Walter Margulis:Un espíritu abstracto
Recordando a uno de mis pintores favoritos.
Siempre soñé tener una obra suya
Federica Palomero
Sábado, 28 de mayo de 2011
Yo quisiera quedarme con la nada,
que es quedarse con el todo.
W.M
Hace ya veinte años, iniciaba la escritura de un texto sobre
Walter Margulis evocando la dificultad de encontrar las palabras justas,
aquellas que no sean demasiado concretas, sólidas, hasta ruidosas, que
no quiebren ese estado de contemplación en las que sus pinturas nos
sumergen. Hoy día, a pesar de (o tal vez gracias a) una larga
familiaridad con esa obra y de una cercana amistad con el artista, que
ni siquiera con su prematura muerte acabó -pues quiero seguir afirmando
que soy su amiga, como su hermana prestada- siento ese mismo temor a las
palabras, a su sonoridad y a su significado, como si fueran piedras
lanzadas sobre la frágil superficie de sus lienzos.
Sí, hay unas obras que se resisten a la exégesis, que parecieran desalentar cualquier comentario (hasta el más elogioso) por la contundencia de su silencio. Obras colmadas de algo que se podría llamar opacidad, y sobre las cuales corre paralelo el discurso crítico o analítico, obras cuyo pudor invita a la reserva. Y la de Walter pertenece sin lugar a dudas a esa familia.
Queda en nuestro auxilio el recurso de escribir en torno a esas pinturas: identificar su contexto, su época, algunas incidencias de la biografía del artista, e intentar un acercamiento, que no debería ser sino algo borroso, impreciso, a los elementos plásticos que el artista hizo suyos, su lenguaje, y a partir de ellos esbozar un relato en tono menor, que diera cuenta de aquello que en otros tiempos se consideraba como la “evolución” del artista. Y, al proponerme este enfoque, cuento al menos con la suerte de que se vislumbran reconocibles etapas en ese tránsito de Walter Margulis, y me alienta el recordar la sintonía privilegiada que nos embargaba, y que tal vez me salve, desde la doble soledad de su ausencia y de la tarea de escribir, de ser infiel al sentido último de su arte.
Él empezó a pintar en su temprana adolescencia, y luego la arquitectura pareció encauzar su creatividad, aunque por un breve tiempo. Si bien obtuvo su título en el Pratt Institute de Nueva York (y enseguida lo engavetó), sus años en esa ciudad los dedicó al estudio de la pintura y del dibujo en sitios que cabe calificar de “prestigiosos” y donde en la década de los setenta no se había extinguido el fervor por las vanguardias de la post-guerra. Margulis se nutrió entonces no sólo de los estudios formales sino del estímulo siempre renovado de la ciudad. El expresionismo se impuso en sus primeros trabajos pictóricos, aplicado en forma algo forzada, algo laboriosa, a las formas figurativas del ámbito escolar, que aún conserva a su regreso a Caracas en 1976, mientras ya se vislumbra su vocación por lo abstracto que será su devenir y razón de ser. En este sentido existe un dibujo ejemplar, en el que el típico ejercicio académico de copia del natural -el cuerpo humano- está velado por un entretejido de líneas geométricas.
Aun así, no resulta accesorio detenernos en esas primeras pinturas, en las que, retrospectivamente, vemos una paleta y una factura no depuradas todavía, con un arrojo entusiasta en los colores cálidos, en las texturas grumosas, es decir, unos rasgos que suenan estridentes y en nada auguran su obra posterior, sino que testimonian la fuerza avasallante del contexto nuyorquino sobre el joven artista. Sin embargo, entre la violencia cromática y las alusiones figurativas (algo carentes de convicción estas últimas), como veloces anotaciones de una bicicleta, una mesa, el marco de una puerta o una ventana (La bicicleta con naturaleza muerta), unas botellas u objetos cotidianos a modo de bodegón, van surgiendo subyacentes, pero ya ansiosos de protagonismo, los cimientos de su obra futura. Entre rojos, anaranjados y amarillos claman por su espacio los azules, los planos abstractos estructuran la composición y relegan la anécdota figurativa a una mera circunstancia provisional; ya se inició esa búsqueda, ese anhelo que dará sentido a toda su obra, de alcanzar la abstracción más pura y la espiritualidad más etérea a través de la sola materia pictórica.
