Moral femenina y vida social: los patricios auspician la instrucción femenina
De La heroica aventura de construir una república, texto ganador de la primera edición del Premio Internacional de Ensayo «Mariano Picón Salas» auspiciado por el Centro de Estudios Latinoamericanos «Rómulo Gallegos» (CELARG). Edición autorizada por la autora. [N. de la R.]
Caracas, 3 de diciembre de 2001
Así como los niños, también las niñas atraparon la atención de la dirigencia patriarcal y también se pensó en ellas cuando se avivó el debate en torno a la moral. Obviamente, cuando se pensó en inculcarles principios moralizantes, igualmente el aula fue el espacio privilegiado. En tal sentido, se aceleraron los programas de instrucción pública pensados en beneficio de las pequeñas. Esos programas se orientaron en una doble dirección: abrir centros de enseñanza y diseñar los contenidos programáticos para el consumo intelectual de las educandas.
Si seguimos la comparación con los niños, como con ellos, hubo desde un momento tan temprano como 1831 la apertura de instituciones escolares (para el primer nivel de enseñanza, como era lo habitual) dirigidas a las pequeñas. Por ejemplo, sabemos que ese año quedó fundada la «Escuela inglesa» de la Señora Campbell [1] en Caracas —de carácter privado, como se puede sospechar—, establecimiento que era recomendado por el mismísimo Sir Robert Ker Porter, el cónsul de S.M. británica. Pero la escuela inglesa de tan elogiada señora tuvo una vida efímera. No he podido determinar las circunstancias que apresuraron su desaparición, pero es claro que tuvo una existencia breve por cuanto no se vuelve a encontrar noticias sobre su funcionamiento.
En esa línea de apertura de centros educativos, un aviso del Concejo de Puerto Cabello invita a las Sras. del lugar para que envíen sus proposiciones a fin de establecer una escuela primaria para niñas (Gaceta de Venezuela, mayo 9 de 1832) [2]. En 1833 se encuentra la escuela inaugurada en la Provincia de Cumaná:
para niñas decretada por la Diputacion Provincial: la maestra Francisca Antonia Brito goza 180 pesos, y tiene 40 discípulas, a quienes enseña á leer, escribir, catecismo, algunas reglas de aritmética y todas la labores propias del sexo y de sus edades (Gaceta de Venezuela, octubre 5 de 1833).
La decisión anterior se divulgaba en la «Estadística de la Provincia de Cumaná» que publicaba en varias entregas la Gaceta de Venezuela a partir de la fecha indicada (octubre 5 de 1833). Allí se exponen varias de estas concreciones escolares: en el cantón Maturín «se ha mandado establecer una escuela para niñas con la asignacion anual de ciento ocho pesos»; en el cantón Aragua: «Se ha mandado establecer una escuela para niñas con 84 pesos al año»; lo mismo en el cantón de Cumanacoa donde «se ha mandado a establecer una escuela para niñas con 84 pesos de asignacion anual»; igual proceder ocurría en los cantones Cariaco, Carúpano, Rio Caribe, Güiria (octubre 12 de 1833).
Es posible demostrar que, muy pronto, las Diputaciones Provinciales activan un (lento) proceso orientado a fomentar este tipo de práctica: la fundación de escuelas para niñas. Pero, al mismo tiempo, conviene señalar que esos tímidos intentos ensayados en los comienzos de la etapa republicana, no pasaron de ser esfuerzos asistemáticos, porque fue sólo en los años finales de la década del treinta cuando se da un apoyo más sostenido a la instrucción de las niñas de Venezuela. Otras urgencias y problemas habían atrapado la atención de la dirigencia, por lo que hizo falta esperar condiciones propicias para sustentar, en una estructura mucho más sólida, un proyecto de escolaridad concebido para educandas.
Puede decirse, sin temor a falsear los hechos, que para 1836 (cuando ya se había instalado el Colegio de la Independencia de Montenegro Colón, como estamos en capacidad de recordar) el escenario alusivo a la instrucción femenina era poco halagüeño en Venezuela. Los pocos centros de enseñanza para féminas que existían, perdían brillo al estar condenados a luchar contra un panorama tan oscuro y desalentador como el que les rodeaba. Pero en la fecha indicada se hizo manifiesta la preocupación tendiente a otorgar beneficio educativo a las niñas, pues a partir de ese año comenzaron a expresarse varias voces que exteriorizaban malestar ante este abandono o, en actitud más decidida, reclamaban decisiones inmediatas sobre la materia [3].
Por ejemplo, desde la revista La Oliva (abril de 1836) se ofrecía un rápido esbozo que pintaba oscuros contornos sobre este particular: «tampoco hay [escuelas] donde colocar á las niñas, de manera que esta preciosa porcion de la sociedad, esperanza de las familias, se educa á la ventura, sin orden, método ni aprovechamiento» (1836: 60). En 1837 la cuarta entrega de Reformas Legalesvolvía la mirada sobre el problema relativo a la instrucción femenina, en el extenso «Discurso sobre la necesidad de un nuevo sistema de educacion pública en Venezuela» que aparecía sin firma (abril 15: 49-59), allí no se vacila en asegurar que:
prescindiendo de esa educacion rutinera que consiste mas bien en enseñarles oficios domésticos, y que descuidando de nombrarles el entendimiento y formarles el corazon: las hacen incapaces del bien, tontas y presuntuosas, por la superficial educacion que las mas afortunadas reciben: fáciles para la seduccion; y muy perjudicial el influjo que ejercen en nosotros para la sociedad en jeneral (1837: 54).
Los comentarios sobre la materia continuaron por esa tónica hasta fines de la década. Al llegar al último año, en 1839, las críticas en ese sentido se intensifican de manera sensible. Dentro de esta orientación cuestionadora, el Correo de Caracas (enero 23 de 1839) incluía un texto firmado por H.H. (siglas que, según lo dicho, ocultaba el nombre de Fermín Toro) titulado, justamente, «Educación de las mugeres». Las solas líneas que me interesa recordar en este instante son éstas: «Aquella mitad de la especie humana comunmente designada con la denominacion de bello sexo [...], está algo desatendida entre nosotros por lo que respecta á educación».
La Guirnalda (impreso que merece nuestra atención constante, porque forma parte de las publicaciones que se comenzaron a escribir en el continente durante los inicios del siglo XIX, concebidas para un público lector femenino) dio cabida a dos textos: uno en el número 3 (agosto 18 de 1839), titulado «Educación del bello sexo», firmado por «A.M.O.R.» (texto de evidente factura masculina), y otro en el número 6 (noviembre 15 de 1839), que se identifica como «Carta I» (idem), para alertar sobre este asunto. La «Educación del bello sexo» es de sumo interés porque ofrece una semblanza de la situación de la mujer en la Venezuela de comienzos de siglo, semblanza que resulta desalentadora. En determinado momento recuerda «A.M.O.R.» que «no se ha podido hasta ahora establecer colegios nacionales para nuestra educación» (1839: 40); y abogaba a favor de «un establecimiento adecuado al interesante fin de formar el corazón y cultivar el espíritu de las niñas» (idem). A ellas no se les cultivaba el «entendimiento», como se les permitía a los niños, sino el «espíritu».
De manera pues, el reclamo comenzaba a ser constante. Pero el hecho de que se empezara a escribir sistemáticamente desde el segundo quinquenio de la década sobre este asunto, no significaba una ausencia total de instrucción para las niñas de la República, en correspondencia con lo que hemos podido comprobar. Pienso que ese reclamo puede traducirse de varias maneras: en primer lugar, en el deseo de que se ampliaran los centros escolares destinados a las pequeñas; en segundo lugar, y tomando como base lo expresado por Reformas Legales en 1837, estaban en desacuerdo con «esa educacion rutinera que consiste mas bien en enseñarles oficios domésticos»[4]; finalmente, esos voceros, representantes de la élite dirigente, estaban pensando en un sistema escolar para sus niñas que fuera distinto al ensayado hasta el momento. En estrecha vinculación con el último punto que enumeré, es propicia la ocasión para recordar otro de los planteamientos que se indicaban en el Correo de Caracas el 23 de enero de 1839: su desinterés en hablar «de las personas que absolutamente carecen de medios para darla [educación] á sus hijos: semejantes inconvenientes toca á los encargados de la cosa pública removerlos». Con ese demoledor comentario la separación socioeconómica quedaba planteada de manera frontal. Es decir, a ese sector lo que le interesaba era la instrucción para sus niñas. Nada más.
En sintonía con esta idea, estaba el razonamiento que leíamos en La Guirnalda, la revista de José Quintín Suzarte [5]: el referido a la apertura de centros de enseñanza, que allí no llamaban escuela sino «colegios» («no se ha podido hasta ahora establecer colegios nacionales para nuestra educación», señalaba «A.M.O.R.»). Es decir, aquí también se pensaba en un sistema de enseñanza distinto o, en todo caso, que superara la modalidad vigente en las escuelas establecidas. Es claro que ambicionaban mucho más que la lectura, la escritura, la aritmética y «las labores propias de su edad y sexo». Por eso resultaba natural hablar de «colegios», porque estaban ideando un centro de enseñanza que superara el que consideraban gastado esquema de las escuelas vigentes. Adviértase que en La Guirnalda no había temor en plantear que esas instituciones estuvieran bajo el patrocinio del Estado. De todas maneras, según tendré oportunidad de demostrar de inmediato, muy pronto estas exigencias que leíamos en La Oliva, Reformas Legales, La Guirnalda y el Correo de Caracascomenzaron a ser atendidas.
3.1. La reacción del sector oficial
Eran tan sistemáticas las objeciones venidas desde la esfera no gubernamental (particularmente en artículos insertos en las publicaciones periódicas), relativas al poco adelanto en la creación de establecimientos escolares para niñas (sobre todo colegios), que no pasó mucho tiempo para que se dejaran conocer los argumentos venidos del sector oficial. Para poder calibrar resultados, demos una rápida (h)ojeada al informe sobre instrucción pública que elevaba el Secretario del Interior y Justicia en la Exposición que dirige al Congreso de Venezuela en 1840... En esa oportunidad expresaba el representante oficial, Ramón Yepes, un llamado de alerta que, decididamente, estaba en sintonía con la clarinada de La Oliva, Reformas Legales, Correo de Caracas y La Guirnalda. Decía el funcionario lo que copio a la letra:
Siendo la educacion del bello sexo un ramo tan importante de la instruccion pública, y permaneciendo ella hasta hoy confiada á establecimientos particulares, que abandonados á sus propias fuerzas, carecen de los recursos necesarios para poder progresar, ha creido el Gobierno que ya es de necesidad ocuparse en escogitar los medios de mejorar la educacion de esta porcion influente de la sociedad (1840: 39).
El Secretario del Interior y Justicia llegaba a esas conclusiones después de haber conocido el informe de la Dirección de instrucción pública elevado por su presidente, José Vargas, y que aparecía como anexo a la citada Exposición... de 1840. Lo cierto es que en ese anexo, es decir, la «Exposicion que dirige al Excmo. Sr. Vicepresidente de la República encargado del Poder Ejecutivo, la Direccion general de instruccion pública en 1840», se aseguraba que en Venezuela la escolaridad primaria se cumplía en la siguiente proporción: a las escuelas públicas concurrían 5.568 varones y 338 hembras [era la terminología empleada]; en las escuelas privadas la proporción era de 1.247 varones y 792 hembras para un total de 7.945. Unas cifras que, tomando como base de cálculo una población de 904.000 habitantes, permitían concluir que el porcentaje era de «0,88 á 100, esto es, menos de uno por cada 100 habitantes, ó uno por cada 114» (Exposición..., 1840: XXII) que acudían a las aulas [6]. De donde evidenciamos que el porcentaje de asistencia femenina al salón de clase era significativamente inferior a la de sus congéneres; pero, a su vez, que el porcentaje de niñas que asistían a escuelas privadas duplicaba a las que iban a escuelas públicas. Ese dato es revelador porque demuestra que la élite estaba interesada en instruir a sus pequeñas. Las escuelas privadas, según comentario de la Exposición... de 1840 no tenían ningún tipo de control por parte del Estado. A partir de ese dato infiero que en ellas todo dependía de las capacidades de la preceptora-fundadora del local. A tal efecto, puede compararse el programa de las escuelas en los años 30 y el de la señora Campbell, por ejemplo, donde se comprobará que esta última ambicionaba el cumplimiento de objetivos pedagógicos mucho más ambiciosos.
Retomando el inventario de las escuelas del Estado, había provincias —se mencionaban los casos concretos de Apure, Barcelona, Carabobo y Margarita— en las cuales no había escuelas para niñas, ni públicas ni privadas. La citada exposición revelaba que la provincia de Cumaná era la más beneficiada en este sentido, pues contaba con 4 escuelas públicas para niñas (lo que hacía un total de 89 alumnas); seguida de Maracaibo, con 1 escuela y con 86 inscritas [7]; para cerrar la lista, también con 1 escuela, Caracas [8] (59 alumnas), Guayana (57 alumnas) y Barquisimeto (47 alumnas).
En lo que concernía a las escuelas privadas, el primer lugar se lo llevaba la provincia de Maracaibo, que contaba con 18 establecimientos para niñas a los cuales asistían 382 educandas; le seguían las provincias de Caracas, con 12 escuelas y 298 alumnas; Cumaná con 3 locales educativos y 50 inscritas; después aparecían Barinas, Mérida, Trujillo y Coro, todas con una sola escuela privada y una escolaridad de 27, 15, 10 y 10 alumnas respectivamente. Como se advierte, las cifras revelaban un panorama decididamente desestimulante.
Con el correr de los años, incluso aquellas provincias que habían desestimado el asunto relacionado con la instrucción dirigida a las niñas [9], comenzaron a manifestar una actitud distinta. En Barcelona donde —como se vio en la Exposición... de 1840, no había una sola institución escolar para las pequeñas— se comenzó a sistematizar la exigencia en este sentido al arribar a la década del 40. Desde El Republicano (Barcelona de Venezuela, noviembre 14 de 1844) un largo artículo titulado, precisamente, «Instruccion primaria» partía de esta consideración:
La naturaleza encargó á las mugeres de la direccion de los primeros pasos que damos en la adquisicion de los conocimientos primarios. A ese sexo que abre y cierra nuestros ojos es á quien está encomendado el encargo de darnos las primeras lecciones, y de su educacion é instruccion es que depende el provecho de esas lecciones.
El argumento precedente era reforzado por otro, que salía cargado con la fuerza que le otorgaba el convencimiento frente a lo expresado:
Otra razon nó menos poderosa nos obliga á ver la educacion del bello sexo como un objeto de nuestra preferente atencion. Destinada la muger por la naturaleza y la civilizacion á formar el encanto de la vida doméstica, á ser nuestro consuelo en los reveses de la fortuna y á multiplicar nuestros goces en la prosperidad, necesita para llenar estas interesantes funciones, de que su alma este adornada con todas las galas de la ilustracion.
La Exposición que dirige al Congreso de Venezuela en 1841 el Secretario de lo Interior y Justiciacontemplaba «la interesante noticia de que en la provincia de Mérida hay suficientes capitales para plantear un colegio de niñas» (1841: 9)
Al llegar a la Exposición... de 1848, no podemos sino señalar variaciones sustantivas al compararla con el número de escuelas que conocimos ocho años atrás. En esta oportunidad cada una de las provincias sostiene, cuando menos, una escuela para niñas; esa tendencia permite sumar en todo el país un total de 41 locales educativos dedicados al primer nivel de enseñanza.
