Martínez Bachrich, Roberto
Obras publicadas
- Desencuentros (Gobierno de Carabobo, 1998). Cuentos.
- Vulgar (Universidad de Carabobo, 2000). Cuentos.
- Las noches de cobalto (Funsagú, Maracay, 2002). Poesía.
Roberto Martínez Bachrich (Valencia, 1977). Master en Técnicas de la Narración por la Scuola Holden, Turín, Italia (2005); y Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela (2002), en la que actualmente cursa la Maestría en Estudios Literarios. Se desempeña como profesor becario del Departamento de Literatura Latinoamericana y Venezolana de la Escuela de Letras de esa misma universidad. Ha realizado talleres de narrativa con Laura Antillano y Carlos Noguera, y de poesía con Reynaldo Pérez Só y María Antonieta Flores. Textos suyos han aparecido en las antologías De la urbe para el orbe (Alfadil, 2006) y Tatuajes de ciudad (Sacven, 2007) y en diarios o revistas como El Universal, El Nacional, Primicia, El Carabobeño, La Tuna de Oro y Revista Nacional de Cultura. Premios: Cuento UC, 1996. Poesía “Vox Novula” UCAB, 1999. Cuento Breve UCV, 1999. Cuento C.A. Metro de Caracas, 2000. Cuento Bienal de Literatura “Simón Rodríguez”, CUAM, 2001. Menciones honoríficas en la Bienal José Antonio Ramos Sucre 2006 y en el Concurso Anual de Cuentos de El Nacional 2007. En el año 2010, su biografía de Antonia Palacios, Tiempo hendido, resultó ganadora del Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana.
Leo, luego existo
Son muchos y de muy variados estilos y disciplinas escriturales los autores que han insistido en el asunto: es el lector el que hace al escritor. Es probable que la verdadera gestación de un autor dependa, en muchos casos, de las lecturas que va haciendo en su vida. Quizá –con tiempo y ocio suficientes– se podría elaborar una teoría al respecto. Por lo pronto valga tomar como un hecho más o menos verídico que ciertos libros caen en momentos muy específicos en las manos de un lector, marcándolo, impresionándolo, ejerciendo sobre él algo así como un secreto afán de agradecer tal lectura. Y uno de los caminos posibles es la escritura.
No sé a qué edad exactamente aprendí a leer, pero en algún momento de la niñez tomé mucho interés en una colección de libros de cuentos ilustrados nórdicos, chinos, húngaros, que habían sido, también, las primeras lecturas de mi madre. Acá vienen las sombras de la memoria y no permiten marcar una bitácora clara de lecturas en el paso de la infancia a la adolescencia. Lo cierto es que recuerdo algunos clásicos que cayeron en mis manos y dejaron huellas rotundas: La Odisea (Homero), Moby Dick (Melville), La metamorfosis (Kafka), Madame Bovary (Flaubert), Memorias del subsuelo (Dostoyevski) y La caída (Camus). Luego se suceden, con azarosa incoherencia, múltiples lecturas. Y llego a un punto en que no puedo distinguir el orden o los verdaderos efectos de ciertos textos leídos con pasión, mascullados y repetidos con vehemencia o apenas digeridos.
Ya pasando a libros que han sido descubrimientos de inusitada importancia en mi manera de leer y escribir no puedo dejar de señalar los relatos de Julio Cortázar (Todos los fuegos el fuego), Julio Ramón Ribeyro (Sólo para fumadores) y Patricia Highsmith (Once), las primeras novelas de Mario Vargas Llosa (especialmente Conversación en La Catedral), los poemas de Antonia Palacios (Textos del desalojo) y los de Hanni Ossott (El reino donde la noche se abre). Y, claro, un hermosísimo ensayo de Joseph Conrad: El espejo del mar.
No sabría precisar con justicia cómo influyeron en mi formación las historias, imágenes, personajes y emociones en esos libros contenidas. Supongo que no puede uno exigirle respuestas conscientes a un asunto que sólo le atañe a los sótanos siempre oscuros del alma y los afectos. Pero queda una deuda pendiente con cada una de esas lecturas y quizá la escritura pretenda –vanamente, se sabe– subsanarlas.
Entre los libros recientes que me han impresionado vivamente podría nombrar 2666 de Roberto Bolaño y Loco afán de Pedro Lemebel. El primero por la monstruosidad de esa empresa narrativa que, a mi juicio, está muy bien llevada hasta el final. El segundo por la capacidad de inventar, reproducir o transcribir una voz –un estilo oral– peculiar, divertida y sabrosa como pocas.
* * *
Sifilíticos e integrados
(Mención especial en el 62 Concurso de Cuentos de El Nacional 2007)
Por Roberto Martínez Bachrich
a Lorena Lozada ReyesNo hay nada más locuaz que las víctimas, pero no tanto por sus
palabras como por el significado de sus llagas o sus cicatrices
Jorge Volpi
Nunca fue tan perfecta una derrota. Quizá era de esperarse que semejante ola de desgracias nos aplastara, porque siempre hemos sido un par de idiotas. Y claro, con ese andar así tan desprevenido, con esa manera de estar en la vida: siempre pegados a las paredes, siempre arrastrándonos por el suelo. Nosotros y nuestros principios, nuestra fidelidad, nuestra fe en el amor, nuestra deliberada manía de destruirnos la vida sin haber aprendido nada. Vaya par de imbéciles.
