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La teoría del estado de excepción, desarrollada por Carl Schmitt, nos provee del
más certero aparato conceptual para comprender la situación de excepcionalidad y
sin duda la crisis más prominente vivida en estos últimos trece años: la colosal
rebelión popular del 11 de abril de 2002. Una sociedad pasa a un estado
de excepción cuando su legitimidad, sus instituciones y su juridicidad se ven
suspendidas sine dia por causa de hechos extraordinarios. Ese momento en
que una sociedad queda a la deriva ante la ausencia de legitimidad y la quiebra
de los fundamentos éticos y jurídicos del Poder. Exactamente lo que
sucediera el 11 de abril, cuando debido a las circunstancias de Puente Llaguno,
el alto mando pidiera la renuncia del Presidente de la República – "la cual aceptó" -
y pusiera sus cargos a la orden de las nuevas autoridades. En ausencia de la
posibilidad real de obedecer lo pautado en la Constitución por la desaparición
de tales autoridades y su carencia de legitimidad, el Poder debía ser asumido
por quienes podían imponerse mediante un ejercicio inédito en la historia de la
República democrática: el de la imposición y establecimiento de una nueva
soberanía. Exactamente como sucediera el 18 de octubre de 1945 y el 23
de enero de 1958.
Era, en efecto, el momento preciso para que dicho estado de excepción
fuera resuelto. Quien tuviera la capacidad de resolverlo, esto es: IMPUSIERA
un nuevo poder: ése sería el soberano. Como lo dice la primera frase del
escrito más importante de Carl Schmitt: "es soberano quien resuelve el estado
de excepción". Su legitimidad es un acto legítimo en sí mismo, no derivado.
Es fundante, no consecuente. La aparente contradicción entre esa
nueva vida que busca expresarse y el marco institucional suspendido sine
dia por la excepcionalidad de las circunstancias se resuelve por vía de
la acción misma: la decisión soberana. Una situación intrínsecamente
contradictoria, pero inevitable: la legalidad de una ilegalidad, la emergencia
de una nueva realidad que nace de entre las ruinas de la que desaparece.
El futuro que se introduce en el presente, incluso siguiendo el acierto
hegeliano: la violencia como partera de la historia. Una violencia especular,
metafórica, absolutamente inerme, pero de una gigantesca capacidad disuasiva:
la mera exhibición de una fuerza popular como no se la viera nunca antes
en la historia de Venezuela. Contra la que un régimen deslegitimado
actuaría derrochando el máximo atributo del poder establecido: decidir del
derecho de vida o muerte de sus ciudadanos. En el caso: ordenando que
francotiradores al servicio del régimen asesinaran a mansalva una veintena
de ciudadanos, honrados luego de superada la crisis de excepción como
héroes mientras los auténticos héroes eran condenados a treinta años de cárcel.
Es a través de la acción de tal soberano, fiel expresión de esa fuerza
fundante de derecho, que se hubiera debido crear un nuevo orden e introducir
en el corpus jurídico, la nueva juridicidad, y en la sociedad misma, un nuevo
protagonismo histórico. El hecho político, histórico y jurídico cierto es que el
11 de abril se vivió un estado de excepción, se suspendió por fuerza de los
hechos la vigencia de la Constitución, el Poder cayó en la acefalía y solo la
imprudencia, la pusilanimidad y la incapacidad existencial de los protagonistas
para asumir y llevar hasta sus últimas consecuencias la decisión de fundar una
nueva soberanía mediante la fuerza de los hechos impuso la necesidad de
traicionar la voluntad popular regresando al status quo ante bellum.
En la circunstancia, se confirmó de manera paradigmática la falencia congénita
de sociedades liberales en crisis – la confusión e ineptitud de una
dirigencia política que hizo honor de aquel comportamiento propio de
"una clase discutidora" denunciado por Donoso Cortés: postergar sine dia la
decisión crucial y dejarla en manos del sector más radical del Ejército,
fiel a Hugo Chávez.
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El 11 de abril reproduce así, en la impotencia del tirano, que renuncia, y
en la incapacidad de decidir por parte de quienes se la exigen, la clásica
situación retratada por Walter Benjamin en su gran obra, Origen del Drama
Barroco Alemán: "Se trata de la incapacidad para decidir que aqueja al tirano.
El príncipe, que tiene la responsabilidad de tomar una decisión durante el
estado de excepción, en la primera ocasión que se le presenta se revela
prácticamente incapaz de hacerlo". Una situación en extremo paradójica,
pues el máximo despliegue de poder exhibido por las masas populares
que ponen un millón de combatientes frente a Miraflores, coincide con
su máxima impotencia decisoria: un gobierno de utilería. La historia ha
descorrido el telón para que entre en escena el nuevo protagonista e inaugure
un nuevo ciclo histórico. La absoluta orfandad de un liderazgo a la altura de
las circunstancia permite la transmutación de un parto de soberanía en
sacrificio ritual de un feto muerto. Venezuela arrastra hasta hoy esa primera
gran frustración histórica. El resultado ha sido la parálisis y la degradación
de la capacidad política de su dirigencia. Cuya auténtica capacidad de decisión
ante graves circunstancias eventualmente por venir pondrá a prueba una vez
más el viejo dilema: ¿enfrentar y vencer al tirano o caer víctima de la
pusilanimidad y la impotencia?