En 1853 la Exposición... del Secretario del Interior y Justicia no era tan optimista como la anterior, porque apenas puede reconocer escuálidos avances sobre instrucción pública. Era lo que cualquier lector atento pudo haber sospechado, debido al silencio sobre esta materia durante esos años. Decía el documento relativo al tema que «se desprenden necesariamente mil observaciones desconsoladoras» (1853: 52). Es evidente que los conflictos internos —como no se cansaban de reseñar en los informes de instrucción pública— venían afectando el desarrollo del programa instruccional en todas las provincias.
Como no es mi intención actual la elaboración de un catálogo nacional exhaustivo sobre escuelas para niñas en la República, opto por sellar aquí el que he venido organizando. Es una búsqueda que reclama mayor atención de la que puedo dispensarle en este momento. En el presente sólo he querido indicar los inicios de un proceso que adquiriría mayores proporciones en los años finales del siglo. De todas maneras, puede advertirse que, progresivamente, el sostenido ayuno intelectual comenzó a ser advertido, y un número cada vez mayor de las hijas, nietas y hermanas de los letrados venezolanos empezaron a recibir el beneficio de la instrucción.
3.2. Las iniciativas privadas
Así como en el caso de los niños, los patricios tenían definido el nivel socioeconómico que deseaban para la convivencia escolar de sus descendientes femeninas. Por esa razón, no se sintieron atrapados por la idea de confiar la formación de sus hijas al Estado (a pesar de lo sugerido por La Guirnalda). Más bien fueron proclives a favorecer la enseñanza privada. Conscientes de esa situación —y ante el clima de expectativas que se había generado en torno a la materia—, algunas damas letradas se apresuraron a abrir establecimientos de enseñanza para las niñas. Los más renombrados (un prestigio al que contribuyó con creces la promoción que se ofrecía desde la prensa periódica) se inauguraron en Caracas. Estuvieron tan acordes con las exigencias del mercado, que no quisieron hablar de escuelas —como lo había hecho la señora Campbell— sino que optaron por acoger el enunciado «colegio» para hablar de sus espacios docentes. En Venezuela hubo, entonces, colegios para niñas.
En ese sentido, puedo adelantar en este momento que, en la segunda mitad de la década del 30, se experimenta una significativa transformación en materia educativa porque, a partir de ese instante, hacen su entrada los colegios privados para la prole femenina de la élite letrada. Como indiqué, Caracas fue abanderada en este sentido pues en 1837 se pusieron en marcha el Colegio de Educandas dirigido por las señoras Encarnación, Teresa y Concepción Luque y el Colegio de la Concepción de las señoras Dolores y Manuela Guido; un tercer establecimiento, la Nueva Escuela de Señoritas, fue fundado en 1838 por las señoras Jugo. El Estado venezolano no quiso quedarse atrás y en 1840 decreta el Colegio Nacional de Niñas con sede en Caracas, aunque es sólo en 1841 cuando comienza a funcionar con regularidad [10].
En una primera etapa (el primer año, aproximadamente) el nuevo nombre (el colegio) no vino acompañado de una concepción novedosa. Más bien conservaron el esquema tradicional de los cursos que ya conocimos en las escuelas del Estado. Pero muy pronto supieron colmar las ambiciones de los padres de sus alumnas. La novedad de estos colegios residió en el hecho de que superaban la etapa de la escuela, donde fundamentalmente se enseñaban las materias básicas: leer, escribir, las cuatro reglas matemáticas y religión (en forma irregular se ofrecía en los programas «labores propia del sexo»). En ellos, en cambio, además de las materias citadas —que correspondían al nivel escolar— se abrieron otras opciones: geografía, historia, urbanidad, música, etc. Son materias en las que me detendré más adelante.
El asunto relativo a los contenidos programáticos despertó no pocas preocupaciones entre los letrados. Tuvimos ocasión de leer en párrafos anteriores varias opiniones dirigidas a ese fin. Por esa razón, corresponde examinar la génesis y orientación que tuvieron los cursos que se ofrecían a las educandas. Sobre todo merecen este examen los colegios, lugar donde se dio la mayor innovación del período.
3.3. La instrucción del llamado «bello sexo»
Fue ambición acariciada por ese patriciado la reconsideración de los contenidos programáticos que se ofrecían en el aula de la escuela. Ya no les bastaba para sus hijas las materias tradicionales que se venían dictando desde el período colonial [11]. Aspiraban mayores retos y, por esa razón, en este parágrafo, quiero referirme brevemente a los programas que se diseñaban para beneficio de las educandas. De acuerdo con el procedimiento aplicado anteriormente, al hacerlo no podré evitar las (fugaces) comparaciones con los cursos diseñados para los educandos. De esa manera podremos advertir las diferentes concepciones educativas que se practicaron en uno y otro caso.
Algunos renglones atrás he mostrado algunas opiniones de los letrados de los años 30 que volcaron su parecer en torno a lo que pensaban debía ser la escolaridad para las futuras mamás. En este momento voy a ofrecer otro parecer sobre el particular porque me servirá para indagar en aspectos de interés sobre esta materia. En efecto, en 1838, El Nacional de Caracas (7 de enero) aconsejaba que se les debían enseñar a las niñas y jóvenes no sólo a leer y escribir, y principios religiosos, es decir, primeras letras «sino los modales, las maneras de las jóvenes. El dibujo y la música acompañan á la costura y al bordado, y entre poco esperamos que los elementos de geografía, historia y algo de física con aplicacion á las agendas domésticas».
Que los nuevos colegios se inauguraron con apego al esquema docente que les precedía lo demuestra el comentario del redactor de este semanario, quien pedía la ampliación del programa de estudios, tomando en cuenta que uno de los establecimiento caraqueños, el de las señoras Guido, que ya funcionaba para la fecha de su reclamo, sólo ofrecía las clases de «lectura, aritmética, geografía y gramática castellana» [12]. Se puede apreciar de esa enumeración que casi no se ha alterado el pénsum de las escuelas existentes. La novedad está en que se toma en cuenta la clase de geografía, mas no las labores de mano. Me voy a permitir la transcripción de los programas de estudio de algunas escuelas de niños y niñas. Sirvan esos renglones para destacar los obvios contrastes entre uno y otro programa.
En efecto, como demostración del interés que les despertaba la materia, en 1848 la Diputación Provincial de Caracas se propuso organizar el programa de estudios en los dos tipos de escuelas, las de niños y niñas. Tomo el ejemplo de ese año a falta de un cuadro comparativo entre ambos establecimientos (de niñas y niños) en fechas anteriores. En esa oportunidad la escolaridad se concibió de esta manera: en las escuelas primarias de niños se debía enseñar: «1º Lectura correcta. 2º Religion cristiana, máximas de buena moral, principios de urbanidad y cortesía práctica. 3º La Constitucion de la República leida y esplicada: 4º Escritura en forma, clara y hermosa: 5º Aritmética; 6º Elementos de Gramática» (Ordenanzas, Resoluciones y Acuerdos..., 1848: 16). En lo que concierne a las niñas, el programa de enseñanzas de ese mismo año, decididamente, resulta menos atractivo para nuestra mirada presente. Ellas debían desarrollar sus destrezas en «todos géneros de costuras y bordados, leer, escribir, religion cristiana, principios de urbanidad y las cuatro reglas de aritmética» (Ordenanzas, Resoluciones y Acuerdos..., 1848: 20).
De la revisión de los dos tipos de programa, podemos inferir la asignación de parcelas de poder. Una de ellas tiene que ver con la materia de moral. Mientras los niños veían conducta ciudadana (moral ciudadana) a través del estudio de la Constitución y máximas de moral —lo que no era óbice para que se les inculcaran preceptos de religión—, las niñas estaban excluidas de esa esfera de conocimiento. Era un saber que no se consideraba como parte de sus competencias. Por ese motivo, las lecturas que destinaban para su formación moral se detenía en una sola acepción de la moral: la cristiana.
Las Ordenanzas de una provincia vecina a Caracas (Ordenanzas, resoluciones y acuerdos de la H. Diputación Provincial de Carabobo en 1852) fijaban lo relativo al régimen escolar de las pequeñas de esta manera: «Art. 1º. Las materias de enseñanza en las escuelas públicas de niñas, serán las siguientes: lectura, escritura, aritmética, gramática castellana, los principios de religion, moral y economía doméstica, la costura en toda su extension, el bordado, lavar seda y punto, dar colores y teger medias y encajes» (1852: 47) [13].
En cuanto a los colegios, el de Montenegro Colón —el Colegio de la Independencia— abrió con las siguientes materias: «Fundamentos de nuestra religión; Urbanidad; Lectura y escritura; Gramática castellana, latina, francesa é inglesa; Aritmética, álgebra y geometría, Geografía; Elementos de historia y de física; Teneduría de libros» (Gaceta de Venezuela, mayo 7 de 1836), poco después abriría la de moral. Adviértase el contraste con las materias del colegio de las señoras Guido en 1837. Muchos otros rasgos permiten diferenciar un colegio de niños de su correspondiente femenino. En este momento quiero llamar la atención sobre el tiempo dedicado a la jornada en el aula. En el caso de los niños y jóvenes, tanto las escuelas como los colegios cumplían dos turnos (mañana y tarde), por contraste, ellas estaban invitadas a cumplir una rápida asistencia al salón. Por ejemplo, era habitual que los dos turnos de clases en los colegios de niños se extendieran de 9:00 a.m. a 12:00 m. y de 3:00 a 5:00 p.m. (había variantes en la hora de entrada, en algunos lugares se entraba al aula a las 8:00, no faltaron los excesos de concurrir ¡a las 6:00 a.m.!) [14]; mientras que las niñas cumplían un solo turno (habitualmente de 10:00 a.m. a 3:00 p.m. con una hora de receso).
Siguiendo a estas últimas, con el paso del tiempo (aproximadamente a partir de 1838) esas casas de estudio femenino introdujeron modificaciones sustanciales, si los comparamos con las reducidas expectativas que ofrecían en un comienzo (las mismas, repito, de las escuelas que venían funcionando desde tiempo atrás). Me parece que no admite mayor discusión la idea de que lasescuelas de niñas mantuvieron la misma concepción que se había visto en el período colonial: pocas materias de estudio (las fundamentales) y formación doméstica. Por el contrario, el surgimiento de loscolegios de niñas fue posible porque esos establecimientos (a los cuales también solían darle el nombre de casas o centros de enseñanza) asimilaron otra concepción educativa. Eran el nivel superior, la culminación de lo que se consideraba la formación académica sistemática para el llamado bello sexo.
En función de lo dicho, veo de extremo interés explorar en la génesis del diseño curricular que la dirigencia estimó como el más adecuado para las educandas del nivel medio. Resulta claro que el problema a enfrentar tenía que ver con los contenidos programáticos que se diseñaron para esos establecimientos de enseñanza. Debo anunciar desde este instante, que el debate sobre el problema moral, en la acepción de ciudadanía, estuvo ajeno en este contexto, porque esa dirigencia consideró innecesario estimular la participación política del ala femenina de la sociedad.
Pienso que para examinar cabalmente la medida de esa concepción educativa, resulta oportuno recordar que, en fecha tan temprana como 1833, Tomás Antero reimprime en Caracas una obra titulada Cartas sobre la educación del bello sexo por una señora americana. Se trata de un texto que, no por obra del azar, tuvo enorme repercusión en la mentalidad de los lectores de entonces, al punto de que fue reimpreso en la ciudad capital.
La autora (una estadounidense que mantuvo en todo momento el anonimato) ofrece un «Prefacio» fechado en Londres en 1824, donde asienta datos puntuales. En esos pocos párrafos introductorios, informa a los destinatarios del volumen que salió de la nación norteña a raíz de «[l]as primeras convulsiones políticas de mi patria». Determinada por esas circunstancias, su familia busca asilo en Europa. El texto llega a mano de los lectores venezolanos por mediación de «un amigo de la instruccion pública», quien decide reimprimirlo porque es un «tratado de educacion [...] de que tanto hemos carecido». Con estas rápidas palabras nos pone en conocimiento de que estamos ante el primer libro que se leyó en Venezuela relativo a la instrucción de las niñas porque, ciertamente, el conjunto de doce cartas que le dan forma al conjunto, está dedicado exclusivamente a las mujeres [15]. La lectura de esas páginas nos revela en qué medida nutrieron la concepción pedagógica que se impuso en Venezuela en lo referente a la instrucción de las niñas.
Como estrategia discursiva, la autora «americana» se decide a transcribir el programa de estudio de las escolares inglesas, programa que, obviamente, fue sometido al examen selectivo de los lectores (censores) venezolanos. Por ese medio, se enteraron de que, en Inglaterra:
La enseñanza intelectual y artística es casi la misma en todas las casas de educacion, á saber, primeras letras, aritmética, dibujo, geografía, y conocimiento de los globos, música, que incluye el solfeo, el canto, el piano, ó el harpa, historia, baile y toda clase de costura y bordado. En algunos establecimientos se enseña la botánica y la astronomía, y en todos alguna, ó algunas lenguas modernas, dando la preferencia al frances, al italiano y á veces, al aleman (1833: 102).
Puedo adelantar que, con prescindencia de la botánica, la astronomía y el alemán e italiano [16], las otras materias fueron las que tanto reclamó la élite —a partir de 1836— para las féminas que aseguraban su descendencia. Fueron más lejos aquellos[as] venezolanos[as], porque hasta tomaron en cuenta el consejo de la autora referido a «la correccion de la letra [...]. La letra inglesa es elegante y airosa» (1833: 44) [17].
La autora estadounidense no descuidaba parcela, porque hasta se detuvo a examinar lo concerniente al castigo corporal. En este sentido, observaba que en las casas de educación de Inglaterra «se desconocen absolutamente» (1833: 100). En Venezuela, no es fácil encontrar referencias puntuales sobre el ensañamiento físico en contra de las niñas. Los reglamentos de los colegios privados no solían hacer mención al asunto. Quienes eventualmente se detenían a comentar la materia eran los órganos oficiales. Por ejemplo, la Diputación Provincial de Caracas, en 1848, organizó el funcionamiento de las escuelas públicas para ambos sexos y, en lo concerniente a las niñas, estableció lo siguiente: «Quedan abolidos en las escuelas los castigos crueles y excesivos» (Ordenanzas, resoluciones y acuerdos..., 1848: 23); la inferencia obvia a la que arribamos es que si se prohibía es porque se aplicaba. Pero, al mismo tiempo, estamos hablando de escuelas públicas en las que, cabe suponer, el reclamo paterno o materno frente al maltrato a la hija no tenía el mismo eco que el formulado en una escuela privada [18]. Es claro que las mujeres de la dirigencia no estuvieron exentas de sufrir penalidades físicas; las monjas, por ejemplo, podían padecer terribles castigos [19]. En cuanto a las escuelas de niños, también en ellas se reglamentó sobre esta materia [20], pero los directores de estas casas de enseñanza fueron menos discretos a la hora de mencionar los golpes y palmetazos; ellos, habitualmente, aludían al tema en el reglamento respectivo.
En muchos aspectos, las Cartas sobre la educación del Bello Sexo no inspiraron calco fiel. He indicado que también los lectores venezolanos supieron marcar distancia. Por citar un ejemplo, la autora compara en el «Prefacio» los modos de educar en Inglaterra y en Francia para observar que:
En Francia ví un particular esmero en darles aquellas gracias personales, aquel atractivo exterior que seduce á primera vista; en Inglaterra ví menos apreciadas estas dotes y mas concentrados los medios de enseñanza, en formar las cualidades sólidas de la vida doméstica. En Francia se inspira desde muy temprano el deseo de lucir, de cautivar la admiracion, de arrancar aplausos; en Inglaterra se enseña á las niñas á evitar todo lo que atraiga, no digo ya la atencion, sino las miradas de los extraños (1833: VIII-IX).
En desapego de la tradición gala, la autora «americana» proponía la alternativa anglosajona, que equivale a decir, el recato y la moderación de la escuela inglesa.