Mayra me llamó el jueves en la tarde, a ver cómo seguía. Ya sabía lo de Eugenia –todo había empezado un mes antes– y mi endemoniada depresión: muerte andante. Ese rito feroz del sol negro, siempre devorando el cuerpo, las entrañas, tachando cualquier posible horizonte.
Mayra y yo somos los mejores amigos de la vida. Hace años que las cosas son así. Claro, dos perfectos idiotas que se encuentran en la infancia y ya nunca más se separan. Nos vemos, desde que tengo uso de razón, semanalmente. Y hablamos casi a diario. Si alguno de los dos anda de cabeza en cierto asunto que le robe el tiempo, la paciencia, la entereza y el ocio posible, pues no pasan más de 15 días y ya estamos en contacto otra vez. Pero claro, Eugenia me había mandado a la mierda y Mayra se ocupó de mí mientras pudo. Luego yo me perdí. Estuve haciendo el rutinario recorrido de quien tiene el pecho reventado: desde el extremo Este hasta el extremo Oeste de la ciudad, beberse todo el alcohol, fumarse todo lo que haga llama, meterse todas las drogas. Destruir el hígado, llenar de sombra los pulmones, aniquilar un montón de neuronas y ver así si este maldito, tarado, brutísimo corazón aprende algo de la vida y de la muerte.
Pero el hecho es que Mayra me llamó, a ver cómo seguía. Y a hacerme saber que Julián también la había mandado a la mierda, que se había ido con otra. Y que la había contagiado de un asqueroso herpes genital que, claro, a él no le hacía gran daño –una de las ventajas masculinas–, pero que a ella la había tumbado y la había hecho sentirse al borde de la muerte. Si a esto se le suman los embates de la depresión correspondiente, habrá que decir que el herpes la llevó no sólo al borde de la muerte, sino que le dio un tour por todos y cada uno de los rincones de su afilada y espantosa geografía.
Pero fue el herpes de Mayra el que me hizo caer en cuenta de que algo no andaba bien con mis genitales. Una picazón expansiva me había atacado desde hacía días, pero yo no le había prestado mucha atención en medio de la borrachera eterna a la que las circunstancias me impulsaron. Sí, debo admitir que Mayra siempre fue bastante más aprendida que yo en estos asuntos. Estaba prevenida constantemente de tales cosas y a la más mínima señal corría al consultorio de su ginecólogo. A veces me parecía que ella era un tanto hipocondríaca, pero en realidad era sólo una tipa con la cabeza bien puesta. Para algunas cosas, al menos. O digamos que con la cabeza bien puesta y el corazón choreto.
Decidí tomarme un descanso alcohólico y regresar a mis deberes. Había estado rindiendo muy mal en el trabajo –la amenaza de despido se agitaba como una oscura bandera en la boca de mi jefa– y me había ausentado religiosamente de cuanta clase tuviera en la universidad. Así que volví a lo mío. A la aburrida y monocorde sinfonía laboral y a ponerme al día con la vacuidad de la literatura. Y claro, a observarme en detalle.
En la emisora tuve que dedicarme seriamente a los guiones de unos programas especiales sobre Pablo Milanés y Mercedes Sosa. Debían salir al aire a mediados de semana y mi trabajo era urgente porque había que grabarlos en un par de días. Sin embargo, y para mi propia sorpresa, no me tomó demasiado tiempo la hazaña.
En la universidad no me había atrasado tanto. Sólo estaba en deuda con el profesor de Literatura Venezolana, a quien le tenía que entregar un trabajo sobre cualquier escritor del grupo La Alborada. Elegí a Salustio, porque era evidentemente un profundo equivocado en la vida, como yo. Su obra, esa extraña maravilla, había sido ignorada casi sistemáticamente por la crítica. Me dediqué a un poemario suyo cuyas articulaciones estaban enraizadas en la sífilis. Y creo que a partir de allí empezaron a salir de la sombra –erróneamente, sólo luego lo sabría– mis incómodas sospechas. En la observación de mis genitales lo primero que noté fueron unas pequeñas manchas blancas. Luego vinieron un par de llagas y más adelante unas pequeñísimas verrugas oscuras, todo aderezado con una voraz picazón que me hacía ir constantemente a los baños de la emisora y de la Escuela a rascarme. Me rascaba como si estuviera buscando un mundo feliz detrás de mi piel. Sólo cuando estaba a punto de arrancármela, y las sombras rojas se hacían una masa uniformemente siniestra, me detenía. Y así pasaban los días, entre mis uñas abalanzándose furibundas sobre mi piel, los Trece sonetos con estrambote a Sigma de Salustio y el tedio infinito del trabajo, que no me permitía en medio de la erecta rigidez de sus horarios una mínima visita al venerólogo.
El sábado en la noche fui a casa de Mayra, quien me había pedido ayuda con los ojos reventados en llanto –¡Julián, Julián!–, para hacer una instalación que guardara el concepto y las ideas centrales de Umberto Eco en sus Apocalípticos e integrados. –¡Es que a mis profesores se les ocurren unas cosas! –decía Mayra entre moqueada y moqueada.
