo que se ha conservado (no hay que olvidar que la fotografía era un elemento de escaso valor patrimonial hasta hace poco), sabemos que la mayoría de las tomadas entre 1850 y 1880 fueron retratos. A su vez, los álbumes familiares más antiguos se remontan a fines del siglo XIX, sobre 1880, aunque pueden contener fotos anteriores, por ejemplo, en torno a 1850 -o sea más o menos la época del daguerrotipo-, lo que quiere decir que la historia de los álbumes de familia coincide con la propia historia de la fotografía. Igualmente, podemos encontrar álbumes conservados hoy por personas de edad muy avanzada que contengan imágenes pertenecientes a cinco generaciones anteriores a la nuestra, por lo que podrían remontarse a 1850 (Garrigues 1996: 29-30). Con independencia del valor “real” como documento histórico que pueda otorgarse a las fotografías (Maresca 1998; Burke 2001: 25-30), y que indudablemente los retratos de los álbumes familiares también tienen (Baldi 1996; Schwartz 1989: 121), la construcción de la memoria que se hace a través de éstos no debe confundirse con una mera reconstrucción histórico-cronológica de hechos objetivos. En realidad, su función, aun teniendo una profunda raíz memorialística, podría decirse que va más allá del carácter puramente documental. Las fotos, como fragmentos construidos de una realidad pasada, son sobre todo “motivo” o estímulo para la construcción y reconstrucción del pasado y la memoria de la familia, por parte de sus actuales miembros (Dornier-Agbodjan 2004: 124). Roland Barthes, un autor no excesivamente proclive a las descripciones de contingencias biográficas, situó al comienzo de una especie de autorretrato, que formaba parte de una conocida serie editorial, Roland Barthes par Roland Barthes, un pequeño álbum fotográfico familiar, en que las fotos aparecen con significativos comentarios del autor (Barthes 1975). Un ejemplo distinto, pero también significativo de esta función puede ser el que proporciona uno de nuestros más reconocidos historiadores contemporáneos vivos, Eric Hobsbawm, que cuenta cómo fue el recibir una fotografía infantil remitida por una persona con la que no había vuelto a tener contacto desde su muy lejana infancia, lo que le impulsó a escribir su autobiografía, que arranca precisamente comentando sus viejas fotografías “en el álbum familiar que termina conmigo, último vestigio de mis padres y demás parentela” (Hobsbawm 2003: 13). Pero en esta reconstrucción de la que hablamos, las reglas del trabajo histórico no tienen por qué ser las dirigentes. De hecho, tanto las fotos como las narrativas que las acompañan cuando se enseñan, cumplirían la función de creación de mitos o sagas épicas, además de con la reconstrucción de una realidad histórica contrastable (Walker y Moulton 1989: 168). Como ha dicho Musello (1980: 39): “En este sentido, cuando los miembros de una familia ven e interpretan sus fotografías, la referencia icónica incorpora la ‘totalidad’ de la experiencia”. Así pues, son más bien las normas de “representación” de la familia las que quedan explícitas en las conversaciones sobre sus fotos, incluyendo el importante asunto del reconocimiento emocional e identitario de uno mismo (Lesy 1980; Driessens 2003).
Cuando las fotografías familiares se valoran hasta el punto de ordenarse en álbumes y legarse en herencia (lo que no siempre tiene por qué ocurrir) es evidente que se les da una gran importancia. Entonces, las fotografías se han elevado a la función (enunciada por Bourdieu 1979: 50) de “fabricación casera de emblemas domésticos”. El aspecto ceremonial de la estereotipada y genealógica fotografía familiar es pues de la mayor importancia para los sujetos, como pone de manifiesto Bourdieu:
El álbum familiar expresa la verdad del recuerdo social. Nada se asemeja más a la búsqueda artística del tiempo perdido que esas representaciones comentadas de las fotografías de familia, ritos de integración por los que la familia obliga a pasar a sus nuevos miembros. Las imágenes del pasado, guardadas de acuerdo a un orden cronológico [...] evocan y transmiten el recuerdo de sucesos que merecen ser conservados porque el grupo ve un factor de unificación en los momentos de su unidad pasada o, lo que viene a ser lo mismo, porque toma de su pasado las confirmaciones de su unidad presente [...] tiene la nitidez casi coqueta de un monumento fúnebre fielmente frecuentado (Bourdieu 1979: 53).