En fría demostración de su capacidad de discernimiento, los venezolanos y venezolanas de la élite supieron dar mayor valor a los esquemas conductuales de las francesas, porque puestos[as] a elegir entre la moderación que recomendaba la autora «americana» y el lucimiento que engalanaba las gracias de las francesas, optaron por lo segundo. En esta selección estuvo el principal escollo al momento de tratar de inculcar los principios de moral (religiosa, desde luego, y como atributo personal), como tendré oportunidad de examinar más adelante.
En todo caso, hemos podido apreciar que, así como decidieron tomar esas Cartas... como modelo, también tuvieron la determinación para rechazar algunas de sus indicaciones. En lo que dice relación con las propias decisiones femeninas, además de desoír el llamado al recato, no estuvieron ellas dispuestas a hacerse «la ropa interior, y exterior» (Cartas..., 1833: 64), como aconsejaba la americana; porque nuestras damas prefirieron adquiririr sus vestimentas en tiendas que las importaban directamente de París. Pero también las venezolanas estuvieron inclinadas al sacrificio, porque fueron más breves los períodos de vacaciones que se les otorgó, en comparación con los que recomendaba el libro anglosajón [21].
La rebeldía no sólo se manifestó en lo tocante al recato y a la vestimenta, pues tampoco aceptaron las damas venezolanas la prohibición de leer novelas, como recomendaba el volumen que estamos tomando como referencia [22]. En realidad las hijas de la patria de Bolívar se convirtieron en aventajadas lectoras de la ficción novelesca [23]. Manifestaron enorme regocijo en el consumo de historias de ficción, sobre todo las de procedencia francesa.
Pero el libro de la dama estadounidense no fue el único que atrapó la atención de los letrados venezolanos del período. Otro material, esta vez concebido en Francia, como cabe suponer, y que también se reimprimió en Caracas, por la misma casa de Tomás Antero en 1835, sirvió de guía pedagógica durante esos años. Hablo aquí de la Última despedida de la Mariscala a sus hijos: compuesta en francés por el marqués Caracciolo &. y traducida al castellano por el español D. Francisco Mariano Nifo. La propuesta de Caracciolo no toca tan directamente el problema educativo como el texto anterior, ni tampoco se refiere en exclusiva a las niñas. En este caso la estrategia discursiva apela a la figura de una madre que, en el lecho de enferma, aconseja a sus tres vástagos: uno que ha tomado la carrera de las armas, un sacerdote y una hija.
Creo que este libro tuvo menos acogida que el anterior, porque no se le menciona en las reflexiones que aventuraron sobre la materia educativa. En cambio, como veremos posteriormente, las Cartas sobre la educación del bello sexo se leyeron y se citaron con profusión en el período, sobre todo en la época de exámenes, por ser uno de los libros preferidos como obsequio para las alumnas más aventajadas. En todo caso, quiero detenerme brevemente en los planteamientos del marqués porque también son de utilidad para observar en qué medida esos libros eran recibidos con mirada crítica. Por ejemplo, este autor no simpatiza con el teatro. Leamos sus apreciaciones al respecto:
El teatro es diariamente el escollo de innumerables jóvenes, á quienes la vista nomas de una comedia seduce y precipita en todo género de extravios y locuras: ellos solo gustan de mugeres teatrales, y de aqui proviene el descuido de sus obligaciones, el desórden de sus negocios, haciéndose la fábula del público, como tambien la ruina de su casa (1835: 69-70).
No obstante esas reconvenciones, sabemos que el público letrado venezolano adoró el teatro y concurrió a colmar sus butacas con absoluta fidelidad [24]. De hecho, una de las actividades públicas más promocionadas era la representación teatral; se la contaba en las casas de habitación como una de las diversiones habituales de la familia y amistades cercanas, pues en el montaje intervenían varios miembros de la familia. Muchas veces uno de los hermanos o hermanas hacía la traducción (casi siempre del francés o el italiano) y, luego, se ejecutaba la pieza para beneplácito de los amigos y amigas que eran invitados al acontecimiento.
Pero volviendo a los dos libros citados previamente, no fueron los únicos que se tomaron en cuenta para que inspiraran la educación de la «otra mitad del género humano» durante esos años. También fue importante la Enciclopedia de la juventud ó Compendio de todas las ciencias, para el uso de las escuelas de ambos sexos, volumen de autoría francesa, escrita por Joseph René Masson. La obra de 442 páginas pretendió compendiar todas las ciencias, en un afán de síntesis que redujo hasta la simplicidad los contenidos educativos.
La Enciclopedia de la juventud... apareció pocos años después de los cuatro volúmenes que conforman la Geografía general para el uso de la juventud de Venezuela de Montenegro Colón (los cuatro tomos se imprimieron entre 1833 y 1837). La edición venezolana de la Enciclopedia de la juventud... en 1839, permite suponer que los volúmenes de Montenegro no tuvieron buena acogida, cuando menos en los colegios de niñas [25]. Digo esto por el tipo de exámenes que se practicaban en esos establecimientos, los cuales se limitaban a la demostración de rápidos conocimientos sobre las materias contempladas en el programa. No había mayores deseos de profundización. A final de cuentas, las Cartas sobre la educación del bello sexo le atribuían como única importancia a las clases de geografía, por ejemplo, el hecho de que: «En el trato social se ofrecen continuas ocasiones de echar mano de estos conocimientos, y sin ellos no es posible entender las conversaciones interesantes de los hombres instruidos» (1833: 45). En suma, sólo se trataba de saber, verbi gratia,dónde quedaba Inglaterra o dónde se situaban los polos. Priva aquí la idea del deslizamiento en el salón, para que ellas pudieran «entender las conversaciones masculinas».
Para recibir ese barniz cultural, los volúmenes de Montenegro Colón resultaban excesivos. Por contraste, la Enciclopedia de la juventud... cumplía el cometido de aligerar el esfuerzo cognoscente de las educandas. El volumen de procedencia francesa guarda un inocultable afán de síntesis, y en esa bondad encuentra el editor la gratificación para las discípulas, según expresa el editor caraqueño en la «Introducción» a la reimpresión venezolana:
porque en un solo tomo y bajo el método mas sencillo hallan compendiados los elementos de su enseñanza en la religión, en la historia sagrada y profana, y en la natural de animales, en la gramática, arte de escribir, retórica, aritmética, dibujo, lógica, poesía, música, geografía, comercio, agricultura, botánica y otras muchas curiosidades («Introducción» por El Editor a Masson, 1839: IV).
Bajo el modelo discursivo de la pregunta-respuesta propia de los catecismos cristianos, organiza un saber que llega a la más plena y profunda simplicidad. Contrastamos la Enciclopedia... con laGeografía... de Montenegro Colón y no imaginamos a una niña de entonces tomar en cuenta los puntuales contenidos de los cuatro volúmenes escritos por el director-fundador del Colegio de la Independencia. En un recorrido inverso, sí llegamos a imaginar las cercanías con la didáctica francesa.
Para que se advierta el relampagueo de los contenidos, leamos toda la información referida a Europa que figura en la Enciclopedia de la juventud... Desde ya advierto que se trata de un lacónico parágrafo donde el contenido informativo se limita a esta explicación:
P. Qué límites tiene la Europa?
R. Por el Norte, el océano helado del Norte; por el Oriente, Asia; por el Sur, el mar Mediterráneo; por el Occidente, el océano Atlántico.
P. Por qué es célebre Europa?
R. Por la sabiduría, cultura, inteligencia y actividad de sus habitantes, por la fertilidad de su terreno y por la suavidad de la mayor parte del clima que en ella domina. [A continuación se enumeraban los países que conformaban un continente tan lleno de sabiduría] (1839: 95-96).
Allí se agotaba lo que las niñas debían saber sobre el continente modelo de ejecutoria humana. Nos preguntamos qué se perseguía con la escolaridad femenina y se nos ocurren dos respuestas. Una de ellas —que tuvo enorme arraigo en los sectores socialmente hegemónicos— es que se auspiciaba una enseñanza para el lucimiento social, para capacitar a la niña en el arte de la conversación [26]; en fin, para convertirla en centro de la vida de salón, como era habitual en Francia. La otra, más en sintonía con la dama «americana», es que hubo un sector que habló de recato y moderación. Ambas tendencias coexistieron, pero esa coexistencia no fue armónica, de acuerdo con los acontecimientos que relataré de inmediato.
3.3. Una polémica educativa: modestia y moral/lujo y fiestas
La idea que he utilizado como cierre del punto anterior no es producto de la ficción ni tampoco debe catalogarse de apresurada. Hubo, ciertamente, un enorme interés por la vida pública, entendida como lucimiento de salón, porque la capacidad de frecuentar escenarios llamados al disfrute se consideraba sinónimo de adelanto colectivo. Para examinar este punto, volvamos a los llamados establecimientos de instrucción de carácter privado que estaban dirigidos a las niñas de la élite caraqueña en los comienzos del período republicano. Sólo así conoceremos que esa etapa no estuvo carente de inarmonías porque, ciertamente, no todo transcurría tan apaciblemente como se podría pensar.
Desde el mismo momento en que se pusieron en marcha las casas de estudios de las Luque, las Guido y las Jugo, se consagró una rivalidad a la que, hasta donde conozco, no se ha prestado atención. Esa desatención obedece a que los estudios sobre la escolaridad en Venezuela en el sigloXIX han sido muy pocos, y los que se han realizado no toman en cuenta los aspectos que atiendo en este momento (lo que pudiera calificar de «privacidad» de esos institutos). A mi manera de ver, en esos colegios entraba en juego un problema que se vincula con la concepción que se tenía de esos estudios, es decir, el para qué se impartía esa instrucción. Pasemos a revisar este aspecto.
Hasta donde he podido determinar, entre los grupos [27] que abogaban a favor de la instrucción que se debía otorgar a la mujer, había consenso en torno a las materias que tenían que recibir. En todo caso, el sentido último de la instrucción se cumplía cuando lograba tener «aplicación a las agendas domésticas» (El Nacional, enero 7 de 1838) y «formar el corazon y cultivar el espíritu de las niñas» (La Guirnalda, agosto 18 de 1839: 40). Para decirlo con otras palabras que utilizaba el mismo articulista de El Nacional, había que estimular los principios de religión y moral porque al inculcarlos en edad temprana servía de «freno á las pasiones en la adolescencia, de antorcha en los nublados supersticiosos de la ignorancia, y de dique en la edad madura» (enero 7 de 1838).
Cuando se descuidaba la educación moral (entendida como recto proceder), la joven quedaba expuesta a padecer experiencias desafortunadas, como las vividas por Matilde, el personaje del relato «El lazo de cintas» (La Guirnalda, julio 18 de 1839: 10-16). Un cuento corto que, atrapado en la pretensión didáctica, llevaba al narrador a enjuiciar los inconvenientes que acarreaba una instrucción mal concebida [28]. Todos los errores e insanias de una orientación encaminada en forma errática, quedaban emblematizados en Matilde, la linda jovencita protagonista de la historia, joven sobreprotegida por los padres:
quienes siguiendo la comun costumbre, habian descuidado su educacion moral por hacerla brillar en la sociedad: por eso, Matilde cantaba como un ángel, tocaba el piano con gracia y era la más hábil bailarina de la capital. Su cabeza de diez y ocho años no pensaba mas que en galas y festines (1839: 11).
La instrucción, en suma, era necesaria porque «una muger sin talentos y sin ilustracion, no puede conocer sus deberes ni hacer la felicidad de ningun hombre» («La muger buena», relato aparecido en La Guirnalda (agosto 18 de 1839: 46). Adviértase de qué manera desaparece en toda esta argumentación la idea que privó en buena parte de los planes educativos para niños: la formación de ciudadanos. El patriciado venezolano no estaba interesado en ciudadanas: las quería emotivas y no racionales. La Guirnalda, por ejemplo, consideraba que toda actividad femenil fuera de casa debía estar orientada a fortalecer los principios de moralidad cristiana, o sea, recato. Era por eso que, incluso cuando aconsejaba frecuentar las tertulias [29], partía de esa base fundamental: el trato social debía desarrollarse dentro de las más estrictas normas de modestia, moral cristiana y cumplidas maneras. Es decir, el exceso de lujo, la ostentación, las actitudes llamativas quedaban proscritas. La instrucción pública de las niñas se justificaba —de acuerdo con lo que hemos leído anteriormente— en tanto las preparaba para «hacer la felicidad de los hombres», en palabras de La Guirnalda y, en general, de la sociedad patriarcal en su más amplia representación.
Otro escrito aparecido en La Bandera Nacional y que, obviamente, manifestaba el parecer de la redacción —porque se exponía en el editorial (octubre 23 de 1838)—, insistía sobre esas ideas, cuando le solicitaba a las diputaciones provinciales que consideraran la vigilancia de la primera instrucción: «muy particularmente en punto á moralidad, á compostura, buenos modales y aseo, pues la educasion primaria no debe limitarse unicamente á la parte literaria de enseñar á leer, escribir y contar».
Clara coincidencia, cuando hacemos las naturales comparaciones con la posición asumida por el redactor de La Guirnalda y, tiempo atrás, con las expectativas de Reformas Legales en 1837, en el instante en que se pronunciaba a favor de «formarles el corazon» a las niñas para evitar que fuesen «tontas y presuntuosas» y «fáciles para la seduccion» (1837: 54). Había mucha insistencia en esto del peligro que significaba el cortejeo, la seducción. Es un problema que no desarrollo aquí pero que, obviamente, habla de una conducta (tanto masculina como femenina) que no es tan reprimida, como tendemos a imaginar, en las relaciones entre los sexos.
A partir de las afirmaciones que me he permitido traer a colación, podemos advertir que cuando hablaban de la moral femenina la asociaban a dos campos de significación: o la vinculaban con el buen proceder, dentro de la terminología cristiana (en este caso, la moral se asociaba con la religión), o con el catálogo de virtudes (la moral del sujeto); o, en otro sentido, la identificaban con las maneras públicas, con la compostura y buenos modales (como reclamaba La Bandera Nacional, en 1838), esto es, con la urbanidad.
Llegados a este último punto, estamos acosados por la suficiente expectativa como para preguntarnos: ¿por qué era tan importante esa vinculación entre la moral y las buenas maneras, en lo que a instrucción para niñas se refiere? Para obtener una respuesta adecuada, tenemos que detener la mirada en un remitido que apareció publicado en El Liberal del 30 de junio de 1840. El texto mencionado se titulaba «Educacion del bello sexo», lo firmaba «Unos de estos» y fue escrito como respuesta a un remitido hondamente cuestionador que apareció en el Correo de Caracas días atrás, el 23 de junio de ese año, firmado por J.Q.S.
¿Por qué se molestaba J.Q.S. en hacer sus señalamientos?, ¿qué le incomodaba e intranquilizaba tanto, al punto de divulgar su «Educacion del bello sexo» ese 23 de junio en la publicación citada? Debo comenzar por señalar que, en ese escrito, el autor ponía reparos a tres particularidades propias de los colegios privados de niñas. Se refería a: 1º la incorporación de la mitología en la enseñanza, información que objetaba porque pensaba que esas historias de traiciones, raptos, engaños, etc. mancillaban el candor, inocencia y pureza de las niñas; 2º la entrega de premios, porque esa práctica auspiciaba la vanidad infantil; y 3º el enorme gasto al que se comprometían los padres que querían inscribir como interna a una de sus hijas en alguno de esos centros de enseñanza privada. Decía J.Q.S. que si un padre abrigaba tales aspiraciones no tardaría en sufrir profundo impacto (como sucedió a uno de sus amigos) «al ver que tenia que gastar cantidad, enorme no solo para Caracas sino para una capital europea».
