San Juan (3, 13-17)
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo:
- 13 Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del Hombre.
14 Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, 15 para que todo el que cree en él tenga vida eterna.
16 Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.
17 Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.
Este texto es parte de lo que se llama "El libro de los signos" dentro de la estructura del Evangelio de san Juan. Es parte del diálogo nocturno entre el judio de alta jerarquía Nicodemo y Jesús.
La fiesta de la exaltación de la Santa Cruz se remonta a la primera mitad del s.IV. Según la "Crónica de Alejandría", Elena redescubrió la cruz del Señor el 14 de septiembre del año 320. El 13 de septiembre del 335, tuvo lugar la consagración de las basílicas de la "Anástasis" (resurrección) y del "Martirium" (de la Cruz), sobre el Gólgota. El 14 de septiembre del mismo año se expuso solemnemente a la veneración de los fieles la cruz del Señor redescubierta. Sobre estos hechos se apoya la conmemoración anual, cuya celebración es atestiguada por Constantinopla en el s.V y por Roma a finales del VII.
Las iglesias que poseían una reliquia de la cruz (Jerusalén, Roma y Constantinopla) la mostraban a los fieles en un acto solemne que se llamaba "exaltación", el 14 de septiembre. De ahí deriva el nombre de la fiesta.
Respecto a las oraciones de la actual conmemoración litúrgica, queremos resaltar dos: la oración colecta y el prefacio.
La oración colecta expresa el tema del misterio que celebramos: el deseo del Padre de salvar a todos los hombres por medio de su Hijo. El prefacio, por su parte, contrapone el árbol del paraíso (portador de muerte) al de la cruz (generador de vida), y subraya la victoria de Cristo sobre el pecado y el mal:
«En verdad es justo y necesario,
es nuestro deber y salvación
darte gracias, siembre y en todo lugar,
Señor, Padre Santo,
Dios todopoderoso y eterno.
Porque has puesto la salvación del género humano
en el árbol de la cruz,
para que donde tuvo origen la muerte,
de allí resurgiera la vida,
y el que venció en un árbol,
fuera en un árbol vencido,
por Cristo, nuestro Señor...»
El evangelio de este domingo es un fragmento del diálogo entre Jesús y el fariseo Nicodemo, que encontramos en Jn 3,1-21,
En primer lugar, os invito a leer atentamente, no sólo la lectura evangélica sino también la primera y la segunda lecturas, que ensanchan y profundizan el mensaje del evangelio.
En las tres lecturas subyacen dos adverbios que nos ofrecen un especial marco de comprensión: estos adverbios son "arriba" y "abajo".
La primera lectura, del libro de los Números (21,4b-9), nos sitúa junto al pueblo de Israel en el camino hacia la tierra prometida. El pueblo, que tiene hambre y sed en el desierto, murmura contra Dios y contra Moisés. La murmuración es su gran pecado, pues expresa la desconfianza en el amor y el poder de Dios para cumplir lo que ha prometido: sacarles de la esclavitud y llevarles a una tierra fecunda, que mana leche y miel.
Entonces le sobreviene al pueblo un castigo: serpientes venenosas provocan la muerte de muchos. El pueblo reconoce su pecado y pide a Moisés que interceda ante Dios por ellos. Dios les da la curación a través de un signo: una serpiente de bronceelevada sobre un mástil, a la que todos los mordidos debían mirar para vivir.
El evangelista Juan vio en esta serpiente alzada una figura de Cristo levantado en la Cruz y Resucitado (recordemos que el verbo "levantar" es sinónimo de "resucitar"; cf. Mc 5,41; Lc 7,14; Ef 5,14).
Fijémonos en el dinamismo de vida de Jesús: Él es "el que bajó del cielo" (Jn 3,3), "se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2,7-8).
En la concepción de Juan, Jesús preexiste en la intimidad del Padre (Jn 1,18) y es igual a Él, uno con Él y Dios como Él. Del seno del Padre baja y se hace carne, por amor a nosotros, para darnos la vida abundante (cf. Jn 10,10).
La cruz es, en esa historia de amor, el mayor abajamiento y despojamiento del Hijo (kénosis) y su mayor exaltación, pues es ahí donde nos mostró que su amor no tenía límites y que ni siquiera el miedo a la muerte podía hacerle retroceder en su compromiso por la salvación de todos.
Esa humillación de morir en cruz, como un maldito, siendo el Hijo amado del Padre, fue el comienzo de su glorificación, pues el Padre mismo lo "levantó" de entre los muertos y lo resucitó como primicia de nuestra propia resurrección.
La fiesta de la exaltación de la cruz no significa que el cristianismo sea una exaltación del sufrimiento, del dolor o del sacrificio por el sacrificio. Si así fuera, el Dios que pide esto de nosotros sería un Dios sádico que no merecería nuestro amor. Lo que exaltamos en esta fiesta no es la cruz (un instrumento más de tortura y ejecución como el cadalso o la silla eléctrica). Lo que exaltamos es el amor incondicional de un Dios que compartió nuestra condición humana y se comprometió con la realización del Reino hasta el final. Exaltamos al Crucificado que, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (cf. Jn 13,1). Y exaltamos al Dios que, como Abrahán, entregó a su Hijo Único, a su amado, para que todos tengamos vida en su nombre (cf. Jn 3,16; cf. Gn 22,2).
La referencia a Moisés en el desierto nos conecta con el Exodo, con el DIOS LIBERADOR, cuya encarnación es JESUS.
Asi como Dios a través de la mano de Moisés salvó al pueblo de la esclavitud de Egipto ahora la salvación se da por iniciativa libre del hombre de aceptar el llamado de Dios a través de Jesús, cuya condición divina no procede de su desarrollo personal como ser humano, sino que se origina en la plenitud del Espíritu, recibido de lo alto.
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