QUÉ SE FOTOGRAFÍA EN LA FAMILIA
Si, como hemos visto hasta ahora, la fotografía tiene la función de representar una imagen cohesionada de la familia, según unos códigos no estéticos, sino morales y de valor social, podemos preguntarnos qué es lo que se fotografía o si todo vale. Es evidente que no todo vale (Baldi 1996: 150-153). Fundamentalmente se hacen dos clases de fotos. En primer lugar están las formales, rituales y arregladas, que retratan los ritos de paso individuales y otras ocasiones de presentación “formal” del grupo familiar; lo que se ha llamado “momentos fuertes” o situaciones oficiales. Estas primeras fotos se suelen compensar con un segundo tipo, las que podríamos considerar sus contrarias, que retratan los momentos íntimos, relajados de la “vida ordinaria”
[insertar foto 5. Foto de feria]
Pero veamos: tanto en un tipo como en otro, no “todo” puede fotografiarse. Igual que lo que importa en la representación de los momentos fuertes es proporcionar una visión ideal del grupo y su estructura, con las fotos informales se pretende recrear aparentemente una parte de la rutina diaria. Por ejemplo, en muchos álbumes habrá retratos del padre trabajando en su oficio o puesto de trabajo; en muchos menos se habrá fotografiado al padre viendo la televisión
[insertar foto 6. El cabeza de familia en el trabajo]
Otro ejemplo presente en casi todos los álbumes, es el clásico del bebé en el baño; no obstante, en ninguno aparece el cambio de pañales. La selección es en gran medida inconsciente y en general puede pensarse que se trata de reproducir una atmósfera equilibrada y feliz. En este sentido hay una serie de ocasiones que se resisten a ser fotografiadas: toda clase de dolor, miseria, disputas, enfermedad, muerte y sexo son sujetos que prácticamente nunca aparecen en el álbum familiar; estas fotografías se considerarían de mal gusto, impropias o incluso insultantes (Boerdam y Oosterbaan 1980: 102).
Un tema especialmente sensible para los historiadores y sociólogos de la imagen es el de la fotografía y su relación con la muerte, desde el clásico ensayo de Barthes dedicado al retrato infantil de su madre desaparecida (Barthes 1989: 122-131). Aunque la muerte forma parte hoy en día de los temas tabúes para el fotógrafo aficionado –de un modo paralelo a la importancia que cobra en cambio para el foto-periodista o el fotógrafo documentalista-, en el siglo XIX y parte de la primera mitad del XX sí se fotografiaba a los muertos, especialmente a los niños, en postura yacente o incluso en los brazos de su madre (Miguel y Pinto 2002: 34-35). Y esto era frecuente hasta el punto de que –como recogen Boerdam y Oosterbann (1980: 102)- en Austria los niños muertos eran llevados a los foto-estudios en tal cantidad que las autoridades debieron prohibirlo porque constituía un peligro para la salud pública. Un ejemplo relacionado es el de los casos –que curiosamente tienen en común el tratarse de poblaciones emigrantes- en que se ha hecho el encargo al fotógrafo de retratar no ya al niño muerto, sino al padre o pariente adulto en sus honras fúnebres, como medio de comunicar a los familiares y deudos ausentes el fallecimiento, dejando mediante la fotografía testimonio fehaciente e incontestable del hecho y sus consecuencias patrimoniales (reparto de herencia, etc.) (Hoppál 1989: 92-93; Baldi 1996: 150; ver fotos contemporáneas de Vieitez 1998: 97-105). En relación con estos usos documentados, ha llamado la atención de los historiadores las pocas fotografías de muertos que nos han llegado, sugiriendo que probablemente muchas de ellas fueron destruidas a medida que aumentaba la resistencia a la representación fotográfica de la muerte (Boerdam y Oosterbaan 1980: 102). No obstante, los antropólogos han señalado, siguiendo en gran parte a Roland Barthes, cómo la fotografía, y concretamente la de familia, forma parte del trabajo de duelo y asume la función normalizadora que la sociedad confía a los ritos funerarios: reavivar la memoria de los desaparecidos y la de su desaparición; “recordar que han estado vivos y que están muertos y enterrados” (Bourdieu 1979: 53). Ver una foto de una persona querida que ha muerto suscita esta experiencia y forma parte de la elaboración del duelo en un sentido muy directo: “constantemente, él está muerto, pero no está todavía muerto, puesto que me sonríe” (Garrigues 1996: 23). Del mismo modo, en una incipiente etnografía del uso de la fotografía, llama enseguida la atención la frecuente elaboración de una especie de “altares” domésticos, en la pared o sobre algún mueble de la sala (es decir, en la parte más pública de la casa), donde se han colocado las fotografías de los ancestros, los abuelos, los padres, el marido o esposa fallecidos, que pueden incluso estar acompañados de cruces, velas u otros objetos votivos, configurando una especie de altar de la historia familiar, que sirve como memorial cotidiano de los ausentes para el grupo de los vivos (Hoppál 1989: 94).