Mientras estaba junto a ella frente a su mesa de trabajo, mientras nos embutíamos la tercera botella de vino y yo intercalaba mis ideas respecto a su obra con uno que otro insulto a Julián –a quien conocía perfectamente por el raquetball– comencé a rascarme (ya era un acto inconsciente) con la ferocidad de costumbre. La picazón se había extendido y ya abarcaba toda la parte baja de mi costado, el vientre y la parte superior de mis piernas. Me levanté un poco la camisa y mientras mis uñas desataban su furia sobre mi barriga se desprendió, repentinamente, un mínimo pedazo de piel. Lo tomé entre mis dedos y lo observé. Entonces tuve la impresión de que la piel danzaba entre mis manos. Puse el trozo de la dermis a contraluz y la revelación se estrelló contra mis ojos como un pelotazo de raquet cuando no se tienen los lentes protectores. Efectivamente, algo allí se movía. Acerqué la cosa viva a mi vista y un helado cuchillo comenzó a recorrerme desde la punta de los pies hasta el sitio que debía ocupar mi aureola de San Idiota. Era un animal, una especie de mínima medusa que agitaba sus tentáculos desesperada al haber sido extraída de su hábitat. Horrorizado, llamé la atención de Mayra. Ella se acercó, se enjugó las últimas lágrimas, puso cara de bióloga a punto de encontrar la vacuna contra el cáncer y comenzó a gritar de felicidad: –¡Es una ladilla, un cangrejo, un piojo púbico!
Tiré el animal al piso y corrí al baño. Me quité la ropa y hundí mi cabeza sobre mi estómago, la giré hacia mis costados, la derramé entre mis piernas. Las pequeñas manchas y cada una de las mínimas verrugas eran esos malditos animales. Los había catires, rojizos y morenos. El asco comenzó a fustigarme, una espesa náusea me recorría de punta a punta, la grima me engullía, el horror me cercaba. Empecé a rascarme con desafuero, a halarme los vellos de toda la zona afectada, a echarme agua compulsivamente, a arrancarme los malditos animales del cuerpo. Ahora lo entendía todo. Y entender era caer en el más franco de los horrores.
Me vestí y salí del baño tan aterrorizado y arrecho como toro lacerado en pleno mediodía de la corrida. Le grité a Mayra y le exigí una explicación de su alegría. Ella se atragantó en una gruesa carcajada y sólo cuando yo abría la puerta para irme, corrió, me tomó por un brazo y me aseguró que eso se quitaba así de fácil, y chasqueó los dedos.
Eso se quitaba así de fácil. Con chasquido y todo. La frase me parecía totalmente descolgada de la realidad. Mayra comenzó una perorata sobre las formas de contagio de los piojos púbicos, sobre lo sencillo del tratamiento, sobre la multiplicación de los huevos, la reproducción de las bestias, sus formas de andar por los vellos y qué sé yo cuántas cosas más. Mayra, creo no haberlo dicho, era lectora rigurosa de Muy interesante.
Pero a mí todo me sonaba el triple de lo espantoso que era. Se contagiaban por dormir en la intemperie o en moteles cuyas sábanas estaban contaminadas, por usar toallas o ropa interior con huevos, o por tener contacto sexual con una persona invadida, ya que los piojos se desplazaban de un cuerpo al otro deslizándose por las vellosidades. Para tratarlos había que comprar alguna loción que matara a los ya creciditos, pero había también que afeitarse todo el cuerpo, del cuello hacia abajo, para que no fuera a quedar algún huevo prendido a un vello, provocando el renacimiento de la comarca entera.
Sabía perfectamente que yo no había dormido en ninguna parte que no fuera mi casa o la de Eugenia desde hacía más de tres años. Ergo: la hija de puta esa me los había pegado, porque ella seguro los había adquirido de su nuevo amante como la primera flor del enfebrecido amor. Eso me hacía olvidarme por un momento de las muérganas ladillas, cuyos movimientos de patinadoras de hielo los sentía ahora con acabada precisión por todo mi cuerpo. Me obligaba a pensar en el odio titánico que sentía por Eugenia, por su amor de anime y mentiras, por el ensangrentado puñal de su abandono, por la herida atroz de su traición, por mi largo y hondo amor nunca más correspondido.
Salimos a buscar una farmacia de turno y fue absolutamente imposible hallar alguna. Los farmaceutas del Este estarían repatingados en las playas de Margarita, Mochima, Morrocoy o Choroní. Le pedí a Mayra que me dejara en mi casa. Una vez allí me desnudé y, con una lupa en la mano derecha y una tijera desinfectada con alcohol en la izquierda, comencé a arrancarme cuánto animal se me atravesara entre la piel y la mirada. Los malditos piojos se insertaban en la epidermis y se hundían levemente en ella, cuando por fin atracaban en la dermis se aquietaban, haciendo guarida. Había que abrir con el borde de la tijera y halar hacia arriba, deslizarlos a lo largo de todo el vello que habían elegido como torre de operaciones y echarlos luego en un pote para incendiarlos después, infames pecadores, maléficos inquisidores. En eso se me fue la noche. Como a las cuatro de la madrugada desistí de tan absurda empresa. Me faltaban centenares de manchas por explorar. Me eché a la cama, agotado. Y me dormí al son de las caricias y carreras de los pequeños monstruos en mi piel.