Para que podamos ver en qué medida tenía razón J.Q.S. en lo concerniente al tercer punto de su crítica, en este momento me permito citar el equipaje solicitado a los padres de una niña a quien aspiraban inscribir como interna en un colegio capitalino. Los requerimientos materiales consistían en doce camisones, «seis de casa y seis de paseos: dos de estos últimos deben ser de seda», además «una saya de raso y dos mantillas, una blanca y otra negra» y toda una serie de objetos personales que, a juicio del articulista, sólo servía para inculcar en las niñas el exceso de lujo y vanidad.
La respuesta a J.Q.S. no tardó en aparecer, esta vez bajo la forma de un remitido que destacaba como característica del enjuiciamiento de J.Q.S. el ser un «largo artículo contraido á hacer una acerba crítica de la educacion de las jóvenes en los dos [30] colegios que existen en la capital». El autor de la respuesta firmaba como «Unos de estos». Las encendidas críticas que lanzara J.Q.S. desde el Correo de Caracas a «la educacion de las jóvenes en los dos colegios que existen en la capital» fueron contestadas, una a una, por «Unos de estos». A las tres objeciones que dieron origen a la polémica, «Unos de estos» opone sus respectivos argumentos. En relación con la primera dice que, así como en la mitología, también en la Biblia hay malos ejemplos de conducta humana, por eso de lo que se trata no es de tomarlos como patrón de conducta, sino como experiencias ejemplificantes, aleccionadoras; por añadidura se trata de «un puro adorno y una clase fuera de estatuto, es una simple adicion de las directoras á la clase de historia». En lo que concierne a los premios, el espontáneo (¿o interesado?) defensor de esos dos establecimientos privados responde que la honra de las niñas no admite resquebrajamientos porque, de una parte, las directoras son las encargadas de repartir esos premios, es decir, ninguna educanda se expone a recibir obsequios de desconocidos, y, de otra parte, esos premios debían verse como un estímulo al esfuerzo y no con el mal sentido que, alevosamente, prefería privilegiar J.Q.S. La respuesta al tercer argumento prefiero transcribirlo en su totalidad porque dice lo que yo no podría resumir tan bien:
En cuanto al tercer punto, contestaremos á U. que el Sr. R. Baralt, á quien U. alude al marcharse para Europa [31], dejó una hija suya en el colegio de las Sras. Guidos, cuyas señoras, como estamos bien informados, exigieron al padre el menaje para su niña en el colegio; esto es, siete camisones, entre ellos uno decente blanco para salir; saya y mantilla ó pañuelon negro para misa; un pañuelon tupido, seis camisas, seis túnicos de cota, seis pañuelos de cuello, seis id. de mano, seis pares de medias, seis paños de mano [32], seis sábanas y tres fundas. Un cubierto, un cepillo de dientes, una silla de costura, una aljofaina, una escupidera, una pizarra y demas avíos de costura. Ya U. ve que todo esto es muy distinto del cúmulo de falsedades que U. asienta. [...]. ¡Quien suponga 250 á 300 pesos de costo para equipar una niña, cuando se puede calcular, sin temor de equivocarse, el máximum cien pesos á pedir de boca!
Con esos señalamientos tan puntuales —que detallaban «el menaje» de una joven estudiante caraqueña— el defensor de los colegios de niñas le daba la razón a J.Q.S. porque, a todas luces, el ajuar no propendía al recato. Es decir, no se fomentaba en la niña la proclividad a la moderación, sino que se azuzaba la pasión que fue vista con horror por los censores de los cambios en la conducta pública: la propensión al lujo. Muchos escritos sobre el tema recorren las páginas de libros y publicaciones periódicas a lo largo del siglo XIX. Para que tengamos una idea de lo que significaban 100 pesos (en el supuesto de que ese haya sido el valor de los enseres y vestidos y no el de 250 ó 300, como sostenía J.Q.S.) el salario anual de una preceptora en Barcelona, vigente para 1847 era de 144 pesos (Ordenanzas, resoluciones y acuerdos..., 1847: 160). No pude encontrar información sobre el salario de una preceptora en la Caracas de 1840 [33].
Volviendo a la polémica que estamos revisando, al seguirle la pista a «Unos de estos» comprobaremos que su respuesta no estuvo aislada. El 7 de julio, siempre desde el Correo de Caracas, J.Q.S. vuelve de nuevo con «Educacion del bello sexo», donde prácticamente repite lo fundamental del escrito anterior. El 21 de julio, en El Liberal, otro desmentido (esta vez sin firma) se propone ajustar cuentas con J.Q.S. Los argumentos que esgrime son, básicamente, los mismos que conocemos, pero en la lista del «equipaje» (como se ve, éste no habla de «menaje») olvida algunos avíos que ya nos son familiares, e incluye otros que, en estos tiempos, no nos imaginamos usar. Así, pues, el desconocido autor menciona: seis trajes para el diario, dos de salir, seis camisas, seis «túnicos», seis pares de medias, seis pañuelos de mano, seis pañuelos de cuello, seis toallas, tres fundas, seis sábanas, dos colchones, catre, almohada, colchón y avíos de costura [34].
Esta polémica no tendría mayor significación si no nos aportara importantes elementos de juicio, que nos ayudarán a esclarecer algunas ideas en torno a las concepciones pedagógicas referidas a la instrucción de las niñas y jóvenes venezolanas del XIX. Con el propósito de seguir indagando en el fondo del planteamiento de J.Q.S., nada mejor que detenernos a examinar los acontecimientos que se desarrollaban cada vez que se producían los exámenes finales de alguna de esas instituciones para niñas y jóvenes. Sigámosles la pista, pues, a estas prácticas llamadas a evaluar el rendimiento escolar, para enterarnos de los procederes que las escuelas y colegios venezolanos dirigidos a las niñas de la élite consagraron durante esos años.
Lo primero que quiero recordar es que se trataba de actos públicos cargados de una solemnidad que trasuntaba el contagio de la representación teatral [35]. Las niñas sometidas a examen debían soportar sobre sí las miradas de un público (muy) numeroso que las seguía con una mezcla de curiosidad, orgullo, asombro y desconcierto. A final de cuentas, empezaban a descubrir que sus niñas también podían aventurarse por los vericuetos del razonamiento.
La costumbre de realizar exámenes públicos en los colegios privados de niñas se consagró en 1837, cuando el establecimiento caraqueño de las señoras Guido introdujo la práctica. Muestro in extenso lo que dice al respecto la edición de El Liberal, correspondiente al 26 de diciembre del citado año:
El domingo 17 del corriente se ha verificado en Caracas el primer exámen público de niñas que ha llegado a nuestro conocimiento. Las directoras del establecimiento son las Sras. Dolores y Manuela Guido, las cuales presentaron 40 niñas desde la edad de 7 hasta la de 14 años para ser examinadas respectivamente en lectura, aritmética, geografia y gramática castellana.
Como se advierte, sólo cuatro materias. Pues bien, ese examen consagró una tendencia que se mantuvo prácticamente inalterable durante varias décadas. No me estoy refiriendo únicamente a la presentación pública de las examinadas —porque ese requisito estaba contemplado en el reglamento de las escuelas y colegios de niños de uno y otro sexo desde mucho tiempo atrás—, a lo que aludo es a algunas características que son marca común de esos establecimientos. Entre ellas: 1º no se sometía a todas las educandas al mismo rigor, pues sólo las niñas de mayor edad eran presentadas «en los puntos árduos de las materias» (idem), era importante atender lo que pudiéramos calificar como `efecto de demostración«, por ello las examinadas debían:
Escribir cantidades en la pizarra, hacer las operaciones aritméticas con la mayor velocidad y despejo, señalar sobre los mapas los límites de la provincia de Venezuela, el curso de sus rios y el nombre de sus cantones: los nombres de los polos y trópicos, la declinacion del sol, &c.: responder con exactitud a todas las preguntas que se le hicieron sobre etimologia, ortografia y concordancia; escribir y leer (idem).
2º, consecuencia del punto anterior, los exámenes se hacían ante la presencia de un público muy amplio y selecto que concurría al evento; 3º finalmente, las mejores alumnas eran premiadas, los premios podían ser otorgados en nombre del mismo establecimiento o en el de personas que, por inclinación propia, deseaban ofrecer un obsequio a la niña que fuera de su agrado (normalmente por vínculos consanquíneos o por relaciones con la familia de la educanda, esta práctica también era usual en los colegios de niños).
Con el paso del tiempo, los cambios que fueron progresivamente introducidos en la práctica inaugurada por las Guido, no implicaron mayores modificaciones al esquema original. Las modificaciones que iban llegando apuntan más a la alteración del modelo formal de los actos. Uno de esos cambios que se percibe es el relacionado con el tiempo dedicado a esos exámenes. Conocimos que el primero de ellos se desarrolló en un solo día (el domingo 17 de diciembre de 1837), pues bien, al año siguiente, el colegio de las señoras Guido dedicó dos días a estos festejos (el 30 de septiembre y 1º de octubre). El segundo día, los exámenes habían adquirido una marcada tonalidad de espectáculo público, y ello acontecía en el preciso momento en que las niñas mostraban «su aprovechamiento leyendo en el libro que los concurrentes tenian á bien presentarles» (La Bandera Nacional, octubre 9 de 1838). O sea, usted tenía un libro en casa, lo llevaba al momento del examen, lo presentaba a la niña, la niña lo leía en voz alta, y usted quedaba maravillado.
En una sociedad donde la suspicacia política había enseñado el principio de la desconfianza, no es improbable suponer que esos asistentes a la jornada académica creyeran percibir entre brumas unos finos hilos que tejían complicidades entre las directoras, los preceptores y las educandas: ¿era un artificio?, se habrán preguntado en sordina, ¿había oscuros acuerdos y componendas preliminares o...? Y aquí las niñas despejaban toda duda y desconfianza, tomaban el libro con una mal disimulada actitud retadora y «con aquel sentido ó inflexiones de voz que piden la sublimidad, ó sencilles de la frase, ó los signos ortográficos del lenguaje» [36] mostraban su «aprovechamiento» (idem).
La idea de espectáculo se reforzaba cuando se entregaban los premios a las alumnas más aventajadas. En 1837, las señoras Guido repartieron 31 obsequios, la mayoría de los cuales resultaron de los aportes de particulares. Esos regalos consistieron en «doblones, y obras de educacion» (El Liberal, diciembre 26 de 1837). Pero, como característica de ese instituto, las directoras esquivaron el compromiso de enumerar todos los premios que entregaron. Tres años más tarde, en 1840, El Liberal (9 de junio) vuelve a dar noticias sobre el «Colegio de Educandas» de Dolores y Manuela Guido. Terminados los exámenes «se distribuyeron los premios tanto del Colegio como infinitos de particulares». En efecto, el número aumentó considerablemente: en esta ocasión se entregaron de 50 a 60 y, nuevamente, acallan la descripción de los mismos [37].
Quienes defendían (porque, sin duda alguna, somos testigos de un enfrentamiento) los logros de otro de los institutos de niñas —el regentado por las señoras Luque—, no se mantuvieron en silencio, pues dirigieron un remitido [38], que divulgó El Liberal (enero 1 de 1839) y La Bandera Nacional(enero 1 y 8 de ese mismo año), donde contaban los logros alcanzados por las alumnas del colegio. Para su pesar, no lograron emular el rutilante acto público que habían desplegado las directoras del establecimiento que les hacía competencia.
Por lo que toca al establecimiento de estas damas —las Luque—, muy pronto supieron emular a sus competidoras porque, al año siguiente de los primeros exámenes públicos en los colegios para niñas del patriciado, en 1838, su centro educativo introdujo la misma práctica como rutina escolar. Y, si de lo que se trataba era de poner estos actos a tono con las nuevas maneras y procederes públicos que se imponían en esos tiempos, lo habrán conseguido, sin ninguna duda, porque los festejos de premiación tuvieron un brillo significativamente diferente al que conocimos en el colegio de las señoras Guido.
Es decir, inmediatamente después de la rendición de los exámenes de 1838, en la institución de las señoras Luque se desató un verdadero delirio que poco tenía que envidiarle en brillo y oropel a las fiestas más lucidas que era capaz de brindar la (pretendidamente) refinada, distinguida y culta dirigencia venezolana de aquel entonces. En efecto, los premios entregados por el establecimiento de enseñanza de niñas, regentado por las señoritas Dolores y Manuela Guido a sus alumnas más aventajadas, quedaron como pálido remedo de lo que aconteció en el Colegio de Educandas, dirigido por las señoras Encarnación, Teresa y Concepción de Luque. Hubo coincidencias en tanto que, también aquí, las directoras, el establecimiento, los examinadores, los preceptores y el público en general, ofrecieron premios para las niñas. En ese sentido se consumó el reparto que era costumbre en esos años: libros, dinero, medallas y bandas de ocasión.
Sin embargo, las señoras Luque tomaron una iniciativa que desbordaba las exigencias de un acto de esas características. Todos esos sucesos llegaron al paroxismo, cuando cada una de las hermanas decidió dar una clase especial de premios que, sin duda, habrá entusiasmado a las niñas de una manera mucho más ardorosa que cuando, minutos atrás, recibieron en recompensa por sus méritos académicos, libros como Pablo y Virginia, Galería de señoritas, Educación del bello sexo o El manual de señoritas.
¿Qué fue aquello que regalaron a sus queridas educandas las muy exaltadas directoras? Pues bien, lo señalo con pausa: Concepción de Luque dio como premio un anillo adornado con un diamante; Encarnación de Luque, seis anillos, todos coronados con la misma piedra, y una sortija de perlas; y Teresa de Luque, otros cuatro anillos de diamantes y uno de perlas. Los diamantes podrían parecer un despropósito, pero se avenían convenientemente en un colegio donde se incluía la materia de urbanidad, y donde las niñas comenzaban a adiestrarse desde la más tierna infancia en la conducta, posturas y maneras requeridas para las fiestas de sociedad.
Por regla general, en todos esos colegios, el ceremonial llegaba al clímax en el momento que se inauguraba la exposición de las «obras de mano» (bordado, tejido y costura), que quedaban en exhibición en el mismo local donde se rendían los exámenes y donde, durante varios días, eran admirados por el público que acudía a observarlas. Pues bien, las señoras Luque no descuidaron la oportunidad para transformar ese evento académico en un sonado acontecimiento social porque:
Terminados los discursos y despues de un corto intérvalo, pasó la concurrencia á una de las galérias de colegio, en donde estaba preparado un abundante y delicado banquete [...] desde las siete hasta las diez de la noche hubo un agradable concierto en el cual se ejecutó un hermoso trio de quitarra por los Sres. Remigio Armas, Demetrio Gámez y Lorenzo Montero y varias piezas de canto de música por algunas de las discípulas y sus hábiles maestros Sres. Manuel y Felipe Larrazábal y Demetrio Gámez, [...]; ejecutando igualmente algunas de las discípulas en los intermedios las graciosas danzas la Cachucha y baile ingles [39] con todo el encanto de la juventud y perfeccion de que es capaz una tierna edad, despues de lo cual pasó de nuevo la concurrencia á la misma galería, en donde habia un lucido refresco; y habiéndose servido con abundancia, terminó el acto retirándose todos, sin duda alguna, con el corazon poseido de las dulces y agradables emociones que por dos dias enteros habian experimentado (El Liberal y La Bandera Nacional, enero 1º y enero 8 de 1839, respectivamente).
Las señoras Luque supieron advertir que debían satisfacer las necesidades de disfrute y diversión, que los habitantes de los sectores hegemónicos de la República reclamaban con entusiasmo. Ya no satisfacía la ejecución de instrumentos musicales, también se incorporaba el baile [40] como requisito necesario para completar ese lucimiento social. Y si de vida pública se trataba, ¿cómo prescindir de los diamantes? [41].