Si la muerte se ha ido incorporando en forma de recuerdo fotográfico de los difuntos, por lo que respecta al sexo parece haber una evolución en un sentido contrario. Las fotos sexuales han formado parte de una esfera tabú, y por lo tanto su aparición en los álbumes de familia, dedicados a la presentación pública, no podía tener sentido. Todavía en 1965 los laboratorios fotográficos holandeses devolvían las fotos de contenido sexual sin procesar; a medida que la sociedad se ha hecho más permisiva, este tipo de fotos no ha hecho más que aumentar, aunque sigan sin aparecer en los álbumes familiares (Boerdam y Oosterbaam 1980: 102). En cambio son clásicas en muchos de ellos las fotos de enamoramientos y “novios” más o menos oficiales, lo que nos indica una vez más el carácter de “representación” que tienen estos registros.
En general, una característica muy común en los álbumes de familia es la creación de una atmósfera de felicidad y alegría. Incluso cuando las familias han tenido serios problemas domésticos, éstos nunca son revelados en sus álbumes. Por ello, se puede decir que éstos raramente son relatos documentales fieles de la vida familiar, pues eventos muy importantes, tanto como guerras y muertes, pueden ser simplemente omitidos (Boerdam y Oosterbaan 1980: 102). Otro hecho que nos informa de nuevo sobre el uso de las fotos como tales objetos y que tiene que ver con la “censura” que las familias establecen permanentemente sobre su imagen y su pasado, es el de hacer “desaparecer” –muchas veces por el simple y directo método de recortar con una tijeras la parte con la imagen indeseada de la copia en papel conservada- a ciertas personas del registro gráfico de la familia. Normalmente, se trata de personas que aparecían en él por derecho, por ejemplo, como amigos o parejas sentimentales de algún miembro, pero que posteriormente perdieron ese vínculo y, debido a una conducta juzgada impropia, abandonaron su “sitio” en el recuerdo de la persona y su grupo familiar. Así, en España, debido a los prejuicios sobre la honra femenina, fue muy frecuente durante los tres primeros cuartos del siglo XX que las mujeres borraran de sus álbumes la imagen de otros novios y relaciones sentimentales anteriores al que luego fue marido, incluso con métodos drásticos como el recorte de la imagen de la persona en una foto de grupo
[insertar foto 7. Foto de un álbum recortada]
Lo anterior podría parecer un caso burdo de manipulación de las imágenes, sino fuera porque forma parte del propio concepto creativo de los álbumes familiares. En general, cuando se interpretan las fotos que en ellos aparecen, debe tenerse cuidado con su validación, dado ese carácter en gran medida “mítico” al que antes se hizo referencia. Las fotos pueden ser muy engañosas si no se conoce algo sobre su contexto, como mostraron magistralmente John Berger y Jean Mohr (Berger y Mohr 1997). Más cerca de nuestro terreno, en España, y en algunas de sus regiones especialmente, la emigración a América constituyó, desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, un auténtico modo de vida. Entre los medios de comunicación que estos “indianos” establecían con sus lugares de origen, uno de los privilegiados –junto a la correspondencia escrita y teniendo en cuenta el alto nivel de analfabetismo existente- fue la fotografía. En las colecciones que se conservan de estas fotos aparece una imagen estereotipada, que se ajusta al modelo del emigrante exitoso: fotos de estudio, poses desenvueltas, traje y zapatos burgueses, reloj con leontina, sombrero, etc. (Asturianos en América 2000). Por mucho que estos aditamentos fueran a veces prestados y el joven dependiente durmiera sobre el mostrador del colmado, el retrato que mandaba a su aldea le representaba ante sus paisanos como un potentado.
