Un Smithsonian para
Domingo Miliani
Me tropiezo con una vieja Moleskine rota ya por
el abuso y el tiempo. La primera página de la libreta me transporta
a un viaje
y a la intención nunca concretada de hacer un texto que también
fuera un pequeño
homenaje particular a mi tío Domingo Miliani, crítico literario,
profesor, escritor,
embajador, agricultor en Boconó y, entre otras cosas, uno de
los mejores
contadores de cuentos que jamás conocí.
Fue en un viaje a Washington algunos años después de su muerte
tras el cual
me hubiera gustado comentarle que, al fin, había conocido ese
fabuloso complejo de
museos que es el Smithsonian.
Seguramente él no iba a recordar que la primera referencia que tuve
de esa maravilla
me la dio él en uno de sus sabrosos relatos, cuando estaba tan
emocionado por
su reciente nombramiento como director del Museo de Ciencias
hace un montón de
años atrás. Ahí, en la edificación de la caraqueña Plaza Morelos,
aquel hombre
de letras soñaba con traer parte de la tecnología y la museografía
que había visto en
el Smithsonian. Y alguito de eso pudo hacer.
En el Museo de Ciencias Naturales del complejo gringo, lo primero
que ves —espero
que siga allí- es un enorme elefante africano disecado que te hace
dudar: ¿Voy a
la izquierda al salón de los mamíferos o a la derecha a empalagarme de fósiles?
En estos casos, conviene empezar por el principio.
Aunque hay exhibiciones de pequeñas formas de vida de cientos de
millones de años
atrás, las estrellas aquí son los grandes dinosaurios. Es imposible no
sucumbir a la
Aquí es todo flashes. Cámaras apuntando a un lado y a otro, gente posando
ante el T Rex;
niños gritando emocionados, adultos queriendo ser niños ante cosas
como los
huesos de un Stegosaurio de 150 millones de años o ante una curiosidad
para mexicanos:
el Quetzalcoatlus northropi, una magnífica criatura voladora del Cretáceo
Tardío que debe
haber inspirado las leyendas de dragones con sus 12 metros de diámetro.
La visita aturde. La cantidad de información es avasallante y el recuerdo del
tigre dientes
de sable de Plaza Morelos palidece ante la magnitud de esta muestra colosal
que te deja
pasmado, más allá, frente a la estampa formidable de un búfalo en la
sala de los
mamíferos contemporáneos.
El Museo del Aire y del Espacio es la otra cara de la moneda: si aquella es
la obra de
la naturaleza, aquí está parte de la carrera humana por conquistar los cielos
y el espacio
exterior. Apenas al entrar te sacude la presencia del Spirit of St Louis
suspendido
sobre tu cabeza: el avión de Lindbergh. Y abajo, a nivel de tus ojos
asombrados,
el módulo de comando del Apollo 11 que llegó a la luna en 1969. Y por
ahí mismo,
la cabina del Breitling Orbiter 3, el globo en el que el suizo Bertrand
Piccard y el inglés
Brian Jones dieron la vuelta al mundo sin escalas, una historia que escuché
directamente
de Piccard en un viaje a Suiza.
Tuve la fortuna, además, de que hubiera una encantadora exposición
llamada
Tesoros de la Historia Americana: un sombrero de Lincoln, disfraces
del Mago de Oz,
la primera cámara Kodak, el R2D2 deEl retorno del Jedi, los timbales
de Tito Puente y
una aporreada trompeta de Louis Armstrong, cuyo sonido habría
resultado perfecto para
acompañar el relato de este viaje que me quedé con las ganas de
contarle a Domingo,
allá en su casa en las montañas de Boconó.
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