Al mismo tiempo, una naturaleza muerta como La caja anaranjada nos revela la afinidad electiva de Walter con la obra de Giorgio Morandi, con la que compartirá, si no la fidelidad a cierta figuración que éste nunca abandonó del todo, la tendencia a depurarla, a ir hacia lo esencial prescindiendo de todo aquello sin lo que un bodegón dejaría de ser un bodegón, y, de manera más arriesgada, una pintura dejaría de ser una pintura, hasta encontrarse, él, Walter Margulis, en esa situación límite que tanto lo conmovió en otro de sus más admirados artistas: Mark Rothko. Recuerdo una visita que hicimos (¿habrá sido en 1985?) a la exposición de los Morandi de la colección Plaza Arismendi en la Sala Mendoza, y todavía me estremece su emoción al encontrarse con una pintura tan afín a aquello que anhelaba humildemente fuera también la suya.
Pero volvamos a fines de los setenta, cuando al llegar de Nueva York, se encentra Margulis con un contexto venezolano poco propicio a la pintura, marginada tanto por la aparición del “Dibujo Nuevo”, combativamente figurativo y tradicional en su técnica, como por un entusiasmo hacia los llamados “lenguajes no convencionales” inspiradores de obras que en no pocos casos pecaron por ser calcadas provincianamente sobre movimientos internacionales anteriores. Pero él se mantuvo en su línea, e incluso en sus dibujos se alejó del virtuosismo imperante y en 1979, año cumbre para el “Dibujo Nuevo”, cuando Edgar Sánchez gana el Primer Premio del Salón de Fundarte con un extraordinario dibujo figurativo y le salen discípulos por doquier, Walter expondrá en el Instituto Neuman unos dibujos en técnica mixta abstractos y muy coloridos, como una antítesis -involuntaria- a la oleada de marras. Más tarde, creará con plumilla unos maravillosos entramados que se abren a ambiguos y misteriosos espacios, como un Piranesi postmoderno.
Paralelamente, el persistir en la pintura lo llevó a anticiparse a la tendencia de principios de los ochenta cuando, de nuevo en una versión a veces epigónica, se percibían como un solo bloque y se imitaban sin demasiada distancia movimientos tan diversos como la celebrada “Transvanguardia” italiana, el salvajismo desquiciado de Basquiat, el neoexpresionismo de Schnabel y el genial “Sturm und Drang” de Kiefer, y entonces la pintura volvió a ser, por un tiempo, protagonista en Venezuela.
Walter Margulis siempre estuvo un tanto al margen de todo ese ruido, ensimismado en una obra ensimismada, que no era de fácil comprensión. Tal vez su carácter discreto, más bien retraído, (al mismo tiempo cortés y, en privado, bastante bromista) contribuía además a un relativo aislamiento, aunque siempre participó en salones y muestras colectivas, y se mantenía muy al tanto de la actualidad plástica, visitaba con frecuencia las exposiciones donde sabía enseguida reconocer a artistas afines. Así es como en el Salón Nacional de Jóvenes del año 1985, celebrado en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, que visitamos Walter, Antonio Ochoa y yo, se quedó en larga contemplación frente a una inmensa obra de Paco Bugallo, quien, con un color-field a la manera de Rothko, ya había iniciado a través del metadiscurso su investigación sobre la esencia misma de la pintura, una aventura desde luego familiar al espíritu de Walter. Ese encuentro fue el preludio de la amistad entre ambos artistas.
A fines de los setenta e inicios de los ochenta, una delicuescencia paulatina de las formas convive todavía con su peculiar figuración: es como si los objetos se fundieran en su entorno, que a su vez deviene en un matizado plano coloreado, en el que se vislumbra otro hilo conductor: la vecindad de los tonos en armonías frías azules-verdes que más adelante llegarán hasta la monocromía. En Sin título, de 1979, están presentes esos elementos: tres formas, tal vez botellas, de contornos imprecisos, y un rectángulo que podría aludir (cuando no representar) a una ventana. Una pieza que recuerda a cierto periodo de Alejandro Otero, un artista que él admiraba: sus últimas Cafeteras, que culminarán en la abstracción de las Líneas coloreadas, anunciando incluso los Monocromos de 1960-61.