Los analistas que han trabajado con álbumes y materiales de esta clase, advierten sobre unas imágenes que nos trasladan a un mundo de apariencias (en todos los sentidos) y sobre la posibilidad de advertir “notas falsas” (parientes que hace años que están distanciados, pero que posan abrazados para una foto; gente que se retrata delante de un gran coche que no es de su propiedad, etc.) para cuya interpretación se requiere una gran competencia. Lo mismo puede advertirse al juzgar sobre los “campos ocultos”, que no se representan en el marco fotográfico, pero están en él indicados por los espacios que se muestran (por ejemplo, una puerta que designa una casa, situada en cierta calle, etc.) (Dornier-Adbodjan 2004: 128). En cualquier caso, el punto de vista que parece más adecuado para aproximarse, tanto al contenido como a las narrativas y discursos creados en torno a las colecciones de fotos domésticas, sería abordarlos como mundos subjetivos, con una historia implícita –al modo de un diario íntimo-, más que como un relato explícito de historia de acontecimientos (Walker y Moulton 1989: 169-170). Así pues, de la misma forma que hay una falta de correspondencia entre la imagen fotográfica y la “realidad”, también existe una distinción entre la “objetividad” de una historia familiar y las “historias” de familia, en que se convierten las narrativas acerca de sus álbumes y colecciones de fotos (Walker y Moulton 1989: 166-167).
POSES Y FOTÓGRAFOS
Otro asunto importante y que se extiende más allá de la fotografía doméstica es el tema de las poses y los fotógrafos. Incluso en los propios álbumes familiares, podemos observar un cambio muy importante en los tipos de poses y ademanes que se consideran apropiados en cada momento. Se ha dicho más arriba que el aspecto alegre e informal es en gran medida una característica de las fotografías familiares. Sin embargo, en las fotografías antiguas (que pueden recogerse en el mismo álbum) encontramos un uniforme aspecto de seriedad y dignidad en los retratados. Aparte de que la vista frontal y hierática se asocie en nuestra cultura visual occidental con la dignidad y el decoro, esta pose se acomodaba con las mismas circunstancias del retrato. El aspecto de solemnidad que conlleva el dejarse retratar por el fotógrafo, junto a la conciencia de que ese momento quedará eternizado de alguna manera (es decir, que podrá ser visto y expuesto fuera del control del retratado), implica un gesto de ligera crispación (más, como ha sido señalado, cuando se incluye el fogonazo del flash, Bourdieu 1979: 48), que a veces se intenta matizar mediante la sonrisa (Garrigues 1996: 19).
Sin embargo, el gesto no puede desligarse tampoco de las circunstancias en las que la fotografía se ha desarrollado. Por eso, cuando el hecho de retratarse era una verdadera ceremonia (Baldi 1996: 150) -que implicaba el vestido especial, la asistencia al estudio fotográfico, el adecuarse a una pose respetable en un escenario preparado, el permanecer inmóvil un tiempo relativamente largo, el fogonazo, el retoque, y tal vez la necesidad de tener que volver a repetir todo el proceso- la solemnidad del gesto y la pose envarada, como desde luego la ausencia de sonrisa, se consideraba el canon adecuado a esta situación hasta cierto punto lujosa y no acostumbrada. En este sentido la composición ante el fotógrafo seguía bastante el modelo de la pose ante el pintor de retratos.
