Razón del nombre del blog

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El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

domingo, 12 de junio de 2011

El caso peruano: la responsabilidad de las élites

Notitarde Lectura TANGENTE 11-06-2011 |

El caso peruano: la responsabilidad de las élites

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Pocas afirmaciones más aventuradas y que hayan conocido mayor éxito que aquella que afirma que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. Unos se la atribuyen a Gaspar Melchor de Jovellanos, el máximo exponente de la Ilustración española, otros a Moura, político español ultramontano del siglo XIX. Ninguna casualidad que proceda de estirpe castellana. Tiene resabios de moralina conservadora y solo parece aplicarse a aquellos gobiernos tiránicos, irresponsables o catastróficos. Súbitamente liberados de toda responsabilidad causal, pues no hacen más que reflejar la vieja consigna que alimenta a todos los democratismos: vox Populi, vox Dei. Si el pueblo, el Dios tutelar de nuestro sistema democrático, escogió a un facineroso y le entregó las llaves del reino, que lo pague. Bien merecido se lo tiene. Pues los pueblos tienen el gobierno que se merecen.

A nadie se le ha ocurrido, ni como juego de pirotécnica verbal, invertir los términos y concluir que no son los pueblos los que tienen los gobiernos que se merecen, sino los gobiernos los pueblos que se merecen. Entre unos y otros hay una diferencia esencial: los pueblos no suelen tener quienes lo defiendan: los gobernantes se defienden solos. Pues detentan el Poder. No importa si dentro o fuera, a la cabeza o en la antesala de los gobiernos. Finalmente y en estricto rigor, la creencia de que los pueblos pueden ser gobierno es una falacia.

Los gobiernos, cualquiera sea su conformación, oligárquica o democrática, aristocrática o plebeya, es siempre detentado y ejercido por un grupo selecto, escogido o autoimpuesto. Contrariamente a lo que han sostenido quienes aseguran que pueden existir dictaduras de las mayorías, incluso proletarias, la verdad es que todo gobierno es gobierno de una élite. Que usufructúa de las mayorías, de cuya voluntad se ha apoderado y de la cual simula ser mero portavoz. Es así desde tiempos inmemoriales, como sucede en una monarquía, o se asome súbitamente, como sucede con los golpes de Estado. El pueblo es anónimo. El gobernante tiene nombre y apellido. Pertenezca a una casta, a un partido o irrumpa aparentemente de la nada, como un mercenario, espada en mano, cuando le cae a saco al Poder.

Poco importa la interrelación que exista entre las masas y los gobernantes: la supuesta identidad de unas y otros es inducida por el demagogo. La supuesta opinión del pueblo que el autócrata dice expresar con absoluta fidelidad es un engaño. Tiene su origen en quien simula ser directa expresión de la voluntad popular, que en rigor es la suya. En ese caso, no existiendo la democracia perfecta o la que más se le aproxima, Voz Populis, Vox Tyrannis.

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Lo pensaba reflexionando sobre el caso peruano, del que transcurrida una semana de su trascendental decisión nadie sabe si le ha abierto las puertas al futuro o si las ha cerrado. Sería canallesco pensar que quienes votaron por Ollanta Humala escogían consciente y deliberadamente regresar a los tiempos del Tawantinsuyu para retroceder quinientos años y hacer tabula rasa con el indiscutible progreso que han vivido los peruanos, particularmente durante los últimos diez años. Como lo sería igualmente pensar que esa mitad del Perú que votó a Keiko Fujimori lo ha hecho para encharcarse de regreso en el siniestro autocratismo de su padre. Lo cierto es que, sin importar quién ganara, la decisión de poner al electorado peruano ante la encrucijada de escoger entre el cáncer o el sida, como lo señalara con preclara pero muy pronto olvidada perspicacia Mario Vargas Llosa, la tomaron las élites políticas peruanas. La responsabilidad ni siquiera es de Humala o de Fujimori, quienes cosecharon sin quererlo el fruto de opciones gravemente equivocadas. Es de Alan García, de Alejandro Toledo y de los restantes candidatos que le cerraron las puertas a un acuerdo de concertación nacional que asegurara una potente mayoría popular en respaldo de un proyecto civilizado y modernizador de justicia y prosperidad. Que el Perú, por cierto, como todos los países de la región, reclama a gritos.

El gobierno que tendrán los peruanos no ha sido decidido verdaderamente por ellos en la plena y absoluta libertad de una sabia y serena escogencia. Los millones de electores peruanos no tuvieron más remedio que optar por lo que las élites le pusieron ante sus ojos.

