La balurdocracia se cae a ladrillos
En la Venezuela de la balurdocracia el tuteo es norma y hay poca verticalidad
CARLOS GOEDDER | EL UNIVERSAL
lunes 25 de marzo de 2013 12:00 AM
Balurde" es algo "de mala calidad". En Venezuela se emplea el término coloquial "balurdo". Desde 1999, el mérito del gobierno chavista consiste en haber entronizado definitivamente la balurdocracia, a la cual allanaron camino los ineficaces e injustos gobiernos vigentes desde 1978.
La balurdocracia no distingue estratos sociales. Desde el rancho humilde hasta la vivienda más lujosa, hay balurdócratas. Es un sistema que perfecciona el simple gobierno de los que roban, al cual llamaría cleptocracia.
La balurdocracia se edifica sobre una cultura compartida y unos códigos comunes de actuación. Su ética presupone como fundamento que el individuo desaparece en el lenguaje político; el ciudadano es reemplazado por el pueblo o el partido. La balurdocracia emplea en su retórica una entelequia, "el venezolano", quien es uniforme, totalmente accesible y explicable por políticos, escritores y "científicos" sociales: "el venezolano es así" o "el venezolano quiere esto". En la práctica, para la balurdocracia el individuo sólo vale un voto y queda disuelto en lo colectivo. Temas como la libertad individual, la propiedad privada y un valor moral elevado para la vida humana individual, desaparecen.
Siguiente tema: la balurdocracia nunca se ocupa de crear riqueza. Su única inquietud es repartirla y llevarse algo como botín. Para eso, en su versión venezolana, cuenta con el petróleo. Sólo al robar y cazar rentas públicas, aparece el individuo. Como justificación moral, da una migaja al pueblo pobre. En América Latina, la balurdocracia enlaza con el peronismo y todas las variantes del populismo. El balurdócrata necesita que persista la pobreza. Sin pobres, su trabajo pierde razón de ser.
La balurdocracia ofrece una versión de la historia del país en la cual sólo encuentra un momento glorioso: cuando se consiguió la independencia por las armas. En ella surge un Dios armado que es inalcanzable para el ciudadano común. En la balurdocracia argentina es San Martín. La española fabricó a Franco en 1936, como un nuevo cruzado. Venezuela tiene a Bolívar, y se apela en particular al Bolívar entre 1825 y 1830, quien obró como un dictador militar. Nunca un venezolano valdrá tanto como el Libertador y la historia nunca le recordará como a Él. Bolívar apaga la individualidad, lo cual es un recurso retórico formidable para el balurdócrata. Bolívar como ciudadano desaparece y mal harían los políticos al recordar al Libertador individualista, perseverante, ambicioso de gloria, desprendido, contrario a luchas partidistas y con errores. El Bolívar humano no cuenta; cuenta el ídolo de pensamientos y discursos que dan legitimidad tradicional a la balurdocracia. En sus excesos, y rozando la necrofilia, la balurdocracia legitimaría al caudillo de turno exhumando la osamenta del genial Bolívar. A la balurdocracia le atrae morbosamente la muerte.
Otro rasgo es el igualitarismo como retórica. Al no haber individuos, "todos somos iguales". La gran bandera de la balurdocracia es la igualdad que anula lo plural y castiga a quien triunfe como individuo. En la Venezuela de la balurdocracia el tuteo es norma y hay poca verticalidad. Ella provee la igualdad más mediocre, que es la igualdad en el trato, porque nunca se hace iguales a los ciudadanos ante la Ley, ni se les da acceso a condiciones iguales de servicios públicos. El retórico balurdócrata ve una mansión y dice en sus discursos que nadie merece vivir así. Deja de lado la mentalidad capitalista: todos merecen vivir de ese modo. El balurdócrata termina siendo esquizofrénico, porque su único disfrute es exhibir su riqueza en público. La envidia es su motor. El balurdo es incapaz de aceptar que alguien destaque mediante logros como hazañas deportivas, emprendimientos empresariales, descubrimientos científicos, publicaciones o distinciones académicas. La mentalidad balurda es tan pobre, que sólo le vale el dinero obtenido mediante apropiamiento de la renta pública. El balurdócrata piensa poco.