Un cambio en las poses y también en las tomas del fotógrafo, se produce después de la Segunda Guerra Mundial con las fotos sacadas en la calle o en lugares turísticos, que retratan vistas centrales de grupos al aire libre, generalmente paseando, con una actitud más suelta, ademanes más naturales y gesto más sonriente. Este modelo es el que se populariza luego con la extensión de la máquina Kodak y el boom de la fotografía amateur (Boerdam y Oosterbaan 1980: 105-106). Al faltar un contexto fijo para el hecho de fotografiarse, la pose también se hace más variada, y sobre todo se busca perder la rigidez, por eso son comunes las fotos en que el grupo o la persona hace algo, lee, come, bebe, anda, aunque con la atención fijada y mirando a la cámara; estas fotografías proporcionan una imagen relajada y convivencial. Un paso más en esta búsqueda continua de la “pose” natural serían aquellas fotos en apariencia espontáneas, en las que la gente no mira a la cámara y parece inmersa en otra actividad (niños concentrados en su juego, por ejemplo) (Boerdam y Oosterbaan 1980: 112-113).
[insertar foto 8. Poses informales estereotipadas]
Cronológicamente, por tanto, puede apreciarse en los álbumes una especie de tendencia a la desritualización, que afecta tanto a las ocasiones de las fotografías como a las construcciones de imágenes que presentan (Hoppál 1989: 92). Así, en los años primeros -podríamos señalar que hasta la década de los 20 del siglo XX- cuando las ocasiones para retratar eran lo que se ha llamado “momentos fuertes” de la familia, y por tanto rituales, poco frecuentes, realizadas además por profesionales, las poses se adecuan a la ritualidad del momento, y, por tanto no necesariamente son naturales ni alegres. De hecho, todavía hoy observamos cómo ciertas fotos necesariamente se encargan a profesionales (por ejemplo, las de las bodas) y los estudios fotográficos siguen cumpliendo, aunque cada vez menos, esta función de representación podríamos decir “oficial”. A medida que la fotografía se va ocupando de la vida corriente, mediante la fotografía amateur, las poses buscan la naturalidad que combina mejor con esas situaciones y se busca sobre todo una composición que ponga en escena los nuevos valores de la vida familiar: alegría y felicidad, solidaridad y comunicación entre los miembros del grupo (Boerdam y Oosterbaan 1980: 115-117).
Este sujeto fotogénico, que necesariamente tiene que sonreír, está conformado en gran parte por los medios visuales, la publicidad y el cine, como el anterior respondía más bien al canon del retrato pictórico. Por tanto, hay que ser precavido con la idea de la naturalidad ante la fotografía, siendo consciente de que esa naturalidad está culturalmente construida; en realidad la significación de la pose que se adopta para la foto sólo puede ser realmente comprendida en relación con el sistema simbólico en el que se inscribe (Bourdieu 1979: 126-127). Por ejemplo, el pedir a personas que pertenecen a culturas rurales tradicionales que sonrían ante la cámara o que se muestren naturales les parece incomprensible a muchos retratados, para los que la presentación rígida de frente conlleva una apariencia honorable y digna. Otro ejemplo es la frecuencia con la que en las fotos en grupo, las personas aparecen apretadas unas a otras, a menudo abrazados y mirando todos al objetivo, de modo que toda la imagen indica lo que es su centro ausente (Bourdieu 1979: 127-28).
ETNOGRAFÍA DE LOS ÁLBUMES DE FAMILIA
A lo largo del texto me he referido constantemente a álbumes y, de hecho, la mayoría de las personas los tienen, pero también es muy frecuente que las fotos se atesoren distribuidas en cajas o cajones y que no se haya tenido la paciencia, el tiempo o la necesidad de formar un álbum. En cualquier caso, hay una diferencia en este sentido entre las fotos profesionales, que son únicas y se presentan aisladas, y las de los aficionados que forman colecciones o conjuntos para ser exhibidos, bien sea en rincones determinados de las casas, bien en forma de álbumes (Walker y Moulton 1989: 159). Hay muchas clases de álbumes y muchas formas de hacerlos, además de haber sido construidos con distintos intereses, para diversas audiencias y utilizando diferentes lógicas de organización y presentación. Así, Emmanuel Garrigues (1996: 36-37), teniendo en cuenta lo que contienen, pero sobre todo fijándose en distintos grados de formalización, de mayor a menor, establece diversos tipos: los álbumes de familia propiamente dichos, que incluyen sólo fotos del círculo familiar y algunos amigos muy cercanos, asimilados a parientes (como por ejemplo, los padrinos de boda y bautismo), y los álbumes de foto-recuerdos, sobre todo resultado de viajes, que recogen fotografías de amigos y compañeros, de relaciones amorosas más o menos estables, estancias en otros lugares, etc. Habría otro tipo de álbum mixto, más biográfico individual, que reúne fotos de amigos/as, también de la familia y momentos relevantes de la vida, pero con un carácter más informal. En el tercer lugar de formalización estarían los álbumes de viajes, más propios de jóvenes o gente que no se ha casado, que mezclan viajes y amigos. Puede haber también álbumes monográficos sobre una afición o un tema concreto.