3.3.1. La rotunda negativa de «La Guirnalda»
Han quedado esbozadas las dos propuestas relativas a la educación para niñas que circularon en la época: la que privilegiaba el componente moral, y que llamaba al recato, a la ponderación —tanto en la vida pública como en la privada— y la otra, la que estuvo ganada a la idea de formar una educanda para que se desplazara con elegante solvencia por los iluminados salones (aquí se habló más de urbanidad). Es de hacer notar que ninguno de esos colegios caraqueños para niñas hacía el énfasis en el recato, énfasis que esperaban los grupos defensores de la ponderación y la modestia. Probablemente las nociones de moral sí se impartían en la rutina escolar, pero no se insistía en ellas a la hora del reparto de premios. Por ejemplo, El Nacional (enero 7 de 1838) reseñaba los «Exámenes públicos» de los colegios de niñas y extrañaba «que en tantos premios como hemos visto repartir no se hayan propuesto algunos para religion y moral». Este hecho demuestra —si tomamos en su acepción censora las palabras de La Guirnalda (julio 18 de 1839: 11)— «que habian descuidado su educacion moral».
Detrás de esa objeción subyacían, cuando menos, tres razones: de una parte, la desatención manifiesta hacia la materia de moral, sobre todo si se toma en cuenta que no se estimulaba su cumplimiento, ya que no se premiaba a las niñas por este concepto; de otra parte, la marcada inclinación a favorecer el tipo de conducta que tanto inquietaba a esa revista, la de los salones, bailes, música y oropel (en fin, lo que calificaban como propensión al lujo) [42] y, por último, estaba el ejemplo de los colegios para niños, donde sí se estimulaba la práctica moral, al poner en ejercicio el otorgamiento de premios por ese cumplimiento.
Hasta el momento, hemos visto de qué manera la prensa periódica nos ha servido como fuente fundamental para obtener noticias sobre el funcionamiento de esos establecimientos de instrucción para niñas. Por esa razón, no puede sino llamarnos fuertemente la atención el hecho de que elCorreo de Caracas, en enero de 1839, hablara de la ausencia de institutos de formación educativa dirigidos a las niñas si, como hemos visto, para ese entonces ya funcionaban los colegios de las señoras Luque, Guido y Jugo. No cabe duda que ese silencio deja significar la posición de los editores de la citada publicación. Me parece que el silencio en el cual se escudan mal disimula una crítica que no tiene que ver con la existencia de esos institutos educativos, sino con la orientación de los estudios que se impartía en ellos. Cree H.H. (F.Toro), autor del escrito que he citado anteriormente, que en lo:
tocante á la educacion elegante ó de mero adorno, esta debe ser un negocio secundario. Sin embargo muchos padres hay que están creyendo que con tocar un poco de piano, arpa, ó guitarra; cantar un poco, tengan ó no disposicion para ello; y bailar otro poco, ya está hecho todo. Se engañan: otras cosas mas necesarias hay que aprender primero.
La educación para las señoritas, asegura H.H., debe estar orientada a entender «cosas relativas á las haciendas domésticas», porque siendo diferentes la educacion del hombre y de la mujer: «(n)o deberá tampoco carecer absolutamente la muger de aquellos conocimientos que indispensablemente necesita la viuda que sobrevive al marido». Sin embargo, no está demás indicar que lo deseable era que ella, nunca, tuviera que ejercer esa función de sustituta del esposo.
Las críticas «á la educacion elegante ó de mero adorno» no ensombrecía el optimismo pedagógico de H.H. Estaba confiado en que las cosas se arreglarían. Sin embargo, no fue el único que pensó de esa manera porque las objeciones a la llamada «educacion elegante» no se quedó en esos únicos renglones, sino también se dejó escuchar desde otro ángulo. Es decir, los reparos a la modalidad educativa que se inclinaba a favorecer una educación orientada al lujo, al lucimiento social y a la elegancia mundana —cuyo máximo exponente era el instituto de las Luque— tuvo otros portavoces.
Así como el Correo de Caracas, la revista La Guirnalda que, como sabemos, comenzó a circular en 1839 —en pleno proceso de consolidación de las instituciones medias para educandas—, tampoco tomaba en cuenta los actos que se desarrollaban en esos colegios privados de Caracas. Ese silencio pertinaz es llamativo por varias razones, la primera porque, como sabemos, ese material hemerográfico fue el primero que se publicó en la Venezuela republicana con el abierto propósito de congraciarse con un receptor femenino [43], de hecho, el subtítulo con el que se presentaba era concluyente porque se concebía así: «Dedicado á las hermosas Venezolanas». De manera que no pecamos de excesiva ambición si esperamos una abierta acogida en sus páginas a esos centros de enseñanza para niñas. Sin embargo, esa receptividad no se produjo. La segunda razón se vincula con la anterior porque, mientras ignoró sistemáticamente las referencias a la actividad docente dirigida a las niñas, no lo hizo con otros colegios pues, en la entrega número 2 (agosto 1 de 1839), reseñó los exámenes llevados a cabo en el Colegio de la Independencia de Feliciano Montenegro Colón y, en el número 10 (abril 30 de 1840), anunció la apertura de un nuevo «Colejio bajo el título de "La Union Venezolana"» (que dirigía el mismo J.Q.S.). Es necesario recordar que esos colegios estaban destinados a la educación de niños; si se hablaba de ellos ¿por qué desestimar los de niñas? La tercera razón es mucho más determinante. En vista de que en sus páginas se insistió en forma permanente sobre la necesidad de dar instrucción a las niñas, se espera, cuando menos, que elogie las experiencias llevadas adelante por las Luque, las Jugo y las Guido. La tesis fue apareciendo en varios momentos, pero es en la tercera entrega (agosto 18 de 1839) cuando se encuentra por vez primera el planteamiento doctrinario elaborado de manera extensa: en el escrito que adopta la forma del género epistolar, tan acostumbrado en la época, y que se titula, precisamente, «Educacion del bello sexo». En los numerosos renglones que lo configuran no se menciona a las directoras y preceptoras de las instituciones existentes (aunque sí se recordó al Colegio de niñas Malpica, que se fundó en los años coloniales).
Después de la revisión precedente, estamos en condiciones de advertir la significación que tenía la callada actitud de La Guirnalda. Es evidente su negativa de invocar lo que la mayoría de la prensa periódica del momento exteriorizaba recurrentemente: los elogios a los nuevos colegios para niñas. Esta resistencia nos obliga a indagar sobre los planteamientos del editor de La Guirnalda en torno a la instrucción de educandas. Al hacerlo, debemos recordar las críticas de J.Q.S. en el Correo de Caracas del 23 de junio de 1840.
Probablemente no me habría detenido mayormente en esos artículos de J.Q.S. ni en las dos respuestas que suscitó, si no se presentara la circunstancia de que esas siglas ocultan el nombre del editor de La Guirnalda. Con esas tres letras, como podemos imaginar, se identificaba a José Quintín Suzarte. Era un recurso que, suponemos, trataba de evitar la repetición frecuente de su nombre en los numerosos poemas, relatos y ensayos que divulgó desde las páginas de la revista que corría bajo su responsabilidad [44] así como en otros impresos periódicos.
Suzarte, ganado a la idea de una educación moralizante que convirtiera a las jóvenes en «modelo de modestia y compostura» («El lazo de cintas»: 16), no podía estar de acuerdo con la modalidad que se venía consagrando en la Venezuela de esos años: una educación ganada a la idea de preparar a las niñas y jóvenes de la élite venezolana para el protagonismo público. Me inclino a creer que las objeciones de J.Q. Suzarte contra los establecimientos para niñas que funcionaban en Caracas eran compartidas por los editores del Correo de Caracas. Esa cercanía entre ambas apreciaciones está marcada por una serie de razones, entre otras, por el hecho de que J.Q.S. era colaborador del periódico caraqueño [45]; esa participación no era azarosa porque figuraba con el rango de redactor. Debido a ese vínculo es posible sospechar que la información sobre el equipaje de la hija de Baralt (que también formaba parte del equipo editor del Correo de Caracas), le venía de primera fuente, es decir, de su colega en las lides periodísticas. Pero hay otra coincidencia sensible entre los colaboradores venezolanos del impreso caraqueño y el colaborador cubano, esa identificación está señalada por la importancia que ambos conceden a la moral.
Al comienzo de este capítulo indicaba que las clases de moral impartidas en los colegios de niños tenían una orientación que no se veía en los de niñas. Lo habitual en el primer caso era que se refiriera a una ética pública (la moral ciudadana), mayormente expresada en la clase de estudio de la Constitución; mientras que para las segundas la salida que quedaba era la que hablaba de religión y de moral privada, aunque también vimos que estas vinculaciones no estuvieron ausentes de las escuelas y colegios de niños. En el caso de las niñas, la moral privada se inculcaba desde libros como las Cartas sobre la educación del bello sexo. La Guirnalda se esforzó en alimentar esa doble relación, como también lo hizo Correo de Caracas (esta última sobre todo en lo religioso). A partir del 25 de junio de 1839 (varios meses antes de que J.Q.S. iniciara la polémica con el articulista de El Liberal), el Correo caraqueño da inicio a la sección fija que me he permitido citar en el primer capítulo, a la que llamó «Moral y religión», porque su redactor (Fermín Toro) y, por extensión, el semanario estaban:
Convencidos de que sin principios morales y religiosos, sin la creencia de una ley interna anterior á toda convencion, é independiente de todo interes material, y sin la creencia de una sancion superior de esta ley, la sociedad se vicia, los sentimientos se degradan y el alma se materializa.
De vuelta a las opiniones de J.Q. Suzarte referidas a la educacion de las niñas, se puede sostener que éstas encuentran apoyo en los redactores del Correo de Caracas. Se puede añadir otra consideración, para el momento de su llegada a Venezuela, en 1838, ya estaba planteado el debate sobre la concepción educativa que se instrumentaría en los establecimientos de enseñanza dirigidos a las niñas. Por una parte, se inscribían los que defendían una escolaridad que las preparara para el ejercicio doméstico. En ese contexto era importante que supieran bordar y coser y que, además, pudieran sacar cuentas (esta última destreza era importante para llevar el control de la economía hogareña). Por otra parte, estuvo el interés —menos abordado por la vía de la exposición escrita— de agudizar sus capacidades públicas, es decir, el lucimiento de salón. Sobre este último lineamiento, el único texto que conozco donde se exponen esas convicciones apareció en fecha temprana, en 1835. Libre de cortapisas, el articulista de ese momento confiesa que en punto a educación femenina no le interesan «las observaciones serias que se hacen sobre la educacion, capacidad, aptitud, y ocupaciones de nuestras bellezas». Le importa, más bien, hablar de la mujer a la moda, de la toilette (El Nacional, abril 13 de 1835).
Tratar de conciliar esas dos líneas: la instrucción útil y la moda en el vestir, no siempre se concretó en resultados felices. Cuando menos en los colegios que conocimos en Caracas (sobre todo el de las Luque), fue notorio el énfasis en el revoloteo social, con la consecuente desatención de la hacienda doméstica. De ese desencuentro se obtiene como conclusión obvia la distinta posición asumida por uno y otro grupo de los miembros de la élite que, seguramente en su mayoría, no se interesaron en publicitar sus ideas por la prensa periódica. De todas maneras, el hecho cierto es que la posición mayoritaria pareció ser la que cuestionó La Guirnalda: aquella que encarnaba el personaje Matilde de «El lazo de cintas». Es decir, las damas caraqueñas de la élite prefirieron el lujo.
El tiempo y la propia dinámica social le quitarían fuerza a los planteamientos de José Quintín Suzarte y del Correo de Caracas. Era claro que la tendencia del otro sector de la sociedad venezolana al cual se estaban enfrentando, ganaba posiciones. Ese otro sector, que se convertía en mayoritario, había hecho una apuesta favorable a una línea de conducta precisa: la de dar cumplido acatamiento a las exigencias de una sociedad que se congraciaba con el lujo y lo que llamaban `buen gusto«. Era una nueva sensibilidad la que emergía y la que, con prontitud, ganaba adeptos. En el fondo de todas las objeciones, los reparos y las críticas del Correo de Caracas y de La Guirnalda, late el temor de que se abandone la educación moral de las niñas y las jóvenes de casa, que se mancille el natural recato que debía adornarlas.
Entre esas dos coordenadas se organizó la concepción educativa para las niñas de la élite venezolana. No obstante, debo decir que en la década del 40 comienza a surgir una nueva idea referida a la educación de las pequeñas, en ese tiempo asoma el esquema de la educación para el trabajo. Desde luego, las destinatarias de esa instrucción fueron las niñas pertenecientes a otros sectores socioeconómicos. Es un asunto que no abordaré aquí porque no hace parte del interés de esta exposición.
Proveer a sus féminas de instrumentos para el desempeño urbano o inculcarles principios de recato y moderación, fueron las máximas aspiraciones de los publicistas venezolanos. Dentro de estas premisas, el colegio de las Guido parecía estar más en sintonía con esas últimas exigencias. Sin embargo, el hecho de que ni La Guirnalda ni Correo de Caracas se refieran a esa institución en términos elogiosos, demuestra que esos letrados tampoco estaban satisfechos con su desempeño. Para atacar esa necesidad formativa de las niñas y jóvenes, se esforzaron en encontrar una conciliación que no tardaron mucho en consolidar. Ya que la escuela no ofrecía un escenario propicio para la instrucción moral, cuando menos había que buscar un sustituto inmediato. Ese reemplazo lo encontraron en la promoción del libro y la lectura.
3.4. La lectura entra en escena
La moral femenina era importante porque, como bien supo apreciar Feliciano Montenegro Colón, había que preparar a la mujer para controlar las pasiones. Con todo lo coercitivo que era en su manual, Montenegro Colón quedaba atrapado en los fueros de lo que consideraba reivindicación femenina: «(a)bandonar la educación de las niñas, ó descuidarla, es preparar la vergüenza de la propia familia» (1841: 192). ¿Por qué hablaba de «vergüenza» el fundador del Colegio de la Independencia? preguntamos con la más insana curiosidad, y respondemos lo que ya se nos ha dicho: porque había que controlar las pasiones. La educación de la futura mujer devenía, pues, en un legítimo mecanismo de preservación del honor hogareño. Refrenar las pasiones era asunto de cuidado. Decía el maestro Montenegro Colón al respecto: «[t]odas las pasiones nos hacen cometer graves faltas» (1841: 193).
La lectura como vehículo para la transmisión de los principios de moral tuvo entusiastas propulsores. Tan fue así que, en las décadas siguientes, se colocó mucho el énfasis en la selección de textos adecuados para las damas, para la mujer adulta. Fue premonitorio en este sentido (en la importancia atribuida a la lectura de las menores de edad) el artículo «Educacion de mugeres» que ya habíamos visto en el Correo de Caracas en 1839. Los consejos de H.H. eran tajantes:
Recomendamos con encarecimiento la obra de Madame de Genlis traducida al castellano y que forma un curso completo, á saber: Almacen de niños: Almacen de Adolecentes: Biblioteca completa; y Devocion Ilustrada. Estos libros deberian estar siempre en manos de las niñas en las escuelas, y por ellos dar sus lecciones (sin cursivas ni subrayados).
En el acto de entrega de premios en 1839 a las inscritas en el Colegio de Educandas que dirigían las señoras Encarnación, Teresa y Concepción de Luque en Caracas, se obsequiaron entre las alumnas más aventajadas varios Catecismos (de historia moderna, de astronomía, de historia natural, de historia griega, de industria), un «Compendio de mitología», «Una obrita titulada Curiosidades», «Otra obrita titulada Conocimientos útiles» y «De la historia de Pablo y Virginia». Como se advierte, textos que tenían un interés didáctico, del tipo que escribiera Montenegro Colón [46]. Lo importante parecía ser que las niñas y las jóvenes leyeran. Otra razón para que la lectura ganara tantos prosélitos se explica en el hecho de que, entre otras bondades, ocupaba los momentos vacíos de actividad, en las horas de ocio (sobre todo en el día).