En ese punto de nuestro análisis, conviene detenernos en el concepto mismo de la abstracción, aunque sobre él mucho se ha escrito. Tanto Alejandro Otero con las Cafeteras de 1947-48 como Walter Margulis en torno a 1980 experimentan un proceso de abstracción, identificado en la historia del arte como el del “árbol de Mondrian”: a partir de una representación objetual, su progresiva simplificación, esquematización, que permite, eliminando todo detalle, llegar a la estructura esencial del objeto, y finalmente, a la eliminación del “andamiaje” representativo a favor de la combinación de formas y colores sin referente externo.
En el caso de Margulis, tengo la impresión (y así lo escribo, sin tener de ello la certeza, porque no conservo recuerdo de que lo hayamos conversado alguna vez) de que este proceso llega a un punto de quiebre hacia 1982-84, cuando, al lado de pinturas con algún residuo tal vez todavía –apenas- figurativo (Saliendo de un espacio, Presencia cósmica), surgen otras que parecen tener formas abstractas como fundamento (Sol inmóvil; Makom: lugar, Dios; Mirando hacia dentro), formas derivadas de la geometría, por lo que podemos identificarlas, precisamente, como puras, en el sentido de no surgir de y no remitir a objetos, es decir: la abstracción no como proceso sino como punto de partida. Y me refiero a formas derivadas porque no son del todo geométricas, hay en ellas algo trémulo, un como desfase, que rehúye de toda dureza.
En esa época, ya están lejos el contexto y la influencia de “New York School” y Walter parece acercarse más bien a la geometría sensible latinoamericana, y no es nada sorprendente que sintiera particular afinidad con Gego, a lo mejor la más sensible de los geométricos. De Gego le atraía, más aún que la delicada artesanía de sus piezas, su inmaterialidad y ese leve temblor, ese desdibujarse de las líneas en el espacio. La etapa de la obra de Margulis que abarca de 1984 a 1988, y que viene a ser la primera de su madurez plástica, se caracteriza por esas superficies de geometrías desestructuradas, y por una dominante cromática entre azules y verdes, que se extiende hacia los marrones y los celestes. Pero, si estos elementos definitorios informan de un anhelo de sencillez y racionalidad, sus pinturas no se agotan ahí y ofrecen al contrario derroteros de mayor complejidad. Se impone su carácter introspectivo, ese “mirar hacia dentro”, aliado a una contención toda expresada en esas formas que encajan unas dentro de otras, y ese marco virtual que las encierra, y así no permite –no se permite- desbordamientos ni efusiones. Sin embargo, al mismo tiempo hay un deseo de apertura en los planos más claros y luminosos por los cuales se cuela la mirada hacia profundidades que la estricta bidimensionalidad pareciera negar, deseo que confirmarían las formas-ventanas, sin alusión figurativa; al contrario, pues esa ventana abierta sobre el mundo que decía Alberti era la pintura, se asoma aquí a mundos interiores, espirituales y no materiales. Un título como Makom: lugar, Dios (“Makom” es un vocablo hebreo que significa “lugar”) autorizaría a relacionar esa espiritualidad de Walter con su religión, en el sentido estricto de re-ligar, y ese lugar que está detrás de la pintura, para el que la pintura es apenas un umbral, es ese “makom” del encuentro inmaterial e irrepresentable, y no se trata, creo, de aquella prohibición bíblica; sería más bien un esbozo de confesión de la dificultad en alcanzar esa ósmosis con lo divino.
Otro aspecto complejo e irresuelto del conjunto de las obras de 1984-88 es su relación última con un grado mínimo, poco perceptible pero al mismo tiempo posible, con los objetos del mundo, no en el sentido de cosas con un nombre, sino de espacios sin dimensión particular, de luces, sombras y contornos dejados por esas cosas o por la naturaleza en ausencia. En este sentido, esa apenas figuración surgiría de la abstracción, en un proceso inverso al mencionado “árbol de Mondrian”. Sin embargo, los dibujos con collages remiten entonces, por su misma técnica, a cierta materialidad.