Otra clasificación, que se atiene tanto a los contenidos como a las intenciones de los autores más comunes, es la que establecen Andrew Walker y Rosalind K. Moulton (1989: 172-175). En primer lugar estarían los álbumes de familia, que son los más abundantes, contándose por millones. En ellos la familia se concibe no sólo como la suma de sus miembros, sino sobre todo como un sistema de relaciones, actividades, rituales e, incluso, posesiones (mascotas, casa, vehículos, etc.). Estos álbumes producen una historia visual que documenta una sociedad en miniatura, que toma forma y es modelada con cada generación. Según los autores citados (Walker y Moulton 1989: 172), la mejor manera de identificarlos es la presencia multigeneracional de imágenes de bautizos, aunque en ellos siempre aparecen unos temas “clásicos”: las novias/os, matrimonios, nacimientos, bautizos, primeras comuniones, aniversarios, reuniones familiares, viajes, la playa, la escuela y los compañeros, el deporte (fútbol), la mili, la graduación, etc., en una repetición que recuerda el formulismo y la reiteración que caracterizan el comportamiento ritual.
Otro tipo es el álbum dedicado monográficamente a un acontecimiento, sea privado (boda, fiesta de cumpleaños) o público (ceremonia religiosa o política). Un tipo especial de evento que produce casi con seguridad un álbum es el viaje. De hecho, una de las más practicadas aplicaciones de la fotografía de aficionados es la foto de viaje (Freund 1993). El álbum de viaje (turístico) es seguramente el más estereotipado, dentro de un género ya de por sí tendente a lo convencional (Albers y James 1988; Walker y Moulton 1989: 177-180).
[insertar foto 9. Página de álbum dedicada a un viaje]
En él se encuentran, normalmente, dos tipos de fotos: la toma pintoresca, que reproduce las escenas más significativas de lo visitado (la Torre Eiffel en el viaje a París) y las fotos de the life-on-the road (hoteles y restaurantes, grupo de viajeros, etc.). Lo más frecuente es que se realicen con un sentido cronológico (aunque también pueden detenerse en temas específicos) y tengan una estructura en la que se comienza por la presentación del grupo de viajeros, la mayor parte de las fotos posteriores se destinan a mostrar escenas al aire libre y las vistas más pintorescas de los lugares visitados, muchas veces reproduciendo las mismas tomas de las postales o fotos profesionales, y se termina más brevemente con la “vuelta a casa”. De la misma forma que la mayoría de las fotos de aficionados enfocan los monumentos o paisajes emblemáticos como destino turístico de una forma repetitiva (Dornier-Adbodjan 2004: 129), tal vez obedeciendo a un canon en la consideración de lo que debe verse y retratarse, las explicaciones sobre las mismas se ajustan a fórmulas reiterativas del tipo: “en esta estoy delante de la catedral” o “aquí, yo en el Gran Cañón”.
Similar al de viajes es el álbum autobiográfico que, obviamente, no sólo contiene fotos de la persona a que está dedicado, sino de gente, sitios y cosas importantes para ella y su vida (Walker y Moulton 1989: 173). Como en los otros tipos, las fotos que contiene, que a primera vista parecen inconexas, cobran su sentido por la interrelación interna que hay entre ellas y con el contexto biográfico. Dentro de esta clasificación más puramente temática, otro tipo de álbumes son los dedicados a los hobbys, que surgen de una afición, fascinación o vocación por algún objeto, lugar, etc. Como han señalado Walker y Moulton (1989: 174-175), a diferencia del resto, estas colecciones suelen ser únicas, aunque son frecuentes y están muy relacionadas con la historia de la fotografía como actividad muy ligada a los hobbys, y en su estructuración destaca la distancia que suele haber entre la pasión que despiertan en quien los ha hecho y la indiferencia con que son vistos por el resto.