Eran lecturas para realizar fuera del aula de clase: más como disfrute, como amenidad, que como obligación. La obra más significativa del período es, sin lugar a dudas, Almacén y biblioteca completa de los niños, por Madama de Beaumont. El volumen se popularizó con el nombre de Almacén de los niños. La importancia que pretendo destacar en ella se relaciona con el hecho de que fue reimpresa por Valentín Espinal, es decir, se fortalecía la iniciativa local (nacional) pues se buscaba superar la mera importación del impreso. La nota publicitaria que se divulgaba desde El Liberal (a partir de junio 17 de 1842), la Gaceta de Venezuela (junio 19 del mismo año) y El Venezolano (desde julio 21 de 1842) presentaba el texto salido de la imprenta de Espinal como una manera de dejar atrás: «(l)a escasez que hay entre nosotros de libros á propósito para inspirar á los niños aquellos primeros sentimientos de virtud, que son luego la base de su futura moralidad» [47].
En la reseña que el impresor hacía para presentar los dos volúmenes que conforman la obra, se destaca como acierto del escrito concebido por la señora Beaumont que esté pensado tanto para niños como para niñas: extraordinaria bondad que era bien recibida por la élite venezolana, entusiasmada ya por los prometedores horizontes que les dibujaba la lectura dirigida a sus pequeñas y pequeños. Los dos tomos que dan completitud a la oferta impresa, piensa Espinal, son importantes para los padres y madres porque se convierten en «el mas sincero y excelente auxiliar que pueden tomar en la instruccion civil, moral y religiosa de sus queridos hijos». Es decir, se invoca la escritura con fines moralizantes.
La publicidad que se ofrecía desde los impresos que he citado (El Venezolano, El Liberal y Gaceta de Venezuela) tiene todas las características de un prólogo. Ese texto publicitario tiene la particularidad de presentar la firma del editor, Valentín Espinal. Probablemente fue el escrito de presentación que se incluyó en el primero de los dos tomos que conforman la obra. Los cuatro volúmenes de la edición que sirvió de base para la reimpresión (cabe suponer, la versión española) fueron reducidos a dos «(p)ara que sea más facil su adquisicion por lo cómodo de precio», de acuerdo con los planes manifestados por el propietario de la imprenta editora. No he podido saber si fue una selección o si, por el contrario, se amplió el número de páginas para llevar el producto a dos tomos.
Aunque la obra se dirigía a la juventud de ambos sexos, no deja de observar Valentín Espinal que son «LAS NIÑAS á quienes particularmente se dirije; y esto es un aumento de su mérito, porque de ellas, con injusticia grave, se han acordado menos los literatos para formales obras elementales de educación». La amenidad que tanto se elogiaba en la propuesta de madama Beaumont se lograba por la modalidad del diálogo, en el cual intervenían un aya —que guiaba la conversación— y seis adolescentes: Estefanía, Carlota, Teresa, Melchora, Serafina y María. Como no es mi intención ofrecer un resumen de las varias materias que se abordan en este ejemplar impreso, me limito a transcribir el subtítulo de la obra. En esas líneas se recogen tanto el propósito general, así como la estrategia discursiva y los contenidos temáticos. Ese subtítulo dice así:
En los quales se hace pensar, hablar, i obrar a las jóvenes Señoras, según el génio e inclinacion de cada una. Representánseles los defectos de su edad, i se le demuestra de qué modo pueden corregirlos, aplicándose tanto a formarles el corazon, como a iluminarles el espíritu.
Se les da un Compendio de la Historia Sagrada, de Fábula, i de la Geografia &c. todo él lleno de Reflexîones útiles i de Cuentos morales para entretenerlas agradablemente.
Realmente, la estrategia discursiva permitía consolidar una dosis de amenidad que hacía esquivar el rechazo a la pretensión moralizante o didáctica. Por ejemplo, una de las discípulas reaccionaba con mezquindad y, de inmediato, el aya relataba un cuento para demostrar la inconveniencia de ese sentimiento. No hay sino que comparar esta obra con otra, también de procedencia francesa y también impresa en Caracas por Valentín Espinal, esta vez algunos años atrás (en 1829) para ver la diferencia entre ambas técnicas expositivas. El volumen de la década del 20 se titula La moral en accion, ó Lo mas selecto de hechos memorables y anecdotas instructivas, propias a hacer amable la sabiduría, y a formar el corazon de la juventud con el ejemplo de todas las virtudes, instruyendola con pasages históricos.
En este último caso se ofrecen en secuencia ininterrumpida una serie de cuadros (algunos históricos, otros fabulados, casi siempre de/sobre personas reconocidas: guerreros, pensadores, dignidades) que buscan destacar las virtudes que debe cultivar todo individuo. La lista de esas virtudes es extensa: se ilustra allí la clemencia, la bondad, la generosidad, la fidelidad, la sensibilidad humana, el dominio de sí mismo, la piedad filial, el amor paternal, la beneficencia, el heroísmo, el amigo fiel, la paciencia, la precaución contra la cólera, el recato en el vestir, la moderación, la modestia, la amistad. Pero también se muestra la contraparte de la virtud: la dureza de espíritu, el desdén, la avaricia, la indiscreción, la inhumanidad, la pasión del juego (el juego era una «pasión detestable»). Esa lectura no es atractiva (cuando la comparamos con títulos de momentos posteriores) porque no hay allí el menor esfuerzo para dinamizar la narración. En la amenidad del registro expositivo radica el aporte de madama de Beaumont.
Cuando leemos la resolución moralizante de la francesa, entendemos por qué eran necesarias en los colegios de niñas las dos clases, la de religión y la de moral. En religión se memorizaban las preguntas/respuestas del catecismo cristiano, ese aprendizaje era posible porque se trataba de cláusulas muy breves, muy sumarias. En cambio, se justificaba una cátedra de moral porque allí se estudiaban materiales como las Cartas... de la señora estadounidense o el libro de madame Beaumont. Eran libros que abordaban la cuestión moral como catálogo de virtudes. Es decir, se instrumenta una manera de enfocar el asunto moralizante desde la acepción de «atributos del sujeto» que hemos aplicado aquí con anterioridad. Sabemos que en los colegios de niños sucedía lo propio. La lista de virtudes que promocionaba cualquier escrito ad hoc se engrosaba una enormidad, porque en ella se tomaba en cuenta todo sentimientos o conducta que se quería normar. No faltaban en esos libros las anécdotas o poemas ejemplarizantes para inculcar a las niñas/niños y jóvenes de uno y otro sexo la caridad, la fe, la esperanza, la filantropía, la amistad, la beneficiencia, la humildad, la mansedumbre, el perdón, la expiación, el recato, la bondad, la parsimonia, el respeto a los mayores, etc., etc. y, a su vez, mostrarles lo que debían evitar: la envidia, la ostetación. la desesperanza, etc, en suma, lo contrario de los atributos que se elogiaban en una persona, cabe decir, las pasiones.
El manual de comportamiento concebido exclusivamente para las niñas fue otra de las novedades del período. En cierta medida, las Cartas sobre la educación del bello sexo de la anónima señora «americana» cumplían ese cometido. Pero ese volumen —habrá pensado más de uno— no satisfacía las exigencias locales porque era de autoría foránea razón por la cual no alcanzaba a tocar tópicos más puntuales. Para dar satisfacción a esta necesidad lectora, Feliciano Montenegro Colón concibe su Educación del bello sexo, por lo que abre la suscripción a los interesados en adquirirlo [48]. El director del Colegio de la Independencia promocionaba el volumen dirigido a las niñas de esta manera:
En armonía con la de Educacion Popular [49], me parece no faltarle nada para que las niñas se acostumbren, desde sus primeros años, á ser de carácter dulce, modestas, honradas como buenas cristianas; laboriosa y propias, por todos títulos, para que se las considere, á su tiempo, excelentes cabezas de familia.
En cierta medida, ese volumen para las niñas debe verse como una continuación de las Lecciones de buena crianza..., libro en el cual su autor le dedicaba amplia atención a divulgar recomendaciones referidas a la instrucción de las pequeñas. Los atributos que recoge Montenegro en esas líneas como propios de las niñas (dulzura, modestia, honradez, etc.) se pueden encontrar en cualquier libro moralizante. La coincidencia apunta a señalar que había cierta identificación entre el manual y el libro de moral. Se diferencian en que el manual normaba la conducta citadina y las maneras hogareñas de sus consumidoras(es), exigencia ésta que no se planteaba el libro de moral.
Pero no fue ése el único título que se ofreció en el período, también Francisco Machado divulgó suCatecismo de economía doméstica en 1849, porque conocía «la importancia de esta virtud en la mujer, que es el Jefe en el hogar» (G.T. Villegas, 1889: 45). El texto de Machado se publicó en Valencia y para el momento del informe de Guillermo Tell Villegas llegaba a la quinta edición (echo de menos que en Venezuela no se conserven ejemplares de este material) [50].
También se pensó en ellas cuando se concibió la idea de ofrecerles discursos literarios. De hecho, los libros para niños que he citado en el capítulo anterior (A. Alverá de Gras, Martínez de la Rosa, A. Urdaneta, etc.) no excluían a las receptoras. Pero se dio el caso de títulos que llevaban la explícita invocación a las destinatarias. Es el que ofreció Manuel Antonio Carreño con su traducción de losCuentos de mi hija (escrita originalmente en francés por J.N. Boulli) cuando lo imprime en el establecimiento de su propiedad. También la obra en cuatro tomos de M. Beaumont, aunque el título no lo sugiera, estaba concebida, fundamentalmente, para las pequeñas y las jóvenes.
3.4.1. Las niñas ascienden al estrellato
Dos argumentos se consideraron legítimos para validar la promoción de la lectura. De un lado, la familiaridad con la letra impresa era importante porque el libro le procuraba a las niñas los valores morales necesarios para su desempeño en la vida. Del otro lado, las horas dedicadas a la lectura se veían como necesarias para la formación integral de las futuras damas de sociedad.
Este argumento, central en el período, reclama un cotejo con la generación anterior. Se suele olvidar que los prohombres de la emancipación hablaron de la necesidad de atender las exigencias intelectuales de sus hijas. No podemos olvidar que el generalísmo Francisco de Miranda se interesó en el tema femenino (cf. al respecto a Lucila L. de Pérez Díaz) y que Simón Rodríguez, en 1793, alertaba al cabildo de Caracas sobre la necesidad de fundar una escuela para niñas. Tampoco podemos ignorar que Andrés Bello —en su condición de redactor de la Gaceta de Caracas— solicitaba en el primer número de esta publicación (lunes 24 de octubre de 1808: 1) la concurrencia de «todos los Sugetos y Señoras, que por sus luces é inclinación se hallen en estado de contribuir á la instruccion publica, y à la inocente recreacion que proporciona la literatura amena, ocurran con sus producciones, en Prosa ó Verso, á la oficina de la Imprenta». Entusiasta de la escritura de ambos sexos, José Luis Ramos se había interesado en proporcionar instrucción a sus hijos e hijas, como que para ellos escribió el reconocido Silabario que salió de imprenta en 1829. Tomemos en cuenta, por ejemplo, que en Argentina José de San Martín escribió sus Máximas para mi hija en 1825. En esa misma década (6 de agosto de 1821), el Congreso General de Colombia decretó el establecimiento de escuelas en los conventos de religiosas y, por añadidura, la fundación de escuelas para niñas «en las cabeceras de los cantones y demas parroquias en que fuere posible» (S. Bolívar, 1983: T. VIII, 16). Sabemos de los reclamos del Libertador en torno a esta materia relativa a la instrucción femenina (por ejemplo, el «Proyecto: el Poder Moral», en 1819, donde reclamaba escolaridad para la niñas —sobre este proyecto volveré el suguiente capítulo—; en 1825, el decreto de fundación en el Cuzco de un colegio de niñas; etc.) [51]. Son algunos datos sueltos que proporciono para llamar la atención sobre el significado que tuvo la reflexión sobre las niñas y las mujeres para la promoción de libertadores.
Pero volviendo a los hechos que me ocupan, la larga nota de H.H. en el Correo de Caracas que he recordado aquí en numerosas oportunidades, no abunda mayormente en lo que dice relación con los propósitos educativos, simplemente se limita a recomendar «algunas obritas elementales»: la obra de madame de Genlis, «traducida al castellano y que forma un curso completo, á saber: Almacen de niños: Almacen de Adolecentes: Biblioteca completa; y Devocion ilustrada». También le parece lectura apropiada «para poner en manos de los niños y jóvenes de ambos sexos: Las Tardes de la Granja: cartas sobre educacion ó Adela y Teodoro: las Veladas de la Quinta: el nuevo Robinson; y el Telémaco». Finalmente elogia un libro que califica de «preciosísimo» y que recientemente se había editado en Boston «titulado el Libro de las Señoritas (The joung (sic) Ladies Book, by a Lady)». Pero H.H. sentía pesar al reconocer que no conocía «aun ninguna traduccion de él al castellano; pero si llegare á ser traducido como probablemente lo será, el primero que lo consiga y lo reimprima entre nosotros hará un gran servicio á la educación».
Era evidente la tendencia a conceder lugar de privilegio a la lectura. Los libros recomendados «deberian estar siempre en manos de las niñas en las escuelas, y por ellos dar sus lecciones», decía H.H. Sin embargo, también se advierte allí que el comentarista no parecía muy interesado en destacar el contenido de los libros que recomienda. El asunto parecía quedar resumido al ofrecimiento de la lectura, es decir, en recomendar textos propios para esa receptora (o receptor). La selección de títulos que había hecho parecía dejar satisfecho a H.H. Pero, sabemos que esa lista se fue engrosando con el paso del tiempo.
Hubo, desde luego, los materiales impresos que se destinaron a la formación académica, en el ámbito escolar. Pero algunas veces la demarcación estricta entre el libro de aula y el de lectura amena en la soledad del hogar se confundían. Por ejemplo, el de madame Beaumont pudo circular en ambos escenarios. Algunas lecturas del salón de clases no sólo se pensaban para fortalecer la moral privada o el lucimiento citadino sino, además, para preparar las habilidades lectoras de las educandas y los educandos. Esa materia era la mitología. Como se recordará, cuando el 30 de junio de 1840 José Quintín Suzarte abrió desde El Liberal la polémica en contra del régimen de enseñanza para niñas, lo hizo declarando, entre otros razonamientos, su rechazo a la enseñanza de la mitología. Es evidente que los razonamientos del cubano tuvieron escaso impacto porque una circular de la Dirección general de instrucción pública que se divulgó desde El Venezolano el 21 de diciembre de 1841 suministraba noticias precisas sobre el tema en referencia:
En la sesion de 14 del corriente, ha acordado la Direccion de estudios, que para la enseñanza de los elementos de Mitología en las escuelas primarias, sirva de texto el Compendio que ha publicado el Sr. Henrique Perez de Velasco. Las fábulas que formaban el sistema religioso de la gentilidad están desenvueltas en dicha obrita con tal delicadeza, que sin temor alguno de ofender la inocencia puede ponerse en manos de los niños de ambos sexos. Por esto y por reunir la circunstancia de ser obra de un venezolano, la Direccion la ha preferido entre los demas tratados que hay escritos sobre la materia.