A fines de la primera etapa, el marco-ventana desaparece y las formas se amplían, parecen liberarse del modelo geométrico. En 1987-88, empieza otra etapa, más corta ésta que las anteriores, a la que pertenecen Vértices de luz en un móvil y el díptico de la Colección del Museo de Bellas Artes de Caracas Albores. El lirismo, la levedad (en el sentido que Italo Calvino le da a la palabra), la delicadeza y emotividad de esas obras son tales que no invitan sino a la pura contemplación, al silencio. Empero, intentaré un discreto acercamiento al lenguaje plástico de Walter. Su primer componente es la ampliación de los formatos hacia lo monumental, que lleva al espectador a abarcar la pintura sola en su campo de visión, sin distracciones ni interferencias (decía Rothko: “Un cuadro grande es una transacción inmediata: te hace entrar en él”). El segundo es la tendencia a la monocromía de unos tonos fríos muy claros en sutiles pasajes entre grisáceos, verdosos y azulados, con transparencias que sugieren apenas destellos de luz más cálida. El tercer elemento es el abandono de toda estructura geométrica, cuando ahora los planos se funden y confunden, dejando como reminiscencia de su trabajo anterior unas casi imperceptibles franjas sin límites precisos, que se diluyen unas en otras, hasta que devienen en una sola la superficie del lienzo y la de los pigmentos, lo que lleva al cuarto componente: el protagonismo absoluto del plano, el “all-over” con su ausencia de punto focal. Todos estos recursos plásticos se respaldan y enriquecen mutuamente. Y se puede apreciar cómo, después de inspirarse en un primer momento en los objetos del mundo, la pintura de Walter se nutre ahora de si misma, haciendo abstracción de su anterior abstracción, depurándola de todo aquello demasiado sólido, demasiado presente y legible, para ir hacia una esencialidad que también lleva a una frontera frágil, intangible, entre la máxima expresión de la pintura pura y su desvanecimiento. En este sentido, recordemos al historiador de arte Jean Paris: “La pintura bien puede prohibirse cualquier ornamento, privarse de toda figuración, no podría reducirse a menos que una superficie coloreada. En su más alto o más bajo límite, un color explayado, único, inmóvil: ésta es la abstracción más ajena al hombre, la más cercana al misterio divino”. Éste es el periodo de la obra de Margulis cuando más se acerca espiritualmente a Mark Rothko, sin sacrificar -al contrario, la profundiza y reafirma-, su personalidad más íntima.
En 1989 se inicia la última etapa de la obra de Walter Margulis, tal vez la más impenetrable en su densidad, opacidad y socavado dramatismo, así como en sus aparentes contradicciones, o al menos ambivalencias, “entre lo visible y lo invisible, entre lo explícito y lo implícito, entre lo simulado y lo disimulado” (Víctor Guédez). Las tonalidades se vuelven más oscuras y más variadas, y si bien permanece el efecto de monocromía, se enriquece de matices violetas y marrones, con a veces fugaces iluminaciones en rojizos-anaranjados (Horizonte vertical II) que sugieren algún “detrás” misterioso. El artista integra ahora texturas rugosas hechas con arena, polvo de mármol y cáscara de huevo (unos experimentos que lo divertían mucho). Las franjas, a veces apenas identificables, otras veces se vuelven más nítidas, como en un retorno hacia cierta estructura: en Torá son muy poco visibles, en La sombra del objeto es el objeto se hacen algo más detectables, aunque veladas por las texturas. Se pueden anotar datos concretos, como lo acabo de hacer: mencionar colores, o ese vago tejido subyacente que surge del “all-over”, o esos relieves creados por los grumos. Pero no se llega a dejar constancia de algo que tampoco termino de discernir y mucho menos de definir, que podría ser no sólo una especie de contradicción entre los diferentes recursos: colores fríos versus colores cálidos, inmaterialidad de la abstracción versus presencia táctil de la materia, sino la contradicción latente dentro de cada uno de estos elementos, al mismo tiempo informales y geométricos, abstractos y matéricos, etéreos y telúricos, espirituales y terrenales. Nace una tensión que hasta ahora no se había vislumbrado en las pinturas de Margulis, y alcanzamos otra paradoja: hay dramatismo y serenidad, elevación hacia lo más espiritual y relación sensual con este mundo.