Mientras reinó la balurdocracia bajo Salvador Allende, en Chile, un grupo de jóvenes economistas, ajenos a partidos, tenían un plan de reformas preparado para el momento de su caída. Se bautizó como "El Ladrillo". La pregunta es si hoy día en Venezuela alguien tiene preparado un Ladrillo o simplemente quiere cambiar al caudillo de turno para que todo siga siendo igual. La balurdocracia sólo se acaba mediante Ladrillos y su eficaz marketing entre los políticos y los ciudadanos.
cedice@cedice.org.ve
@cedice
La balurdocracia no distingue estratos sociales. Desde el rancho humilde hasta la vivienda más lujosa, hay balurdócratas. Es un sistema que perfecciona el simple gobierno de los que roban, al cual llamaría cleptocracia.
La balurdocracia se edifica sobre una cultura compartida y unos códigos comunes de actuación. Su ética presupone como fundamento que el individuo desaparece en el lenguaje político; el ciudadano es reemplazado por el pueblo o el partido. La balurdocracia emplea en su retórica una entelequia, "el venezolano", quien es uniforme, totalmente accesible y explicable por políticos, escritores y "científicos" sociales: "el venezolano es así" o "el venezolano quiere esto". En la práctica, para la balurdocracia el individuo sólo vale un voto y queda disuelto en lo colectivo. Temas como la libertad individual, la propiedad privada y un valor moral elevado para la vida humana individual, desaparecen.
Siguiente tema: la balurdocracia nunca se ocupa de crear riqueza. Su única inquietud es repartirla y llevarse algo como botín. Para eso, en su versión venezolana, cuenta con el petróleo. Sólo al robar y cazar rentas públicas, aparece el individuo. Como justificación moral, da una migaja al pueblo pobre. En América Latina, la balurdocracia enlaza con el peronismo y todas las variantes del populismo. El balurdócrata necesita que persista la pobreza. Sin pobres, su trabajo pierde razón de ser.
La balurdocracia ofrece una versión de la historia del país en la cual sólo encuentra un momento glorioso: cuando se consiguió la independencia por las armas. En ella surge un Dios armado que es inalcanzable para el ciudadano común. En la balurdocracia argentina es San Martín. La española fabricó a Franco en 1936, como un nuevo cruzado. Venezuela tiene a Bolívar, y se apela en particular al Bolívar entre 1825 y 1830, quien obró como un dictador militar. Nunca un venezolano valdrá tanto como el Libertador y la historia nunca le recordará como a Él. Bolívar apaga la individualidad, lo cual es un recurso retórico formidable para el balurdócrata. Bolívar como ciudadano desaparece y mal harían los políticos al recordar al Libertador individualista, perseverante, ambicioso de gloria, desprendido, contrario a luchas partidistas y con errores. El Bolívar humano no cuenta; cuenta el ídolo de pensamientos y discursos que dan legitimidad tradicional a la balurdocracia. En sus excesos, y rozando la necrofilia, la balurdocracia legitimaría al caudillo de turno exhumando la osamenta del genial Bolívar. A la balurdocracia le atrae morbosamente la muerte.
Otro rasgo es el igualitarismo como retórica. Al no haber individuos, "todos somos iguales". La gran bandera de la balurdocracia es la igualdad que anula lo plural y castiga a quien triunfe como individuo. En la Venezuela de la balurdocracia el tuteo es norma y hay poca verticalidad. Ella provee la igualdad más mediocre, que es la igualdad en el trato, porque nunca se hace iguales a los ciudadanos ante la Ley, ni se les da acceso a condiciones iguales de servicios públicos. El retórico balurdócrata ve una mansión y dice en sus discursos que nadie merece vivir así. Deja de lado la mentalidad capitalista: todos merecen vivir de ese modo. El balurdócrata termina siendo esquizofrénico, porque su único disfrute es exhibir su riqueza en público. La envidia es su motor. El balurdo es incapaz de aceptar que alguien destaque mediante logros como hazañas deportivas, emprendimientos empresariales, descubrimientos científicos, publicaciones o distinciones académicas. La mentalidad balurda es tan pobre, que sólo le vale el dinero obtenido mediante apropiamiento de la renta pública. El balurdócrata piensa poco.
Mientras reinó la balurdocracia bajo Salvador Allende, en Chile, un grupo de jóvenes economistas, ajenos a partidos, tenían un plan de reformas preparado para el momento de su caída. Se bautizó como "El Ladrillo". La pregunta es si hoy día en Venezuela alguien tiene preparado un Ladrillo o simplemente quiere cambiar al caudillo de turno para que todo siga siendo igual. La balurdocracia sólo se acaba mediante Ladrillos y su eficaz marketing entre los políticos y los ciudadanos.
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