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Vivimos desde entonces las circunstancias derivadas de la ausencia de un
factor capaz de resolver el estado de excepción sufrido durante los sucesos
del 11 de abril. Vacío de Poder, le llamaron los constitucionalistas.
Ante la falta absoluta de quien asumiera la responsabilidad histórica, militar,
política, existencial de la crisis resolviendo el impasse, y el horror al vacío y
la desintegración puestos de manifiesto por la incompetencia de quienes usurparan
el papel de un auténtico soberano, la historia dio un paso atrás y la
sociedad retrocedió al statu quo ante bellum, reponiendo en el cargo
a quien había perdido manifiestamente toda legitimidad. El 11 dejó Miraflores
un Presidente que, por ese mismo acto, perdía su legitimidad. El 13 regresó
una figura sin legitimidad alguna, un fantoche. Que auxiliado por Fidel Castro y
con la venia de la nueva y la vieja izquierda latinoamericana se convertiría en
el dictador de nuevo cuño que busca su entronización vitalicia. Es la situación
que vivimos desde entonces.
El estado de excepción se ha convertido en norma y la legitimidad
ha asumido carácter estrictamente simbólico, metafórico, ilusorio. Venezuela
se ha partido en dos: la que detenta el Poder al margen de la Constitución
y legisla para establecer una imaginaria dictadura revolucionaria, y la
absolutamente mayoritaria que le da la espalda y espera el momento propicio
para derribarlo. La parte mayoritaria, de creer en todas las encuestas, y sin
duda la de mayor jerarquía específica de nuestra sociedad, no le reconoce
legitimidad alguna. Espera por una nueva ocasión de excepcionalidad extrema,
posiblemente provocada por la negativa del régimen a reconocer su derrota electoral,
para resolver la crisis de raíz, abriendo la historia hacia un nuevo tiempo.
Mientras quien usurpa el cargo espera resolver su transitoriedad
convenciendo a la sociedad civil de respaldarlo electoralmente, mediante la
expresión consensuada de las mayorías y dotando así de relegitimación
a un régimen intrínsecamente ilegítimo, "revolucionario", espurio. Asunto altamente
problemático, dado el estado de virtual rebelión civil – incluso de naturaleza
electoral - que caracteriza a la voluntad ciudadana contra esa "revolución",
por una parte; y la decisión inquebrantable de quien ejerce el Poder de no permitir
un traspaso de poderes que revierta en 180 grados su voluntad transgresora, f
alsamente trascendente, "revolucionaria".
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Ése es el auténtico significado de todas las mediciones electorales que
tuvimos y tengan lugar en el futuro: una lucha tenaz de vida o muerte por
la defensa o la destrucción del sistema de libertades y el estado de derecho.
Puesto seriamente en duda por la clarinada de excepcionalidad del 4 de
diciembre de 2005, cuando nueve de cada diez venezolanos desconocieran
el acto de legitimación electoral y se negaran a convalidarlo con su presencia
en las urnas. Un hecho objetivo de inmensa trascendencia que perdió toda
significación política al no encontrar, otra vez más, un liderazgo capaz
de asumirlo y continuarlo hasta sus últimas consecuencias. No se tratará,
pues, de elecciones corrientes inmanentes a la normalidad institucional,
como en los casos de todas las elecciones presidenciales, parlamentarias
o edilicias que están ocurriendo en América Latina. Se trata del intento por
obtener legitimidad de parte de quien no la posee o resolver la grave crisis
existencial que vive la República recuperando una auténtica legitimidad,
por ahora nacida de las urnas, por quienes poseyéndola, no tienen la capacidad
de ejercerla. Mientras el régimen insiste en dichos eventos bajo su
regimentación a la búsqueda de legitimación, la oposición debiera participar
plenamente consciente del estado de excepción que vivimos.
Y de que en juego no están unos cargos, ni siquiera una asamblea o
la presidencia, sino la República misma. Sea imponiéndose electoralmente –
hecho inmensamente dificultoso sin el cumplimiento por parte del régimen de las
condiciones electorales exigidas por la oposición – sea volviendo a aflorar en
toda su crudeza el estado de excepción latente en que vivimos.
Pues en rigor ésa es la disyuntiva: ¿dictadura o democracia?
¿Legitimación de un Estado forajido o retorno a la democracia? La cuestión fue
y seguirá siendo de una claridad meridiana: desde el 11 de abril de 2002
vivimos un estado de excepción. Aún no se resuelve el enfrentamiento existencial
que arrastramos desde entonces. ¿Se resolverá mediante una transición pacífica
y electoral a partir de un cambio en la correlación de fuerzas? ¿Contribuirán las
elecciones del 7 de octubre a descorrer el velo e inaugurar una fase superior del
enfrentamiento? ¿Permitirá el Gobierno que se lleven a cabo si vislumbra su
derrota? ¿La aceptará de buen grado si la victoria popular es irrebatible?
¿Permitirá el pueblo que se le escamotee su voluntad democrática?
¿O decidirá asumir su rol supremo, el del soberano, expulsando del poder
al usurpador mediante los medios extra parlamentarios que la Constitución le
faculta, incluso si ella, la Constitución, se encuentre suspendida de facto?
Ése es el problema.
E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com
Twitter: @sangarccs
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