Y una pintura que, en los últimos momentos, vuelve a una disgregación, una inmaterialidad que sugiere su mismo título: Eco, tal vez inacabada, como si la obra toda de Walter fuera una metáfora de su paso demasiado breve por la vida.
Sí, hay unas obras que se resisten a la exégesis, que parecieran desalentar cualquier comentario (hasta el más elogioso) por la contundencia de su silencio. Obras colmadas de algo que se podría llamar opacidad, y sobre las cuales corre paralelo el discurso crítico o analítico, obras cuyo pudor invita a la reserva. Y la de Walter pertenece sin lugar a dudas a esa familia.
Queda en nuestro auxilio el recurso de escribir en torno a esas pinturas: identificar su contexto, su época, algunas incidencias de la biografía del artista, e intentar un acercamiento, que no debería ser sino algo borroso, impreciso, a los elementos plásticos que el artista hizo suyos, su lenguaje, y a partir de ellos esbozar un relato en tono menor, que diera cuenta de aquello que en otros tiempos se consideraba como la “evolución” del artista. Y, al proponerme este enfoque, cuento al menos con la suerte de que se vislumbran reconocibles etapas en ese tránsito de Walter Margulis, y me alienta el recordar la sintonía privilegiada que nos embargaba, y que tal vez me salve, desde la doble soledad de su ausencia y de la tarea de escribir, de ser infiel al sentido último de su arte.
Él empezó a pintar en su temprana adolescencia, y luego la arquitectura pareció encauzar su creatividad, aunque por un breve tiempo. Si bien obtuvo su título en el Pratt Institute de Nueva York (y enseguida lo engavetó), sus años en esa ciudad los dedicó al estudio de la pintura y del dibujo en sitios que cabe calificar de “prestigiosos” y donde en la década de los setenta no se había extinguido el fervor por las vanguardias de la post-guerra. Margulis se nutrió entonces no sólo de los estudios formales sino del estímulo siempre renovado de la ciudad. El expresionismo se impuso en sus primeros trabajos pictóricos, aplicado en forma algo forzada, algo laboriosa, a las formas figurativas del ámbito escolar, que aún conserva a su regreso a Caracas en 1976, mientras ya se vislumbra su vocación por lo abstracto que será su devenir y razón de ser. En este sentido existe un dibujo ejemplar, en el que el típico ejercicio académico de copia del natural -el cuerpo humano- está velado por un entretejido de líneas geométricas.
Aun así, no resulta accesorio detenernos en esas primeras pinturas, en las que, retrospectivamente, vemos una paleta y una factura no depuradas todavía, con un arrojo entusiasta en los colores cálidos, en las texturas grumosas, es decir, unos rasgos que suenan estridentes y en nada auguran su obra posterior, sino que testimonian la fuerza avasallante del contexto nuyorquino sobre el joven artista. Sin embargo, entre la violencia cromática y las alusiones figurativas (algo carentes de convicción estas últimas), como veloces anotaciones de una bicicleta, una mesa, el marco de una puerta o una ventana (La bicicleta con naturaleza muerta), unas botellas u objetos cotidianos a modo de bodegón, van surgiendo subyacentes, pero ya ansiosos de protagonismo, los cimientos de su obra futura. Entre rojos, anaranjados y amarillos claman por su espacio los azules, los planos abstractos estructuran la composición y relegan la anécdota figurativa a una mera circunstancia provisional; ya se inició esa búsqueda, ese anhelo que dará sentido a toda su obra, de alcanzar la abstracción más pura y la espiritualidad más etérea a través de la sola materia pictórica.