A la mañana siguiente me despertó Mayra con un telefonazo. Que me vistiera rápido, que me iba a pasar buscando para continuar con la cacería de farmacias. Me lavé la cara y me di un baño violento para lavarme la sangre ya seca que me había dejado la guerra nocturna. Luego busqué en Internet información sobre mis enemigos y encontré el nombre de la sustancia mágica que los aniquilaría: lindano. Mayra tocó el intercomunicador y bajé raudo como suicida en azotea hasta su carro. Repetimos el recorrido de la noche anterior en vano. Luego nos dirigimos hacia el Centro de la ciudad y por fin allí encontramos una farmacia abierta. Me bajé del carro y le pregunté a una mujer delgada, ojerosa y trasnochada si tenía algún medicamento con lindano. Me miró como si le exigiera un recital de poesía turca.
–¿Para qué sirve eso?
–Para los piojos púbicos.
La mujer comenzó a mirarme el cierre del pantalón y se quedo así durante unos segundos, como esperando captar el movimiento de los bastardos bajo el jean. Un golpe de tos por mi parte me devolvió su mirada, de ojo a ojo, de ojera a ojera.
–No sabría decirle –gruñó–. Tendría que preguntarle a su médico el nombre exacto del remedio.
Me monté de nuevo en el carro y seguimos el recorrido. Pasamos al lado del edificio donde vivía Julián y a Mayra se le aguaron los ojos. Yo encendí el reproductor. En la emisora universitaria, Soledad Bravo aullaba segura y convencida que no puedo ser feliz, no te puedo olvidar. Apagué el aparato. Cruzamos la calle del edificio en el que vivía mi tía Gertrudis y en la esquina apareció otra farmacia abierta. Me bajé. Entré. Un hombre moreno arreglaba los frascos de vitamina C. Una mujer despeinada bostezaba tras el mostrador. Le pregunté si tenía algo con lindano. Arrugó la cara como un bulldog y se acercó a la computadora. Copió el nombre, pulsó un par de teclas y me miró:
–Nada. ¿Cómo para qué sirve eso? –arrojó con voz de narcoléptica a punto de caer rendida.
–Es contra los piojos púbicos.
El moreno dejó a un lado las vitaminas y se acercó a mirarme. La mujer había posado sus ojos en la entrepierna de mi blue jean (manía femenina, ésta, de lo más desagradable para un hombre en mi situación) y parecía ahora bastante alejada de su anterior somnolencia.
–¿Tendrá algo? –le espeté.
–Déjeme preguntarle a la doctora... –dijo mientras parecía temblar.
Se dio la vuelta y se acercó a un pasillo trasero mientras una ancianita calva entraba a la tienda.
–¡Doctoraaaaaaaaaa! ¿Tenemos algo para los piojos públicos?
El hombre de la vitamina C irrumpió en una sonora carcajada.
–Púbicos, quise decir –corrigió ella.
La doctora recomendó un medicamento con nombre de culebra y la mujer lo trajo segundos después.
–Esto sirve –aseguró.
–Si te cura los piojos públicos también te cura los púbicos, chamo –le hizo coro el moreno. La anciana calva presenciaba con asco toda la escena.
Pagué y cuando me disponía a salir la viejecita me interpeló:
–Oye, ¿tú no eres familia de..., de...., vive aquí mismo, cómo es que se llama?
Comencé a sudar frío y la cara horrorizada de mi tía se dibujó ante mí nitidísima. Seguramente la calva aquella era amiga de Gertrudis y tomaban juntas el té todas las tardes mientras jugaban bridge. No cabía duda: mi tía le había mostrado fotos de la familia y de allí me conocía.
–Del cantante éste de moda, ¿cómo es que se llama?
Negué con la cabeza agradeciendo la equivocación. Luego salí disparado mientras el vendedor me deseaba suerte en el genocidio.
Cuando me monté en el carro, Mayra lloraba amargamente. Había encendido la radio de nuevo –la emisora universitaria– y Silvio Rodríguez chillaba que ojalá por lo menos que me lleve la muerte, para no verte tanto, para no verte siempre, en todos los segundos, en todas las visiones. Apagué el aparato y decidí que no escucharíamos nunca más la emisora universitaria. Los cantautores de trova y protesta eran, en el fondo, una sarta de infelices despechados.
Invité a Mayra a desayunar. Ella se limpió las lágrimas con la franela y estacionó el carro en una arepera cercana.
–Aquí cenaba con Julián cuando volvíamos de la playa –susurró con la última moqueada. Nos bajamos y entramos al local. Tomamos la mesa de la esquina y a juzgar por el gentío calculamos que sería el único lugar de comida abierto en la ciudad. Yo pedí una Reina Pepeada y Mayra una de guayanés. Algo, aparte de los piojos púbicos corriendo por mi cuerpo, me causaba una extraña incomodidad. Una presencia en el lugar. Mayra me preguntó que por qué tenía esa cara de estreñido y le dije que no me sentía muy bien. Me dijo que de bolas que no, que ella tampoco. Y entonces encontré el factor apestoso que me causaba la tumoración del alma. Unas nueve mesas hacia la izquierda estaban Eugenia y su nuevo amante, amapuchaditos, airosos, felices. Sentí que una flor carnívora se abría en mi estómago y comenzaba a devorarlo todo desde adentro. El mesonero colocó las arepas y los jugos sobre la mesa. Comencé a quedarme sin aire. Mayra me miró preocupada y le señalé la mesa de Eugenia.
