El Carabobeño 27 abril 2012
Alfonso Betancourt
|| Desde el Meridiano 68
Refinamiento y vulgaridad
Amo la aristocracia creada por el hombre y la naturaleza. La del hombre porque es expresión de distinción, de refinamiento. La educación es el buril para lograrla. La de la naturaleza porque ésta es selectiva para hacer criaturas y paisajes bellos. El hombre le enmienda la plana a la naturaleza y transforma lo feo en bello y a lo hermoso le da otras dimensiones. Así crea el arte, la poesía, la música. Por eso amo la aristocracia del talento que en la literatura, el arte, el teatro y otras hechuras vivencias del hombre y la mujer, se precisan con elegancia. Porque la aristocracia es eso: refinamiento y distinción. Y a ella se llega como en el carbón diamantífero, que al tallarse y pulirse brilla por su belleza atesorada, celosamente guardada hasta que es descubierta en las artífices maestrías del tallista. Por refinamiento y pulitura del hombre, como la mujer, hacen de lo tosco, de lo rudo, de lo ordinario, lo lindo, lo atractivo y lo sublime. En ese sentido no hay nada más agradable que la presencia elegante y distinguida de una mujer que en sus exponentes físicos e intelectuales, en su expresión, en sus maneras y en su caminar, sintetiza la perfección alcanzada por selección luego de cernir lo feo, lo brusco, lo chabacano, en el tamiz de las exigencias aristocráticas. Mas la aristocracia de que hablamos (no esa del árbol genealógico, tradición y pureza de sangre) en el mundo que vivimos, está de capa caída como la de la sangre. Se impone cada vez más lo vulgar, lo estrafalario, lo chillón. En nuestra época lo grosero tiene su trono al lado de la aspereza violenta. Se desciende en calidad para complacer en cantidad y en multitudes. El populismo es viva imagen de ello, pues se desciende a través de esta píldora dorada para el engaño de muchedumbres con sacrificio de lo selectivo. Lo fundamental es nivelarse en el común de lo ordinario. Pero ya no es solamente un fenómeno político que, en el caso de Venezuela, ha roto hasta con las jerarquías imprescindibles en cualquier tipo de democracia, sino que es visible en otras realidades creativas del hombre y la mujer. Lo peor, pareciera que todo eso se hace para que estos vivan en todos sus niveles y no es así. La vida cotidiana, en numerosas acciones, es el mejor retrato. Pero no se pretenda creer -y en eso soy reticente- que trato de convertirme en panegirista de quienes pueden llegar a ese refinamiento y distinción que solo sería para los afortunados económicamente. Nada más falso. Esa aristocracia del espíritu se da hasta en los seres más humildes ayunos de todo poder económico, como por el contrario, acaudalados de este poder, son exponentes de la mayor vulgaridad, especialmente en una inmensa mayoría de nuevos ricos. Veamos, ¿no habrá aristocracia espiritual en el rancho limpio, ordenado, que en la mesita de la sala, en una latica o en un frasco, exhibe la belleza de una rosa o de un manojo de flores? Y por el lado opuesto, ¿habrá elegancia o refinamiento aristocrático en la mansión en cuyo frente resplandece de adornitos el nombre de “Mamá Querida” y una gruta con la Virgen de la Coromoto, bañada de colores, en el jardín de la entrada? Ejemplo de elegancia espiritual lo dan el obrero en la ciudad, o la mujer en el campo, que se sacrifican hasta más no poder para que sus hijos vayan a la escuela a aprender lo que ellos no pudieron. Pero todo lo opuesto es el rico patán que convierte su casa en un bar para la promoción de escándalo y del mal ejemplo a su familia. O de la mujer que desciende a lo más vulgar en la aplicación de un feminismo mal entendido, que la lleva a imitar al hombre hasta en sus características más reprochables.
En este mundo donde abundan lo grosero, el chantaje y la porquería, no sé por qué nos empeñamos tanto, cada vez más, en ahogarnos en ese río cuando hay aguas cristalinas donde podríamos hacer las abluciones que nos libren de ese mal y nos eleven espiritualmente para hacer más refinada y elegante nuestra residencia en la tierra.
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