Al mismo tiempo, una naturaleza muerta como La caja anaranjada nos revela la afinidad electiva de Walter con la obra de Giorgio Morandi, con la que compartirá, si no la fidelidad a cierta figuración que éste nunca abandonó del todo, la tendencia a depurarla, a ir hacia lo esencial prescindiendo de todo aquello sin lo que un bodegón dejaría de ser un bodegón, y, de manera más arriesgada, una pintura dejaría de ser una pintura, hasta encontrarse, él, Walter Margulis, en esa situación límite que tanto lo conmovió en otro de sus más admirados artistas: Mark Rothko. Recuerdo una visita que hicimos (¿habrá sido en 1985?) a la exposición de los Morandi de la colección Plaza Arismendi en la Sala Mendoza, y todavía me estremece su emoción al encontrarse con una pintura tan afín a aquello que anhelaba humildemente fuera también la suya.
Pero volvamos a fines de los setenta, cuando al llegar de Nueva York, se encentra Margulis con un contexto venezolano poco propicio a la pintura, marginada tanto por la aparición del “Dibujo Nuevo”, combativamente figurativo y tradicional en su técnica, como por un entusiasmo hacia los llamados “lenguajes no convencionales” inspiradores de obras que en no pocos casos pecaron por ser calcadas provincianamente sobre movimientos internacionales anteriores. Pero él se mantuvo en su línea, e incluso en sus dibujos se alejó del virtuosismo imperante y en 1979, año cumbre para el “Dibujo Nuevo”, cuando Edgar Sánchez gana el Primer Premio del Salón de Fundarte con un extraordinario dibujo figurativo y le salen discípulos por doquier, Walter expondrá en el Instituto Neuman unos dibujos en técnica mixta abstractos y muy coloridos, como una antítesis -involuntaria- a la oleada de marras. Más tarde, creará con plumilla unos maravillosos entramados que se abren a ambiguos y misteriosos espacios, como un Piranesi postmoderno.
Paralelamente, el persistir en la pintura lo llevó a anticiparse a la tendencia de principios de los ochenta cuando, de nuevo en una versión a veces epigónica, se percibían como un solo bloque y se imitaban sin demasiada distancia movimientos tan diversos como la celebrada “Transvanguardia” italiana, el salvajismo desquiciado de Basquiat, el neoexpresionismo de Schnabel y el genial “Sturm und Drang” de Kiefer, y entonces la pintura volvió a ser, por un tiempo, protagonista en Venezuela.
Walter Margulis siempre estuvo un tanto al margen de todo ese ruido, ensimismado en una obra ensimismada, que no era de fácil comprensión. Tal vez su carácter discreto, más bien retraído, (al mismo tiempo cortés y, en privado, bastante bromista) contribuía además a un relativo aislamiento, aunque siempre participó en salones y muestras colectivas, y se mantenía muy al tanto de la actualidad plástica, visitaba con frecuencia las exposiciones donde sabía enseguida reconocer a artistas afines. Así es como en el Salón Nacional de Jóvenes del año 1985, celebrado en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber, que visitamos Walter, Antonio Ochoa y yo, se quedó en larga contemplación frente a una inmensa obra de Paco Bugallo, quien, con un color-field a la manera de Rothko, ya había iniciado a través del metadiscurso su investigación sobre la esencia misma de la pintura, una aventura desde luego familiar al espíritu de Walter. Ese encuentro fue el preludio de la amistad entre ambos artistas.
A fines de los setenta e inicios de los ochenta, una delicuescencia paulatina de las formas convive todavía con su peculiar figuración: es como si los objetos se fundieran en su entorno, que a su vez deviene en un matizado plano coloreado, en el que se vislumbra otro hilo conductor: la vecindad de los tonos en armonías frías azules-verdes que más adelante llegarán hasta la monocromía. En Sin título, de 1979, están presentes esos elementos: tres formas, tal vez botellas, de contornos imprecisos, y un rectángulo que podría aludir (cuando no representar) a una ventana. Una pieza que recuerda a cierto periodo de Alejandro Otero, un artista que él admiraba: sus últimas Cafeteras, que culminarán en la abstracción de las Líneas coloreadas, anunciando incluso los Monocromos de 1960-61.