–Coño –dijo–. ¿Quieres que nos vayamos a otro sitio?
Eugenia volteó en ese momento y me vio. Alzó la mano en un saludo amistoso y siguió conversando con su nuevo galán. Seguía con su mirada constante, su palabra precisa y su sonrisa perfecta, que yo hubiera querido se le acabaran, escoñetado y pálido como estaba, sin respirar casi.
Mayra interrumpió mis silenciosos quejidos sorprendida.
–¿Ese carajo es el nuevo novio de Eugenia? Pero si yo lo conozco. Es Marcelo. Estudiamos juntos. Siempre ha intentado salir conmigo, pero nunca le he parado bolas.
Le pedí a Mayra que nos fuéramos. El mesonero nos puso las arepas para llevar y Mayra se bebió su jugo de un trago. Agarramos la autopista y llegamos a mi casa. Le di ochocientas gracias a Mayra por todo y subí. Eché la arepa a la basura, me fui al baño y me desnudé. Recorrí mi rostro apagado, mi mirada caída, la persistencia indeleble de mi amor por Eugenia soldada a mis facciones. Decidí dejarme de autotorturas y puse un disco de Celia Cruz a todo volumen. Comencé a aplicarme el tratamiento. La loción era algo pastosa, pero a fuerza de frotarla terminaba corriendo bien por toda la piel. Seguí las instrucciones al pie de la letra y en cuestión de minutos mi cuerpo estaba empapado de la crema blanquecina. El contacto de ésta con las áreas más irritadas provocaba una especie de fuego supremo, un ardor incontenible en toda la piel, una aproximación prometeica al mundo. Celia Cruz juraba que la vida era un carnaval. Me costaba creerle. Acaso un carnaval de máscaras rotas y trajes raídos. Apagué el equipo.
Decidí ponerme al día con mi trabajo sobre Salustio. Ahora que sabía que no tenía sífilis, me era más fácil aproximarme a los sonetos con estrambote. Mayra también había pensado, en principio, que su herpes era sífilis. Desde segundo año de bachillerato, cuando hicimos una exposición juntos sobre la sífilis –en aquella ridícula materia llamada “Educación para la salud”–, se nos antojaba que cualquier posible ensañamiento genital contra el bienestar corporal propio podía devenir en sífilis. Y eso nos aterrorizaba. Nuestra exposición, unos doce años atrás, había sido de lo más escabrosa y alarmista. Busqué en una vieja enciclopedia médica de mi padre la historia de la sífilis, sus síntomas y tratamientos. Y luego devoré por tercera vez los sonetos de Salustio. “Eres un fuego fatuo muy sucio y mortecino”, le escupía el poeta a la enfermedad, mientras yo sentía el fuego fatuo de la loción apuñalando mi cuerpo. “Soy as de la sífilis y soy su asesino”, se envanecía el arsénico en una oda salustiana, mientras yo sentía que los piojos púbicos comenzaban a huir despavoridos ante el ataque del Crotamitón, que no arsénico ni lindano.
En un par de horas tenía listo el trabajo. Cerré el libro de Salustio, apagué la computadora y me dediqué a retirar a los animalitos drogados y muertos que colgaban de mis vellos. La plaga parecía tocar a su fin. Entonces me puse a pensar en Mayra y en Julián, en Eugenia y en Marcelo; y una satánica idea invadió mi estrujado corazón; mi aún despierto, aunque aletargado, cerebro.
Llamé a Mayra inmediatamente y le conté mi plan.
–Eres un desgraciado –me dijo mientras prorrumpía nuevamente en un acceso de llanto. Luego me tiró el teléfono.
Sí, era posible que yo me estuviera convirtiendo en un desgraciado, pero las circunstancias me habían impulsado a ello. Más que probado estaba que mientras no lo fuera, el oleaje de la vida me seguiría revolcando, tirándome de cara contra la arena, clavándome corales en las piernas, el pecho, los genitales y el corazón. Sí, me estaba convirtiendo en un desgraciado, pero la historia me absolvería.
Un par de horas más tarde Mayra me llamó. Cuando iba a empezar a recordarle que ella era una mujer perfectamente sana unos meses atrás, que siempre andaba sonriente y que encontraba la luz hasta en el foso más foso del Hades, me dijo que lo había pensado.
–¿Sabías que 80% de las prostitutas y 3% de las monjas tienen herpes genital? ¿Sabías que toda mi vida he odiado a putas y monjas? No hay derecho. No es justo que a mí me pasen estas cosas. Tienes razón. ¡Que se jodan nuestros malefactores!