Con esa voluntad de la Dirección general de instrucción pública se echaba por tierra las pretensiones de J.Q. Suzarte, cuando sugería en 1840 la supresión de la mitología en los colegios de niñas. Para poner el material informativo a tono con sus lectores y lectoras, la nota de presentación del volumen anunciaba que se excluía de sus páginas «severamente toda idea que pueda ofender y aun alarmar el pudor». De tal manera, bajo el esquema habitual de la pregunta-respuesta, las humanas aventuras de los dioses mitológicos quedaban reducidas a un inocuo y simplista anecdotario. En la «Introducción» Henrique Pérez de Velasco ponderaba la necesidad de ese estudio con este argumento:
La utilidad de la Mitología se halla suficientemente comprobada, con observar la ignorancia vergonzosa, en que se encuentran aquellos que habiendo descuidado su estudio, no pueden entender ni gustar las alusiones mitológicas, con que hermosean sus obras los poetas, así antiguos como modernos; ni percibir las bellezas que el teatro, la escultura y la pintura han debido á la Mitología (1841: VIII).
Esa declaración estaba hablando de la urgencia de proveer a las chicas de la información necesaria, a fin de ponerlas en condición de consumir textos literarios.
La actividad fuera de casa se convirtió en hábito alejado del sosiego. Hubo incluso la dramatización en escenario público. Es decir, las niñas comenzaron a ser elemento protagónico de actos oficiales que se escenificaban fuera de las exigencias académicas. Me voy a permitir ilustrar lo que he sostenido con una remembranza de lo acontecido en Barinas, en los tiempos que fungió como gobernador de esa provincia el coronel Agustín Codazzi. Bajo la mirada complaciente del prestigiado militar italiano, se desarrolló un acto público que contó con la figuración estelar de las niñas. El espectador de primera fila, y máxima autoridad política del lugar, no cabía en sí de gozo porque una de las damitas que ascendía al estrellato era su propio orgullo, la pequeña Araceli Codazzi, de 9 años de edad. A la hija del coronel le correspondió la nada despreciable misión de representar a La Libertad. El Barinés describe el desarrollo de la acción justo en el momento cuando la niña Araceli leyó las líneas que le habían asignado. En ese momento crucial, recordaba el comentarista: «pronunció el discurso [...] dándole el encanto y la armonía de su voz, todo el realse que puede admitir la sublime sencillez de sus conceptos» (noviembre 20 de 1846). La descripción del momento no hace sino recordarnos los consejos de las Cartas sobre la educación del bello sexo, en el pasaje que destinaba a enseñar a las niñas cómo debían leer en voz alta.
La escuela fue, entonces, uno de los canales privilegiados para tratar de inculcar los principios morales, ahora que se necesitaban consejos que las guiaran en el peligroso tránsito citadino. La lectura de manuales de comportamiento (pensemos en Montenegro Colón) fue, también, altamente apreciada. Este último factor, a mi manera de ver, se debe tomar en cuenta para sostener los puntos anteriormente mencionados (el problema de la moral y la necesidad de socializar). En ese contexto se explica también el porqué se le comienza a conceder a la lectura, en especial a la recepción de textos literarios, tanta importancia.
Al inculcarle principios de moral quedaba claro (no olvidemos a Montenegro Colón) cómo se tejía la vinculación entre la moral femenina y la moral nacional, la colectiva. Creo que para esa fecha se planteó la necesidad de darle lectura e instrucción a las niñas porque ya no podían (ni querían) mantener encerrada en casa a la futura dama de sociedad y cabeza del hogar. La urgencia de que llevaran lo que podemos llamar «vida social» —y en este empeño es paradigmática una publicación como La Guirnalda de 1839, atenta a reseñar la moda en el vestir así como todos los acontecimientos asociados al disfrute que se llevaban a cabo en la ciudad capital (teatro, cenas, bailes, agasajos, etc.), sin olvido de la moral, desde luego—, planteaba la necesidad de darle instrucción desde fecha temprana. Una instrucción que las preparaba para la vida en sociedad (de allí las clases de urbanidad) pero que, al mismo tiempo, debía proveerlas —como pensaban muchos de esos padres— de los mecanismos, tácticas y estrategias para resguardarse de los «peligros» que esa nueva conducta pública guardaba agazapada como latencias (de allí las clases de moral y de religión).
Para completar el asunto relacionado con la lectura, me tengo que referir a otro tipo de destinatario que se pensó al promocionar libros con alto grado de componente moral. Es decir, al mismo tiempo que se pensó en la necesidad de otorgarle relevancia social a los niños (varones y hembras), un nuevo sujeto que no había tenido un reconocimiento a la altura del desempeño que alcanzó durante la etapa de emancipación hizo acto de presencia. Fue motivo inspirador de la literatura y el arte. Se le atribuyó un rol fundamental en la organización del Estado. Se le alabó y vituperó por igual. Me refiero, obviamente, a la mujer.
Notas
1. «Deseando ser útil en lo posible al pais en que vive, ofrece al respetable público de Caracas y de Venezuela sus servicios en el interesante objeto de la educacion de niñas en los términos siguientes.// Por enseñar a leer, escribir, contar, coser, gramática inglesa y ortografia, ecsigirá por cada niña 5 pesos mensuales.// Por enseñar á leer, escribir, contar, coser, gramática, ortografía e historia, 6 pesos.// Por enseñar a leer, escribir, contar, coser, bordar, gramática, geografía con el uso de los mapas y [los] globos, historia y mitologia 7 pesos» Número extraordinario (Gaceta Estraordinaria) de la Gaceta Constitucional de Caracas (junio 9 de 1831).
2. Supongo que se trata de la misma escuela que seis años más tarde (en 1838) cerró sus puertas. La noticia referida a su desaparición circuló en un «Remitido» de El Liberal (abril 10 de 1838) titulado «Escuela de niñas de Puerto Cabello».
3. Para el momento de su destitución, en 1835, José María Vargas «meditaba la mejora del colejio de educandas de esta ciudad» (F.J. Yanes, 1835, Nº 2: 3).
4. De donde colijo que se refiere aquí el editor de esta publicación al programa escolar en vigencia que consistía —y aquí vuelvo al aviso de la Gaceta de Venezuela en octubre 5 de 1833— en: «leer, escribir, catecismo, algunas reglas de aritmética y todas la labores propias del sexo y de sus edades». Ese régimen explica el porqué, mientras la jornada de clases de los niños era de seis horas al día, la de niñas era de cuatro.
5. En numerosas oportunidades tendré que recordar a este cubano que permaneció en Venezuela cerca de una década (1838 a 1847). El Diccionario de la literatura cubana (1984, T. II: 994) ofrece datos biográficos de interés. En Venezuela, María del Rosario Jiménez Turco (1992) ha iniciado la exploración sobre su aporte intelectual. En todo caso, queda mucho por indagar en torno a un hombre que amó con tanto fervor a Venezuela.
6. Para revelar la magnitud que encerraban esas cifras, el presidente de instrucción pública, José María Vargas, advertía que «¡En los Estados Unidos no hay niño que no se eduque!!» y que las proporciones en Holanda eran de 1 educando por cada 12 habitantes, en Austria 1 por cada 13 hab., en Prusia, 1 por 18 hab., en Francia 1 por cada 30 hab., Portugal y España 1 por cada 80 ó 90 hab. (1840: XXIII). En 1844, una publicación periódica caraqueña comentaba que mientras el informe de Instrucción pública de ese año discernía cifras («De los 11.969 jóvenes que asisten á la instrucción primaria, ó á los colegios particulares, los 10.103 son varones, y hembras 1.866; y de los 621 que asisten á los colegios nacionales los 551 son varones, y 70 son hembras») sus redactores ofrecían comparaciones que no contemplaba el texto oficial: que en Francia se instruían 53.572 (El Promotor, marzo 4 de 1844: 410).
7. No se dice en cuál cantón de la Provincia de Maracaibo se radicó ese establecimiento escolar en 1840, supongo que se trata del de la Sra. Josefa Grajales que funcionaba en la ciudad de Maracaibo. En su Diccionario Geográfico, Estadístico e Histórico del estado Zulia, José Ignacio Arocha sostiene que la primera escuela pública de niñas de la parroquia de Santa Bárbara es de 1844 (la preceptora era la señora Genoveva Ortega) (1949: 197) y la segunda escuela para niñas en esa misma parroquia sólo aparece en 1852 (1949: 98).
8. La provincia de Caracas mostraba una aguda desventaja en relación con las demás porque era la más poblada. Esa provincia estaba conformada por 16 cantones: Carácas (el cantón capital), Petare, Guarenas, Caucagua, Río-Chico, Ocumare, Santa Lucía, La Guaira, Victoria, Turmero, Maracai, Cura, San Sebastián, Calabozo, Chaguaramas y Orituco.
9. La memoria titulada La Diputación Provincial de Carabobo en 1838, por citar un ejemplo, publicaba la «Ordenanza de 11 de Diciembre sobre escuelas» donde se ignoraba totalmente lo referido a la instrucción de niñas. (El volumen que consulté —perteneciente a la colección Dolge— carece de tapas, por lo que no puedo suministrar la indicación editorial necesaria).
10. Una información más puntual sobre esos colegios la ofrezco en mi artículo de 1997 y en 1999a.
11. En este momento es oportuno recordar al Colegio Malpica, que venía funcionando desde varias décadas atrás (desde el período colonial). Declaro que me desplazo en el terreno de las suposiciones porque esta casa de estudios era sistemáticamente desestimada por la prensa de la época, en vista de que no solían referirse a ella. La esquiva precisión que ofrecía el parágrafo dirigido a instrucción pública en la Exposición que dirige al Congreso de Venezuela en 1840 el Secretario del Interior y Justicia sobre este local de enseñanza, nos es de utilidad, cuando menos, como registro para certificar que, en efecto, existía «el Colegio de niñas llamado Malpica» (1840: 39). No podemos perder de vista que esa Exposición daba cuenta de la actividad del año precedente, lo que indica que para 1839 todavía estaba en funcionamiento. Quiero detenerme fugazmente en ese colegio por la importancia que tiene para la historia de la educación en Venezuela. Para ello me apoyaré en las palabras que le dedica la revista La Guirnalda en su entrega número 3 (Caracas, agosto 18 de 1839: 40-41): «Un hombre, á quien las caraqueñas desde 1768 han debido la educacion que recibieran, el Licenciado D. Simon Malpica, dignidad, tesorero de esta Catedral, fundó con real permiso y bajo la proteccion del gobierno civil, la casa de niñas educandas, que hoy se conoce con el nombre de su fundador, donando á este establecimiento todos sus bienes que importaban 19.000 pesos. Posteriormente, el Libertador, convencido, como lo dijo en su decreto de 27 de Junio de 1827, de que el importante objeto de la educacion pública quedaria muy imperfecto, si no se mejoraba la de las niñas, gravó las rentas de la Universidad con 2.000 pesos anuales á favor de dicha casa de educandas, asignándole al mismo tiempo otras rentas, y cometió el zelo de una junta el deber de proponer la nueva planta que habia de darse al colegio, así como los medios de recaudar y aumentar sus rentas. El referido decreto no se ha llevado á efecto por las dificultades que presentó el R. Arzobispo, cuando de ello se trató». Si vamos a aplicar un criterio estrictamente cronológico, es obvio que el Colegio Malpica tendría que inaugurar este recuento, como la primera institución docente dirigida a las niñas venezolanas. Pero también es claro que el mismo sector dirigente resistió, sistemáticamente, la idea de incluirlo en la lista de instituciones educativas que le merecían la confianza suficiente como para responsabilizarlo de la educación de sus pequeñas. Me permito sospechar el obvio sesgo discriminador al que me referí anteriormente: queda en evidencia que las destinadas a esa casa de estudios eran las niñas de otros sectores sociales, los menos favorecidos, por cierto, las que no ganaban la atención de la opinión pública del momento.
12. No tengo noticias sobre el programa de estudios del otro establecimiento para niñas, el de las hermanas Luque, que funcionaba en Caracas ese año de 1837. De todas maneras, más adelante me detengo con mayor pausa en esos establecimientos de educación.
13. Se puede notar que para esa década se ha ampliado el programa escolar, que anteriormente sólo tomaba en cuenta la lectura, escritura, aritmética, religión, urbanidad, costura y bordados.
14. Por ejemplo, en el Colegio de Roscio que anunciaba Manuel Antonio Carreño por el Correo de Caracas en julio 19 de 1839 se prometía una jornada monacal de seis de la mañana a ocho de la noche. La misma intensidad docente que se mantenía en Portuguesa un par de décadas más tarde; en esa provincia los preceptores de las escuelas de niños debían: «Prestar la enseñanza desde las seis y media hasta las nueve y media de la mañana, y desde las once hasta las dos de la tarde, en todos los dias hábiles» (Ordenanzas..., 1853: 57). Esa discrecionalidad en los horarios sería eliminada en fecha más tardía.
15. El índice se organiza de esta manera: «Carta I. Motivos de esta obra. Influjo de las mugeres en la condicion de los pueblos, en la sociedad, en la felicidad de las familias. Diferencias entre la suerte de las mugeres en los pueblos meridionales y septentrionales de Europa» (p. 12). «Carta II. Diferentes ramos que abraza la educacion. Educacion moral. Preceptos, ejemplos, hábitos. Acierto en el uso de estos medios» (p. 23). «Carta III. Educacion intelectual. Cultivo de la razon y del entendimiento. Conocimientos propios de una muger. Perfeccion de las primeras letras. Geografia, historia. Aficion á la lectura. Novelas» (p. 39). «Carta IV. Educacion doméstica. Trabajos y ocupaciones propias de una mujer» (p. 61). «Carta V. Educacion artística. Dibujo, bordado, música, baile. Moderacion en la adquisicion y en el cultivo de las artes» (p. 67). «Carta VI. Educacion Física. Ejercicios, alimentos, trage» (p. 81). «Carta VII. Educacion religiosa. Prácticas, enseñanza, lectura del nuevo testamento. Tolerancia» (p. 87). «Carta VIII. Educacion del bello sexo en Inglaterra» (p. 93). «Carta IX. Traduccion de las cartas de una madre inglesa á su hija» (p. 106). «Carta X. Máximas para la conducta de una muger» (p. 159). «Carta XI. Virtudes propias de una mujer» (p. 167). «Carta XII. Vida del campo: su influjo en la condicion de la muger. Conclusion» (p. 187).
17. La Exposicion que dirige al Congreso de Venezuela en 1846 el Secretario de lo Interior y Justiciaregistraba la Gramática italiana como una de las materias que se veía en el Colegio Nacional de Niñas de Caracas. Las otras materias eran: Lectura, doctrina cristiana y urbanidad; escritura; aritmética; gramática castellana; geografía; historia; costura y bordado; dibujo y música. En fin, casi todas las materias que recomendaba la autora de las Cartas sobre la educación... Pero no debe perderse de vista que las materias se dictaban de acuerdo con la disponibilidad de preceptores. Por ejemplo, laExposición... de 1849 verificaba en la sección «Documentos» que la clase de escritura «ha estado muy mal asistida en todo el año. Ha tenido cuatro preceptores alternativamente lo que perjudica notablemente la enseñanza» (1849: 26). En 1851 las materias eran: primeras letras, urbanidad, moral y religion (asistían 41 alumnas); labores de manos (iban todas las niñas: 60); escritura (inscritas 51); aritmética (concurrían 52); gramática castellana (interesadas, 43); cosmografía, geografía e historia (para 16) y dibujo (contaba con 33 alumnas). Como se ve, las labores de mano era la materia que ganaba mayor interés. También se aprecia que las inscritas no estaban obligadas a participar en todos los cursos. De igual manera, salta a la vista que en 1851 han separado la moral de la religión.
18. Ese mismo año comienza a encontarse la publicidad referida a la materia. Como ésta que se leía en la Gaceta de Venezuela (junio 15 de 1833):
CALIGRAFIA
E. Jones, al presente residente en esta capital, profesor de este arte en todos sus ramos, habiendo sido discípulo del Sr. Dean, quien fué el primer inventor de este sistema en los Estados Unidos, ofrece sus servicios al público y á los jóvenes de Caracas. Dará lecciones en las casas particulares, y los que quieran tomarlas pueden ocurrir á la posada de la Union, calle de las Leyes Patrias, en donde se comunicarán las condiciones.