En ese punto de nuestro análisis, conviene detenernos en el concepto mismo de la abstracción, aunque sobre él mucho se ha escrito. Tanto Alejandro Otero con las Cafeteras de 1947-48 como Walter Margulis en torno a 1980 experimentan un proceso de abstracción, identificado en la historia del arte como el del “árbol de Mondrian”: a partir de una representación objetual, su progresiva simplificación, esquematización, que permite, eliminando todo detalle, llegar a la estructura esencial del objeto, y finalmente, a la eliminación del “andamiaje” representativo a favor de la combinación de formas y colores sin referente externo.
En el caso de Margulis, tengo la impresión (y así lo escribo, sin tener de ello la certeza, porque no conservo recuerdo de que lo hayamos conversado alguna vez) de que este proceso llega a un punto de quiebre hacia 1982-84, cuando, al lado de pinturas con algún residuo tal vez todavía –apenas- figurativo (Saliendo de un espacio, Presencia cósmica), surgen otras que parecen tener formas abstractas como fundamento (Sol inmóvil; Makom: lugar, Dios; Mirando hacia dentro), formas derivadas de la geometría, por lo que podemos identificarlas, precisamente, como puras, en el sentido de no surgir de y no remitir a objetos, es decir: la abstracción no como proceso sino como punto de partida. Y me refiero a formas derivadas porque no son del todo geométricas, hay en ellas algo trémulo, un como desfase, que rehúye de toda dureza.
En esa época, ya están lejos el contexto y la influencia de “New York School” y Walter parece acercarse más bien a la geometría sensible latinoamericana, y no es nada sorprendente que sintiera particular afinidad con Gego, a lo mejor la más sensible de los geométricos. De Gego le atraía, más aún que la delicada artesanía de sus piezas, su inmaterialidad y ese leve temblor, ese desdibujarse de las líneas en el espacio. La etapa de la obra de Margulis que abarca de 1984 a 1988, y que viene a ser la primera de su madurez plástica, se caracteriza por esas superficies de geometrías desestructuradas, y por una dominante cromática entre azules y verdes, que se extiende hacia los marrones y los celestes. Pero, si estos elementos definitorios informan de un anhelo de sencillez y racionalidad, sus pinturas no se agotan ahí y ofrecen al contrario derroteros de mayor complejidad. Se impone su carácter introspectivo, ese “mirar hacia dentro”, aliado a una contención toda expresada en esas formas que encajan unas dentro de otras, y ese marco virtual que las encierra, y así no permite –no se permite- desbordamientos ni efusiones. Sin embargo, al mismo tiempo hay un deseo de apertura en los planos más claros y luminosos por los cuales se cuela la mirada hacia profundidades que la estricta bidimensionalidad pareciera negar, deseo que confirmarían las formas-ventanas, sin alusión figurativa; al contrario, pues esa ventana abierta sobre el mundo que decía Alberti era la pintura, se asoma aquí a mundos interiores, espirituales y no materiales. Un título como Makom: lugar, Dios (“Makom” es un vocablo hebreo que significa “lugar”) autorizaría a relacionar esa espiritualidad de Walter con su religión, en el sentido estricto de re-ligar, y ese lugar que está detrás de la pintura, para el que la pintura es apenas un umbral, es ese “makom” del encuentro inmaterial e irrepresentable, y no se trata, creo, de aquella prohibición bíblica; sería más bien un esbozo de confesión de la dificultad en alcanzar esa ósmosis con lo divino.
Otro aspecto complejo e irresuelto del conjunto de las obras de 1984-88 es su relación última con un grado mínimo, poco perceptible pero al mismo tiempo posible, con los objetos del mundo, no en el sentido de cosas con un nombre, sino de espacios sin dimensión particular, de luces, sombras y contornos dejados por esas cosas o por la naturaleza en ausencia. En este sentido, esa apenas figuración surgiría de la abstracción, en un proceso inverso al mencionado “árbol de Mondrian”. Sin embargo, los dibujos con collages remiten entonces, por su misma técnica, a cierta materialidad.