Aplaudí su decisión sin dejar de preguntarme cómo tres monjas de cada cien podían tener herpes. De cualquier forma estuvimos de acuerdo en salir a celebrarlo. Fuimos al bar de Conrado, el sitio perfecto para el despecho en esta urbe. Pero ni los tangos más amargos de la Rinaldi y la Varela, ni los boleros más destructivos de Toña y Daniel, ni el estruendoso dolor de garganta de La Lupe, ni las rancheras suicidas de Chavela y Jorgito nos sacaron de nuestras nuevas y jugosas sonrisas. Conrado nos observaba sorprendido desde la barra. Los borrachos tristes que pululaban por todo el local nos miraban de reojo, los ojos llenos de envidia y desdén. Por primera vez en la historia, Mayra y yo éramos un par de gallinas en el baile de las cucarachas.
Después de una larga celebración nos fuimos a casa. Cuando Mayra me dejó en el apartamento sentí unas repentinas ganas de besarla. Una alucinación, sin duda. Pensé en lo fantástica que hubiera sido Mayra para mí. En lo bien que nos la llevaríamos como pareja. A ambos nos gustaba la misma música, los mismos libros, las mismas películas. Ambos frecuentábamos los mismos lugares, amábamos las mismas playas. Vivíamos bastante cerca. Sabíamos todo el uno del otro. Nos conocíamos de toda la vida. Nunca cuajaba un silencio incómodo entre nosotros. Hubiésemos podido ser una pareja perfecta. Pero la perfección es un delicado vidrio que de nada se hace ruina, trasto, rastrojo, picadillo. A esa hipotética unión de nosotros le hacía falta carne y deseo también, hubiera opinado cualquier locutor de la emisora universitaria.
Me acosté y miré el reloj. En un par de horas debía irme al trabajo. ¿Valdría la pena dormir? Pensé en Eugenia, en su voz amarga y serena, en su manera de abrazarme y de acariciarme la nuca. Pensé en su cuerpo entre mis brazos, en el peso de sus senos –el izquierdo más voluminoso que el derecho– en la palma de mis manos, en acariciar sus firmes y deliciosas nalgas, en las palmaditas que tanto le gustaban, en el temblor de su cuerpo la primera vez. En su agudeza al conversar, en su mirada profunda sobre las cosas, sus críticas paralizantes de la literatura light, las telenovelas criollas, los partidos políticos y las religiones que restringían el delicioso abanico de la dieta diaria venezolana. En su odio profundo a Cortázar, Antonioni y Miles Davis: en nuestras peleas al respecto. Pensé en lo mucho que adoraba a esa mujer. Un piojo intentó escalar mis abdominales para llegar al pecho. Lo aniquilé entre mis uñas. Me di cuenta de cuánto extrañaba a Eugenia. Supe lo irremediablemente solo que estaba y estaría sin ella. Volví a llorar, después de casi una semana en supuesta calma.
Me levanté, entonces, y me dediqué al chequeo periódico de mi cuerpo. Sin duda la loción cumplía con su trabajo. Los movimientos de piel habían desaparecido casi por completo. Me fijé en que los animalitos, una vez separados de la dermis, no podían desplazarse con facilidad si no tenían vellos a su disposición. Noté también que los huevos permanecían intactos, como púas orgullosas en el alambrado púbico. Mayra me lo había advertido. Era imprescindible atacarlos con hojilla.
Me dispuse a iniciar el patético ritual. Aparté algunos piojos que aún se tambaleaban ante el primer ataque de la loción y los eché por la poceta. Reservé, sin embargo, uno de cada especie en un pequeño frasco vacío de antidepresivos. Guardé uno catire, semejante a un corazón albino. En el fondo de su vientre saltaba la delicada forma de su esqueleto. Rescaté también uno colorado. Esa era la variedad más hermosa. Poseía un color escandalosamente ruborizado y era todo él un magnífico cúmulo de sangre fresca y brillante. Salvé, finalmente, a uno de los oscuros. Feo, soso, menos vital que los otros, algo más gordo y pesado. Pero sentía que el Arca no estaba completa si faltaba alguna de las especies. Luego me arranqué una mínima mata de vellos para que pudieran ejercitarse en paz.
Me metí en la ducha y me di un baño de agua hirviendo. Y procedí entonces a desnudar mi cuerpo de toda protección. Unté la crema de afeitar en cada resquicio de mi piel, del cuello hacia abajo, y comencé a pasar la afeitadora. A abrir surcos pálidos en mi pecho, a aclarar mis piernas, a devastar la siembra vellosa de todo mi ser. Tardé horas en estar listo, completamente lampiño y desamparado. Y entonces me regué la loción aniquiladora por última vez. La piel parecía haberse sensibilizado y los rasguños de mi pulso tembloroso durante la afeitada se convirtieron en focos de un intenso ardor. Sudé, sufrí, padecí y casi llegué a llorar de nuevo. La guerra contra los piojos púbicos se parecía demasiado a ciertas etapas de los procesos del duelo amoroso. Pero finalizado el rito tuve la certeza de que esa batalla había concluido. Y tenía todas las razones del mundo para sospechar que la victoria total –la de la guerra– era mía. Me dediqué, entonces, a hervir toda mi ropa, todo lo que a mi alrededor pudiera albergar algún piojo púbico travieso que tomara cartas en el asunto de las venganzas y propiciara mi reinfestación. Herví sábanas, toallas, alfombras, camisas, interiores, medias, pantalones. No quedó un solo rincón del apartamento sin revisar. Sí, la batalla campal había tocado a su fin.