Les fue impuesto por una dirigencia irresponsable, que solo atiende a sus muy particulares y egoístas intereses particulares. Trátese de Toledo, con su soberbia insistencia en pretender la reelección – un mal endémico del endémico y retrógrado caudillismo latinoamericano -, de Alan García, quien con su misión ya cumplida se lava olímpicamente las manos, o de Vargas Llosa, que se jugó todas sus cartas a Toledo y luego a Humala, contrariando su propio diagnóstico. Y lo que es infinitamente más grave: contrariando la prédica liberal a la que ha terminado dedicando su vida de hombre público. Una decisión en la que es imposible no ver elementos ajenos a toda consideración verdaderamente política. El rencor y el odio hacia la familia Fujimori que rezuma su comportamiento, incluso el manifiesto desdén de quien confunde un premio Nobel con un trono en el Olimpo excusándose de votar en el país que ha empujado a la incertidumbre, son verdaderamente repudiables.

Ninguna sorpresa que cuando el carro se desbarrancaba, corrieran unos y otros a tratar de detenerlo optando por lo que consideraron el mal menor. Una auténtica tragedia. Siguiendo el ejemplo del gurú nobelesco, los cien escritores más prestigiosos del país se taparon sus narices y reconociendo el peligro de darle el gobierno a un militar golpista lo prefirieran un millón de veces a reabrirle las puertas de la cárcel a Alberto Fujimori. También en ellos pesaba el pasado más que el futuro: entre el desastre del general Velasco Alvarado – a quien muchos de ellos, incluso Vargas Llosa, respaldaran con entusiasmo pues traía las buenas nuevas del castrismo – y el de Fujimori, prefirieron el del general Velasco Alvarado. La izquierda es rencorosa, cobra y no olvida. La cabra al monte tira. Podríamos estar frente a lo que los especialistas en genética política llamarían "un salto atrás". Los peruanos vuelven a los años del cojo Velasco. Los venezolanos, que hemos recaído en la viruela de los sesenta y los comandantes de Machurucuto, estamos parapléjicos por culpa del que nos ha tocado en desdicha. Caprichos de la Clío, la diosa de la historia.

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No es un mal circunscrito a ciertos países ni la tentación de la regresión una virosis subitánea. Freud, tan determinante de estos tiempos de tinieblas como lo sigue siendo Carlos Marx, quien a pesar del bochornoso fracaso de sus pronósticos sigue iluminando los rencores homéricos del rincón de las élites, ya señaló en el horror al futuro la causa de las peores regresiones. La infancia acecha a quienes se niegan o son incapaces de transitar a la adultez. Y sus taras y temores pueden ser más poderosos y potentes que el afán a desvelar las incógnitas del futuro a que obliga el pálpito de los tiempos.

Nos angustia el trámite en que se encuentran los peruanos, porque para nosotros, los venezolanos, se asemeja extrañamente a un déjà vue. A Chávez tampoco lo eligió el pueblo. Lo eligieron las élites. Que nos lo empujaron a cañonazos de tinta y papel cuando los de pólvora ya habían desarrajados los candados de seguridad. También cuando se asomaba la bonanza y los tiempos nos imponían asumir con sentido de responsabilidad histórica el tránsito con paso seguro hacia la modernidad. También cuando el futuro que se nos abría encandiló, encegueciendo, a quienes prefirieron volver a las viejas certidumbres y castigar con la cárcel y el destierro a quien nos desafiaba a asumir un cambio de paradigmas. No fue un joven quien encabezó el retorno al crepúsculo de los Dioses: fueron varios ancianos, aterrados con la posibilidad cierta de perder el monopolio del Poder, los misterios sacerdotales, los puestos asegurados en la academia de la política.

Fatiga y avergüenza nombrarlos, porque están muertos y enterrados. Una docena de oligarcas, entre los cuales filósofos, novelistas, poetas, fiscales, jueces, empresarios, periodistas, banqueros y ese puñado de políticos irresponsables que nos empujaron al abismo traicionando su propia obra. Que ahora, aterrados ante la criatura que diseñaron, no se rasguen las vestiduras ni le echen la culpa al pueblo. Si esta tragedia se repite en el Perú, la culpa no la tendrán los electores.

La tendrán sus dirigentes. La vieja historia de nunca acabar. Las élites tienen los gobiernos que se merecen.

E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com

Twitter: @sangarccs

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