A fines de la primera etapa, el marco-ventana desaparece y las formas se amplían, parecen liberarse del modelo geométrico. En 1987-88, empieza otra etapa, más corta ésta que las anteriores, a la que pertenecen Vértices de luz en un móvil y el díptico de la Colección del Museo de Bellas Artes de Caracas Albores. El lirismo, la levedad (en el sentido que Italo Calvino le da a la palabra), la delicadeza y emotividad de esas obras son tales que no invitan sino a la pura contemplación, al silencio. Empero, intentaré un discreto acercamiento al lenguaje plástico de Walter. Su primer componente es la ampliación de los formatos hacia lo monumental, que lleva al espectador a abarcar la pintura sola en su campo de visión, sin distracciones ni interferencias (decía Rothko: “Un cuadro grande es una transacción inmediata: te hace entrar en él”). El segundo es la tendencia a la monocromía de unos tonos fríos muy claros en sutiles pasajes entre grisáceos, verdosos y azulados, con transparencias que sugieren apenas destellos de luz más cálida. El tercer elemento es el abandono de toda estructura geométrica, cuando ahora los planos se funden y confunden, dejando como reminiscencia de su trabajo anterior unas casi imperceptibles franjas sin límites precisos, que se diluyen unas en otras, hasta que devienen en una sola la superficie del lienzo y la de los pigmentos, lo que lleva al cuarto componente: el protagonismo absoluto del plano, el “all-over” con su ausencia de punto focal. Todos estos recursos plásticos se respaldan y enriquecen mutuamente. Y se puede apreciar cómo, después de inspirarse en un primer momento en los objetos del mundo, la pintura de Walter se nutre ahora de si misma, haciendo abstracción de su anterior abstracción, depurándola de todo aquello demasiado sólido, demasiado presente y legible, para ir hacia una esencialidad que también lleva a una frontera frágil, intangible, entre la máxima expresión de la pintura pura y su desvanecimiento. En este sentido, recordemos al historiador de arte Jean Paris: “La pintura bien puede prohibirse cualquier ornamento, privarse de toda figuración, no podría reducirse a menos que una superficie coloreada. En su más alto o más bajo límite, un color explayado, único, inmóvil: ésta es la abstracción más ajena al hombre, la más cercana al misterio divino”. Éste es el periodo de la obra de Margulis cuando más se acerca espiritualmente a Mark Rothko, sin sacrificar -al contrario, la profundiza y reafirma-, su personalidad más íntima.
En 1989 se inicia la última etapa de la obra de Walter Margulis, tal vez la más impenetrable en su densidad, opacidad y socavado dramatismo, así como en sus aparentes contradicciones, o al menos ambivalencias, “entre lo visible y lo invisible, entre lo explícito y lo implícito, entre lo simulado y lo disimulado” (Víctor Guédez). Las tonalidades se vuelven más oscuras y más variadas, y si bien permanece el efecto de monocromía, se enriquece de matices violetas y marrones, con a veces fugaces iluminaciones en rojizos-anaranjados (Horizonte vertical II) que sugieren algún “detrás” misterioso. El artista integra ahora texturas rugosas hechas con arena, polvo de mármol y cáscara de huevo (unos experimentos que lo divertían mucho). Las franjas, a veces apenas identificables, otras veces se vuelven más nítidas, como en un retorno hacia cierta estructura: en Torá son muy poco visibles, en La sombra del objeto es el objeto se hacen algo más detectables, aunque veladas por las texturas. Se pueden anotar datos concretos, como lo acabo de hacer: mencionar colores, o ese vago tejido subyacente que surge del “all-over”, o esos relieves creados por los grumos. Pero no se llega a dejar constancia de algo que tampoco termino de discernir y mucho menos de definir, que podría ser no sólo una especie de contradicción entre los diferentes recursos: colores fríos versus colores cálidos, inmaterialidad de la abstracción versus presencia táctil de la materia, sino la contradicción latente dentro de cada uno de estos elementos, al mismo tiempo informales y geométricos, abstractos y matéricos, etéreos y telúricos, espirituales y terrenales. Nace una tensión que hasta ahora no se había vislumbrado en las pinturas de Margulis, y alcanzamos otra paradoja: hay dramatismo y serenidad, elevación hacia lo más espiritual y relación sensual con este mundo.
Y una pintura que, en los últimos momentos, vuelve a una disgregación, una inmaterialidad que sugiere su mismo título: Eco, tal vez inacabada, como si la obra toda de Walter fuera una metáfora de su paso demasiado breve por la vida.
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