Me volví a acostar. Estaba totalmente acabado, exhausto, agotado. Necesitaba una gorda dosis de descanso. Aunque pronto me debía levantar decidí dormir al menos un rato. Pero la siesta se infestó de horribles pesadillas. Soñé que era un ciclista maricón. Que me desplazaba por una carretera de montaña y de repente veía a otro ciclista que era Eugenia, pero convertida en hombre. Deteníamos nuestras bicicletas y nos quitábamos la franela. Nos echábamos sobre la grama y Eugenia (Eugenio, se llamaba en el sueño) me preguntaba los secretos de la lozanía de mi piel lampiña. Yo le daba por respuesta un beso profundo, húmedo, devorador. Con los ojos cerrados. De repente sentía un brazo suyo rodeándome. Luego el otro. Y luego otro más. Y otro. Entonces abría los ojos y Eugenia(o) se había convertido en un inmenso piojo púbico de los oscuros. Allí me desperté. Me lavé la cara y me serví un trago. El tiempo de la venganza debía comenzar.
Desde el trabajo llamé a Julián, para invitarlo a jugar raquet, que hacía tiempo que no echábamos una partidita. Quedamos en vernos al día siguiente, en la noche, porque su nueva novia tenía el cumpleaños de su papá y él no quería nada con la familia de nadie. Muy poco tiempo juntos y esas cosas, tú sabes, no vale la pena complicarse. Sí, en la cancha que esté libre, a las siete. Perfecto. Colgamos. En la emisora estaban transmitiendo el programa sobre Pablo Milanés. Me fijé en que, desde la voz de la nueva locutora, mis guiones sonaban algo rebuscados y no muy aptos para ser radiados. Imaginé las quejas de mi jefa cuando acabara la transmisión. La vida no vale nada, aseguró el trovador. Y, claro, yo no podía dejar de darle la razón.
También llamé a Mayra. Sí, ya había cuadrado con Marcelo, le había pedido ayuda para la bendita instalación, ella no entendía del todo las propuestas de McLuhan y Marcuse, al menos no las percibía como antinómicas y, en cualquier caso, cómo llevar eso a la práctica, era un kilo de estopa debajo del Titanic. Sí, Marcelo estaba encantado, había aceptado ayudarla, él era realmente bueno en eso de llevar la teoría a la práctica. Uno de esos chicos que sabe sacarle el jugo a los conceptos y validarlos como frutas, un hombre en contra de la inacción perenne de las teorías. Le dije a Mayra que con eso era suficiente, me estaba vendiendo al bastardo como el hombre ideal para Eugenia, me hacía sentir el doble de idiota de lo mucho que ya yo me sabía. El asunto –cerró Mayra a modo de disculpa eclipsada– es que mañana viene a mi casa, cuando salga de su oficina. Yo iré temprano a comprar el vinito vasco y el salmón, y antes de que llegue Marcelo mi casa estará llena de velas y rosas, las sábanas de seda negra ya en la cama y el trofeo venéreo de mi cuerpo ansioso por atacar y destruir. Cuando colgué con Mayra sentí que nos estábamos comportando como unos niños. Y entonces cayó una inmensa nube sobre mi conciencia, una nube que estaba a punto de estallar en aguaceros morales. Con esa nube me fui a la casa. Al llegar me di un par de cachetadas frente al espejo, puse un disco de Coltrane al máximo volumen y me eché de nuevo en la cama, para blanquear mi mente, alejar la nube y caer en el dulce oleaje del sueño profundo mientras tarareaba, cada vez más débilmente, “Naima”.