Por otro lado, algunos autores (Garrigues 1996: 27) han establecido una cierta tipología con criterio sociológico, relacionando familia y álbumes, de manera que cuanto más antiguas, constituidas, notables e integradas son aquéllas, tanto más ricas son también en álbumes, que transmiten como capital simbólico, formando parte del capital cultural. Este capital fotográfico seguiría la línea del capital general, pudiendo subir o bajar en la escala social y estando sometido a particiones y herencias; de manera que las segmentaciones de los álbumes de familia serían simbólicamente tan delicadas como las de los otros bienes patrimoniales. Se establece, según esto, una ligazón entre la historia de la familia, su posición social y su riqueza en fotos y álbumes, por un lado (diacrónico), y, por otro, se produce una ligazón entre grado de integración social y constitución de álbumes de familia (lado sincrónico).
En realidad, hablamos de álbum para focalizar, cuando la vida del objeto fotográfico doméstico puede revestir muchas más formas. Hemos visto que dentro de los álbumes hay muy diferentes tipos, por no hablar de otros formatos hoy permitidos por la tecnología como el vídeo, o la digitalización. Sin embargo, y al menos hasta ahora, un hecho bastante general es que sea la madre la guardadora de las fotos (estuvieran en álbum o en cajas). De la misma manera que con frecuencia el fotógrafo era el padre, la madre era la encargada no sólo de conservar, sino de contar las fotos; es decir de signarlas, de informarlas por escrito u oralmente, formalizando el recuerdo en álbumes o en galerías domésticas de retratos que, como se mencionó más arriba, sitúan las fotos de la familia en diversos sitios de la casa, según su rango y su ocasión: por ejemplo, era muy frecuente ver la foto de matrimonio colocada sobre la cómoda del dormitorio, mientras que las de los hijos aparecen casi siempre en la sala de estar. Las de los antepasados, aparecen siempre en lugar preferente, igual que las de los éxitos escolares de hijos o nietos suelen estar en aparadores y cercanas a los sitios de “cultura” (librerías y muebles de televisión). Los álbumes propiamente dichos se homologan con facilidad a libros y así aparecen en las estanterías de bibliotecas, aunque también guardados en cajones, porque la ocasión de sacarlos y verlos no es tan frecuente como para tenerlos más a mano (Garrigues 1996: 33-34).
Es muy común que los álbumes de una familia se guarden en la casa familiar (si es de origen rural convertida en casa de vacaciones), que se procure no dividirlos hasta la muerte de los padres y que su visión y comentario se haga con ocasión de reuniones familiares, por ejemplo en las fiestas familiares, Navidad, aniversarios (normalmente en los momentos de sobremesa); también en vacaciones o con motivo de visitas de amigos muy íntimos, o en momentos de rememoración de la filiación o de transmisión de la memoria familiar, a los niños pequeños, por ejemplo.