Tuvo éxito la nueva caligrafía. En la misma publicación (enero 14 de 1837) el estadounidense G.W. Halsey asegura que en veinte lecciones «se compromete á comunicar á las señoras un estilo desembarazado y elegante de letras cursivas, distinguidas por su aseo y delicadeza, propias de los caractéres de las señoras; y á los señores un estilo á la vez pronto, hermoso y arrogante proporcionado á todas clases de ocupaciones mercantiles &c.».
19. Sería ingenuo pensar en su inexistencia. En la obra de teatro La Prometida (de José Antonio Maitín): el padre de la joven Rosa, don Gerónimo piensa esto de las mujeres: «Las mugeres necesitan/ de rigor y de aspereza/ para que se porten bien/ El mimo y la complacencia/ las pierden. No hay que esperar» (1835: 23). En forma velada se constata su práctica en la noticia sobre el libro de madama de Beaumont que salía en El Liberal (junio 17 de 1842), El Venezolano (julio 21 del mismo año) y en la Gaceta de Venezuela. Entre los múltiples méritos que acumulaba la obra estaba una concepción educativa: «sin la aridez de la represion y la censura, sino con la dulzura y amenidad del apólogo y la parábola». Sobre este libro volveré más adelante.
20. El Colegio de Roscio (sobre este colegio, puede verse mi artículo de 1999a) aseguraba en su reglamento que: «Por lo que toca á los castigos, ya que desgraciadamente es preciso imponerlos alguna vez, estamos muy decididos á no usar sino de los que están en consonancia con las ideas del siglo, con nuestro sistema de gobierno, y si nos es permitido decirlo, con nuestro corazon: el honor de los jóvenes será casi nuestro único resorte; y procuraremos que entre ellos y nosotros se forme en cuanto quepa, una franca y cordial amistad» (Gaceta de Venezuela, julio 7 de 1839). Un castigo «en consonancia con las ideas del siglo» se leía también en el reglamento de la Academia de primera educación (Gaceta de Venezuela, julio 19 de 1840). De todas maneras, cada escuela o colegio tenía su propio parecer sobre este asunto. En la provincia de Portuguesa, la Ordenanza sobre escuelas primarias de niños del 23 de noviembre de 1852 renunciaba a estar en consonancia con las ideas del siglo porque determinaba este proceder: «[l]os preceptores para corregir á sus discípulos, podrán usar de la palmeta, sin excederse de cuatro golpes en cada acto, la detencion, el arrodillamiento y ayuno; quedando al criterio y buen juicio del preceptor la correccion que deba aplicar segun la mayor ó menor gravedad de la falta» (Ordenanzas..., 1853: 59). Hubo legislación para controlar el castigo desmedido. En 1865 un periódico de Caracas pedía vigilar a los preceptores de la ciudad: «dondetodavía se usan la palmeta y el látigo para corregir las faltas de los niños, con mengua de la civilizacion y de la moral» (El Porvenir, enero 23 de 1865, cursivas en el original). Ese mismo año El Federalista (julio 10) en «Castigos corporales» censuraba «la añeja práctica de recurrir los preceptores públicos á los castigos corporales para estimular el tierno entendimiento de sus discípulos». Parece ser que en las escuelas y colegios públicos la tendencia al maltrato físico era más acusada.
21. Las Cartas... hablaban de vacaciones por Navidad y a mediados de verano (el determinismo geográfico europeo del frío y el calor lo imponían, ¿no?); mientras que en Venezuela las vacaciones eran muy comedidas: del 25 de diciembre al 1º de enero y del domingo de Ramos al 2º día de Pascua de Resurrección.
22. Decía la estadounidense —al pensar en la afición a las novelas que manifestaba el público lector femenino en Europa—: «me propongo preservar á mis hijas de este contagio» (1833: 56). Y al explicar sus razones argumentaba que ese género literario tenía como inconveniente el «alejarnos de la existencia que nos rodea, del mundo en que vivimos, para engolfarnos en quimeras seductoras, que se apoderan con irresistible poder de la parte mas móvil del alma que es la imaginacion, y puede conducirla á peligrosos descarrios» (1833: 56). Las venezolanas comenzaron a fanatizarse por las novelas en la década del 40.
23. Pero en 1865 se comenzaron a escuchar voces en contra de esta inclinación, como mostraré en el capítulo V.
24. Desde luego, los venezolanos no coincidieron con el marqués en sus apreciaciones teatrales. En 1837 El Cajón de Sastre participaba de una opinión en la que lo acompañaron los patricios amantes del disfrute fuera del hogar doméstico: «Si la escena dramática es realmente el gran cuadro donde se reproducen los sucesos verdaderos que pasan en el mundo, es fuerza que sea grande la influencia que egerza su representacion sobre los ánimos de los espectadores, y profundo el interes que inspire, por la intima relacion que han de tener esos sucesos con la idea de que acaso pueden verificarse en nuestros semejantes, ó en nosotros mismos á todas las horas del dia. Los efectos, pues, que produzcan los espectáculos teatrales deben reputarse de la mayor trascendencia para las costumbres, las opiniones, la moral y la instrucción del público» (agosto 3 de 1837: 23). Más adelante concluía: «En él se rectifica el idioma, se pulen los modales, se suavizan las costumbres. En él se ven satirizados los defectos sociales, las estravagancias puestas en ridiculo; el vicio perseguido y castigado; la virtud ensalzada y triunfante» (ibidem: 24). En la revista El Álbum (Caracas, 1845), por ejemplo, se recomendaba las representaciones teatrales en estos términos: «No hay cosa como ir al teatro, cuanto y mas en Cáracas (sic), en que no hay otra parte á donde ir».
25. Pero sí en los de niños. En el de la Independencia, obviamente, fue texto obligado. Sin embargo, Napoleón Franceschi ha demostrado que la obra no circuló como se podía esperar (puesto que fue auspiciada por el general Páez). Un asunto que invita a un estudio más profundo. Sobre la revisión de Franceschi (1994), debe consultarse el capítulo 4, en especial las pp. 95-97.
26. En esos tiempos se imprimió en Venezuela, se leyó y se comentó mucho el Arte de hablar de Hermosilla.
27. No tomo en cuenta al clero, por supuesto. La iglesia venezolana sólo dio espacio a esta materia (dentro de un temario que incluía la reflexión sobre la familia) más tardíamente: el último tercio del siglo. Durante los años que venimos observando, la política de esta institución seguía siendo la de mantener a la mujer dentro de casa. Sobre la relación Iglesia/mujer en la Venezuela del siglo XIX, hay datos de interés en el libro de Elías Pino Iturrieta de 1993, fundamentalmente en lo que se refiere a las posiciones retrógradas para con las mujeres que practicaba el clero. Los aportes de ese volumen quedan señalados desde la misma «Introducción»: «en los documentos de la fuente religiosa permanece la actitud propia del período colonial, orientada hacia un confinamiento extremo de la hembra en el ámbito de las relaciones sociales» (Pino Iturrieta, 1993: 6).
28. El problema que acarrea una instrucción mal concebida o, peor aún, la ausencia de interés por el estudio, es el asunto que plantea en fecha más avanzada la novela Blanca ó Consecuencias de la vanidad de Lina López de Arámburu en 1896.
29. En el siguiente capítulo veremos la importancia que se le atribuía a este tipo de reuniones.
30. Solo estaban funcionando el de las Luque y el de las Guido, porque había desaparecido el de las Jugo. Posteriormente estas damas dirigirían el Colegio Nacional de Niñas.
31. J.Q.S. no había mencionado a Rafael María Baralt en su comentario crítico.
32. En este momento obvio la explicación referida al uso de estas prendas de vestir, de hacerlo me desviaría de mis propósitos actuales.
33. Pero al comienzo de este capítulo supimos que el salario de la maestra asignada a la escuela de Cumaná en 1832 era de 180 pesos. En 1848 las preceptoras de la capital ganaban 540 pesos al año; la de cabecera del cantón La Guaira, 600 pesos; de las parroquias cabecera de cantón, 440 pesos; de las parroquias que no eran cabecera de cantón, 300 pesos... (Ordenanzas, resoluciones y acuerdos [...] de Caracas, 1848: 23).
34. En el Colegio de la Independencia el avío de los educandos era: 1 catre de lienzo con su barandilla y almohada, 6 sábanas, 2 frazadas, 2 colchas, 3 fundas de almohada, 1 bacinilla de cama, 1 baúl, 1 casaca corta del uniforme del colegio, 1 levita de cúbica o de paño, 1 sombrero negro en su caja, 6 camisas blancas, 2 (camisas) para dormir, 6 pares de pantalones (tres de ellos, blancos), 4 pares de calzoncillos, 2 chalecos, 4 chaquetas (una de ellas, negra), 2 corbatas negras, 8 pares de medias, 8 toallas, 6 pañuelos de bolsillo, 1 par de tijeras, 1 cepillo para la boca, 1 cepillo para la ropa, 1 peine fijo y otro claro (sic), 1 aljofaina y un jarro, y 1 pizarra. Había una precisión final: «El catre, baul y prendas de ropa deben venir marcados con las iniciales, á lo menos, del nombre y apellido del jóven» (Gaceta de Venezuela, octubre 11 de 1840).
35. No está demás recordar en este momento que la literatura venezolana en las primeras décadas del período republicano fue sostenida por el teatro. Las primeras piezas teatrales de esos años fueron La restauración de Venezuela de J.M.C. (Juan Manuel Cagigal) en 1833 (lamentablemente perdida) y La prometida, en 1835, firmada con el seudónimo de Un Venezolano y que, en realidad, velaba la autoría de José Antonio Maitín. La poesía y la narrativa venezolanas comienzan a producirse con carácter sistemático sólo al finalizar la década del 30. Sobre el teatro venezolano del ochocientos puede verse de fecha reciente a José Rojas U. y a Dunia Galindo.
36. En esta descripción se perciben los ecos de las Cartas sobre la educación del bello sexo cuando reconocía que: «No es fácil saber leer para que otros oigan, ni es soportable una lectura monótona, cansada, amanerada y maquinal. Es necesario leer con pausa, con sentido, y sobre todo con expresion; dar su verdadero tono á cada sentimiento, su verdadera inflexion á cada frase; modificar la voz para que no aturda, elevarla cuando el sentido lo requiere; en fin, leer con alma, para que el alma goce y se instruya» (Cartas..., 1833: 43-44).
37. Por ello infiero que se trató de libros, dinero, bandas y medallas, como era lo acostumbrado. El reglamento oficial los consagraba como obsequios para las premiaciones por lo que eran los regalos habituales en las escuelas y colegios (públicos y privados) tanto de niños como de niñas.
38. Los «Remitidos» se pagaban al periódico, por eso las manos de las Luque se dejaban sentir.
39. El martes 23 de octubre de 1838, el representante de la corona británica, Robert Ker Porter, anotó en su Diario aspectos de una velada en la casa del general Páez, donde las hijas de este último: «bailaron la Cachucha y el Bolero» (1997: 840). Era evidente las simpatías de la familia Páez por ese baile. Ker Porter anota que el sábado 2 de enero de 1841 «la Sra. Francia, la recién casada hija del general, bailó de la manera más graciosa "La Cachucha"» (1997: 913). Aunque las notas a la edición venezolana de este Diario destaca que La cachucha es: «(d)anza popular típica de Andalucía, España», habría que analizar las modalidades que adopta este baile en América. Serafín Ramírez, estudioso de los bailes en Cuba determinó que, para 1830, ya se bailaban La cachucha y el baile inglés en esa isla (citado por Pedro Henríquez Ureña, 1978: 425).
40. La afición al baile fue particular inclinación de la élite venezolana de todos los tiempos. Los viajeros visitantes de nuestra geografía se detuvieron a observar este tipo de comportamiento. Dentro de esta tradición puede entenderse que en 1834 se encuentre este aviso en la Gaceta de Venezuela(24 de mayo): «El sr. Daniel Escot profesor de baile da leccion de su arte, tanto á la francesa como á la italiana; enseña á caballeros y á señoritas». Visto de esa manera, era natural que se incluyera esta materia en los colegios privados.
41. Evidentemente se propagaba esa tendencia al boato, porque en 1852 la Diputación Provincial de Carabobo, al reglamentar el funcionamiento de las escuelas de niñas, aconsejaba a las preceptoras impedir a sus alumnas: «el uso de trajes y adornos costosos, ni aun en los dias de exámenes públicos» (Ordenanzas..., 1852: 49). Y estas advertencias se recomendaban en escuelas públicas, donde se suponía la asistencia de niñas y jóvenes con menos recursos. En 1859 El Heraldo (octubre 26: 3) deja asentada la adopción de esta moda del lujo por las clases menos favorecidas. En este caso, la madre que vende «todo para ostentar un lujo escandaloso».
42. La escuela de niñas de Maracaibo, por ejemplo, otorgaba premios a las alumnas más destacadas. Los reconocimientos especiales consistían en libros y diplomas.
43. Pero no fue la primera que se publicó en el país para un público femenino porque, antes que ella, se editó la caraqueña El Canastillo de Costura, en 1826. Sobre este papel periódico trataré en el último capítulo.
44. Muchos investigadores del siglo XIX venezolano siguen repitiendo que el editor de esa revista fue José Luis Ramos. René L.F. Durand (1959: 30) determinó la verdadera paternidad. Aunque basta leer los artículos de J.Q.S. en Correo de Caracas y en La Guirnalda para establecer la correspondiente autoría.
45. Entre otros aportes, J.Q.S. concurre al hebdomadario venezolano con varios artículos de costumbres habaneras.
46. La información que he resumido en los renglones precedentes aparecía en El Liberal (enero 1º de 1839). Se trata de una carta extensa enviada al redactor del periódico y que iba encabezada con el enunciado «Educacion pública». Ese documento lo he citado aquí en varias oportunidades.
47. En realidad, el título era Almacén y biblioteca completa de los niños: o diálogos de una sabia directora con sus discípulas de la primera distinción. No se conservan ejemplares de la edición venezolana, sólo he podido consultar el volumen 4 de la versión española de 1778 (el único que existe en los repositorios venezolanos). Podemos suponer que la reimpresión venezolana tomó como base la edición española, porque en la publicidad del momento no se habla de una traducción local que, de haberse hecho, habría sido destacada con profusión.
48. Tampoco se conservan ejemplares de esta obra. Ni siquiera he podido determinar si, en efecto, se publicó, como tampoco he podido precisar la noticia relativa a otros catorce títulos de su autoría que anunciaba el fundador del Colegio de la Independencia en la hoja suelta de 1850 titulada «Aviso que puede ser de utilidad».
49. Se refiere a sus Lecciones de buena crianza, moral i mundo ó Educacion popular de 1841.
50. Algunos años más tarde, en 1880, también cumplió ese cometido didáctico las Nociones de economía doméstica de Juan Antonio Lossada Piñéres —libro que era ofrecido para lectores de los dos sexos. Este rápido registro (que no pretendo haber agotado) da cuenta, cuando menos, de la atención que recibió esta materia. El libro de Lossada Piñéres era promocionado como único en su género para ese momento. Cuando menos, es lo que se desprende de las palabras introductorias de J.M. Portillo: «es un libro bello, bueno y útil, y sin competidor, por lo ménos que nosotros sepamos, para la enseñanza que se propone» (1880: 11). Dato que traduce el olvido en el que habían caído sus predecesores.
51. El primero de los dos considerandos del decreto fue: «1º Que la educacion de las niñas es la base de la moral de las familias, y que en esta ciudad se halla absolutamente abandonada» (1983: 41, cursivas en el original).
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