Y así, unas veinte horas más tarde, Julián y yo corríamos por toda la cancha, de una pared a la otra, detrás de la bola azul. Golpeábamos con ferocidad, descargando en la pelota nuestros problemas: él su estrés laboral de hombre exitoso, yo el dolor y la ira de mis bajos sentimientos, él con la seguridad de quien ha resuelto todo en la vida, yo con el horror contenido del abandono y odiándome por lo que estaba a punto de hacer. Jugamos tres partidas y Julián las ganó todas, obviamente. Luego nos fuimos a las duchas y conversamos a todo grito mientras nos bañábamos. Yo terminé rápido y salí. Me sequé velozmente y me puse manos a la obra. Le contaba de mi reciente soltería y de cómo podían cambiar las cosas para uno de la noche a la mañana mientras buscaba en mi bolso el frasquito de antidepresivos con los piojos púbicos (el catire, el colorado y el moreno) y me los colocaba en la palma de la mano (el colorado no se movía, quizás había muerto). Julián se seguía duchando y me daba ánimos tratando de convencerme de que la soltería tenía sus ventajas, bastaba imaginar la cantidad de culitos a los que ahora tendría acceso en completa libertad y sin remordimientos. Yo reía y le decía que aquélla era una gran verdad (aunque sabía que ningún culito, aparte del de Eugenia, podía representar la más mínima emoción para mí), luego le preguntaba que cómo le estaba yendo con su nueva novia o si la cosa no era tan formal y aún estaba experimentando la variedad y el caos. Mientras me respondía, aunque en medio de los nervios del delincuente primerizo no pude escuchar lo que contaba, tomé sus interiores limpios (los había dejado fuera del bolso, junto con el resto de la ropa con la que se reincorporaría al mundo después del polideportivo) y les sembré mis tres pequeñas bestias en las costuras internas, aquellas en las que descansaría el peso de sus testículos. Los observé detenidamente, eran tan pequeños que no podían ser vistos sin previa advertencia. Sólo el piojo rojizo resaltaba un poco. Julián cerró la llave del agua y yo arranqué al bicho rojo de los interiores, lo tiré al piso y coloqué la prenda de Julián encima del jean, donde estaba antes, inocentemente malicioso. Luego fingí que me terminaba de secar y me amarré la toalla a la cintura. Miraba a Julián de reojo mientras se escurría el agua del cabello y me decía que si quería me acompañaba un rato al Chicago, un nuevo bar en la avenida Sucre en el que, según le habían dicho sus amigos, había muchas mujeres solas, guapas y hambrientas. Le dije que no, que las partidas me habían chupado todas las fuerzas, que tal vez otro día, y entonces Julián tomó los interiores en sus manos y les estiró la liga para ponérselos. Un piojo púbico metafísico se abrazó a mi alma y empezó a desangrarme la conciencia. Entonces le grité que no lo hiciera. Julián me miró sorprendido y no logró articular palabra. Yo le dije que me diera los interiores, que me los entregara inmediatamente, y me acerqué a él para quitárselos. Julián alzó la mano amenazante y yo me le lancé encima para arrancarle los interiores. Él me empujaba desconcertado y en el forcejeo se me cayó la toalla. Julián me vio totalmente lampiño y enrojeció. Luego soltó una carcajada y me dijo que parecía un ciclista maricón así sin pelo, pero enseguida se enserió de nuevo y en sus ojos leí la duda, la pregunta. En ese momento le arranqué los interiores de las manos y corrí a tirarlos en una de las pocetas.
Julián se acercó con la intención de caerme a coñazos y yo le dije que sí, que aunque no era ciclista sí era maricón y siempre había estado enamorado de él. Julián detuvo el puño en el aire y me miró con náuseas. Luego regresó a su bolso, se vistió rápidamente y se dispuso a salir. Antes de hacerlo volvió hasta donde estaba y se detuvo a pocos milímetros de mí. Me dijo que si lo volvía a buscar me partiría la cara. Luego salió de los vestidores. Yo me quedé en un rincón de los baños, desnudo, desolado. Pensaba en qué diría Eugenia de todo esto. Luego empecé a reírme: una risa que fue creciendo hasta apoderarse de todo mi cuerpo y obligarme a retorcerme en el piso. Tres tipos entraron al baño. Me levanté rápidamente y me vestí. Recogí mis cosas y antes de irme me acerqué a la poceta del interior. Me asomé y descubrí a los dos piojos flotando inertes en el agua. Bajé la palanca y salí. El piojo metafísico también había muerto y yo me sentía, por primera vez desde la separación de Eugenia, en paz.
Llamé a Mayra por teléfono, debía contarle todo y evitar que le pegara el herpes a Marcelo y, por ende, a Eugenia. Me atendió con voz de Dalai Lama y antes de que le dijera nada me aseguró que Marcelo se acababa de ir y que no había hecho lo planeado. Me advirtió que esto sería doloroso para mí, pero que aunque cuando Marcelo entró a su casa ella ya había desistido de nuestros planes, él le había contado que estaba saliendo con una nueva chica que lo tenía enamoradísimo, que no hacía sino pensar en ella y que gracias a ella empezaba a entender que se podía vivir tranquilamente en fidelidad. Yo me quedé en silencio y Mayra me pidió que me fuera a su casa, que la disculpara por mandar al trasto nuestra idea, que pasara por allá, yo necesitaba su apoyo y no debía estar solo, así dijo. Le aseguré que no debía preocuparse de nada, que yo estaba bien y Julián, también, a salvo. Que mejor nos veíamos mañana, quería dormir.
Esa noche soñé con Mayra. En el sueño hacíamos el amor largamente y con desesperación. Cuando terminamos, aún desnudos y sudorosos, con las sábanas revueltas y el cuerpo saciado, hablamos del asunto y convinimos en que ambos nos sentíamos incestuosos. Me desperté en la madrugada y me preparé un sándwich de queso con mermelada. Pensé en Eugenia y me pareció que el amor tenía su ritmo y cumplía sus ciclos, que todo muere, ya se sabe, y que el tiempo, el implacable, el que pasó, sólo su huella triste nos dejó, qué cagada. Imaginé a Eugenia subiendo a un globo que se elevaba por los aires y me la arrancaba de la tierra. Eugenia y el globo interceptando los cielos, desvaneciéndose en el azul, haciéndose sombra y límite, convirtiéndose en nada. Por un momento sentí el deseo verdadero de que Eugenia fuese feliz junto a Marcelo. Y la soledad me aplastó definitivamente.
(Cuento cortesía de su autor: Roberto Martínez Bachrich)
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