LOS ÁLBUMES COMO UNA FORMA DE ARTE POPULAR
De lo expuesto hasta ahora resulta claro que los álbumes no deben confundirse ni ser considerados como una mera acumulación o colección de imágenes. Muy al contrario, son la plasmación más fehaciente de que la fotografía necesita de un contexto discursivo; es decir, necesita ser abordada su significación para cada ocasión y sujeto a quien se muestre la imagen fija. Así pues, como tales objetos construidos, los álbumes no son en sí mismos casi nada, son sobre todo narrativas que deben ser comunicadas con su autor o propietario; deben ser explicados y enseñados en un acto performancial que agruparía y daría sentido total a cada una de las performances que de por sí constituyen todas y cada una de sus fotos. La complejidad de las relaciones entre los “signos” fotográficos y los signos lingüísticos fue ya analizada por Roland Barthes (1989) en su ensayo fundamental sobre la representación fotográfica, en el que no debe olvidarse que el tema de la familia es básico como motivación. Partiendo de este inicio, muchos otros investigadores han tratado de la importancia que tiene la compleja relación existente entre fotografías y relatos para la autorepresentación del individuo y sus más básicas relaciones familiares (Hirsch 1997: 1-16)
[insertar foto 10. Página de álbum personal]
Teniendo estos elementos en cuenta y, aunque –como hemos visto más arriba- pueden ser muy distintos en función de sus contenidos y las necesidades diversas que querían satisfacer, podemos encontrar unas características generales en todos los álbumes de familia. Son privados, no se exponen continuamente, requieren una audiencia y están hechos con algún tipo de destinatario en mente (el hijo, los descendientes....). Pueden ser vistos por pocas personas a la vez; el dueño o quien lo ha montado es quien lo enseña, y para que lo haga tiene que existir cierta cercanía o intimidad. Finalmente, cada álbum está construido sobre la base de algunas narrativas implícitas (Walker y Moulton 1989: 160-169). El punto central de estos rasgos es la relación entre imagen y narración -y ambos componentes necesarios (Dornier-Agbodjan 2004: 124). En función de ellos, pueden señalarse varias diferencias esenciales entre las fotos en sí, como imágenes exentas, y los álbumes como discursos construidos con imágenes en vez de palabras, pero que necesitan el concurso de la comunicación para ser descifrados. Así, las fotos son, inevitablemente, imágenes aisladas y únicas, mientras que su observación en el contexto de un álbum da lugar a conversaciones con discursos continuos. Aunque como piezas exentas todas las fotos son iguales, en su visualización el tiempo y la atención que se dedica a unas y otras es muy variable y diferente; de igual manera, mientras que las imágenes son fijas, las narrativas y conversaciones a que dan lugar son, de por sí, espontáneas y, por tanto, cambiantes.
Estas características son las que han llevado a algunos especialistas, aunque no con el acuerdo de todos (cf. Walker y Moulton 1989: 169 y Baldi 1996: 155), a considerar los álbumes como una forma relativamente compleja de arte popular –en un sentido muy distinto al que vimos antes emplear a Pierre Bourdieu. En suma, y como tal, este tipo de recopilación fotográfica puede ser visto, además de cómo una fuente de datos históricos y sociales, como una expresión artística, con sus propias características y normas interpretativas; como una forma de cultura visual, común y cotidiana, gracias a cuyas claves puede resultar incluso más sencillo para un observador la interpretación de todo un álbum que la de una foto aislada. Al hacer un álbum lo que se pretende es construir desde un punto subjetivo una imagen coherente y estructurada de un tipo de realidad, como es la vida familiar, de gran complejidad. No es suficiente una foto, como no lo es una frase, para representar esta complejidad. Es necesario recurrir a varias imágenes y organizarlas en rangos y temas, que provoquen en torno suyo la organización del discurso correspondiente.
En este sentido, las fotos de aficionados son algo más que ese “arte bárbaro” del que hablaba Bourdieu. Frente a las de los fotógrafos profesionales, hechas con explícito objetivo documental, las fotografías de aficionados deben, pues, ser valoradas en un rango superior, ya que no parten de una visión escogida y parcial, de una consideración artística y cultural elitista, sino que abarcan todas las situaciones juzgadas significativas por la misma gente ordinaria o común que aparece retratada, en sus actividades cotidiana o rituales, en los álbumes. Como escribieron como cierre de un trabajo clásico Andrew L. Walker y Rosalind K. Moulton:
Hence it is in their albums that ordinary people capture the complex memories, express the deep feelings, and bind together the fragmented experiences of modern private life into more or less coherent visual statements. What is surprising is not that ordinary people can be so expressive, but rather that their work would be so long ignored by scholars (Walker y Kimball 1989: 182). [traducir]
BIBLIOGRAFÍA CITADA
ALBERS, P. C. y W. E. JAMES. 1988. “Travel photography. A methodological approach”. Annals of Tourism Research 15 (1): 134-158.
Asturianos en América (1840-1940). Fotografía y emigración. 2000. Xixon: Muséu del Pueblu d’Asturies.
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