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"¡En 1992 se creó un Partido cristiano leninista que convoca a los rusos a congregarse
en torno a Lenin para escuchar la palabra de Cristo! Su consigna: 'Somos leninistas,
llevamos las ideas de Cristo', traduce un curioso sincretismo que da testimonio
de la confusión de los espíritus tras la agonía del comunismo, pero también de cierta
supervivencia del mito de Lenin." Esta asombrosa notificación del más bizarro de
los sincretismos religiosos conocidos, el de amalgamar la evangélica y amorosa
palabra de Cristo con la revoltosa y devastadora ideología del fundador del estado
soviético, se encuentra en el prólogo de la estupenda biografía de Lenin escrita por
la historiadora francesa Hélène Carrère d'Encausse en 1998, transcurridos diez años
del desmoronamiento del imperio soviético. Por cierto, el mismo año en que, a pesar
de los pesares, uno de sus últimos epígonos, el ágrafo teniente coronel Hugo Chávez,
daría inició a su absurda epopeya de intentar resucitarlo amancebado con el
joven mantuano, rico, napoleónico y nada comunista Simón Bolívar en un petro estado
caribeño. Marx, que odió a Bolívar por su estirpe aristocrática y su alevosa
traición a Francisco de Miranda, estará revolcándose en su tumba londinense. Vivimos
tiempos sincréticos.
La insólita idea de crear un partido cristiano-leninista no es casual. Tras setenta años
de uno de los más aterradores experimentos sociales intentados por el hombre desde
la formulación de la utopía platónica de la sociedad perfecta, un intento que
arrastrara a millones de seres humanos al infierno de un auténtico Apocalipsis y
a la más terrorífica de las dictaduras conocidas por el hombre, la desaparición
del estado comunista y su maquinaria policiaca y deshumanizadora no logró extirpar
del alma rusa la profunda devoción, la fe y el amor por Cristo y la iglesia cristiana.
En el caso ruso, la vigencia de la zarandeada y reprimida Iglesia Ortodoxa.
Siguiendo con metódica disciplina la orden de Vladimir Ilich Ulianov, Lenin,
de aplastar las creencias religiosas como conditio sine qua non de la marcha
hacia el comunismo – la religión es el opio del pueblo, había escrito su maestro
Carlos Marx - y sembrar en el alma rusa al hombre nuevo, la Cheka fusiló,
ahorcó, deportó y encerró en campos de concentración a millones y millones de
ciudadanos soviéticos, sin motivo alguno pero consciente de que el terror
indiferenciado es el método infalible para culpabilizar al hombre por el sólo
motivo de existir y llevar en su seno sus tradiciones, que había que erradicar
a cualquier precio. Principal víctima de tan feroz victimario: la iglesia, sus sacerdotes
y sus millones de creyentes.
Fue secundada con insólita eficiencia por el Agitprop, la maquinaria de agitación
y propaganda bolchevique que debía extirpar a fondo el tumor de la religiosidad y
las tradiciones de un alma profundamente mística y religiosa, como la rusa.
Maravillosamente descrita por las cumbres de su literatura: Tolstoi y Dostoievski.
Tras decenas de millones de muertos y el más implacable lavado de cerebro jamás
visto en la historia de Occidente, ¿logró su cometido?
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Como Hitler, otro encarnizado enemigo de la Iglesia pero enfebrecido por su
antisemitismo, Lenin y Stalin – un ex seminarista ucraniano – creyeron que tras las
purgas y la drástica cirugía espiritual el Imperio Soviético conquistaría al mundo y
el comunismo terminaría constituyendo la fase final de la historia. Un reino milenario,
sin religiones, sin vanas creencias ni supersticiones, científico, agnóstico y depurado,
platónico en el más pleno sentido del término. La utopía platónica perfecta.
Dos guerras mundiales y una sangrienta guerra civil, la hambruna, las pestes y
la más bestial represión de que tengamos memoria no pudieron acabar con esa
huidiza, frágil, deletérea e inasible fe en Dios, en Cristo, su hijo, ni en su Iglesia
en la tierra, expoliada, perseguida y atropellada durante setenta años.
La eternidad del marxismo leninismo y su imperio milenario se desintegraron
como un castillo de arena, sin un solo empujón externo, sin un soplido de
guerra o conmociones intestinas, sin motivos aparentes. El edificio inmaculado,
el castillo mesiánico de la utopía perfecta se evaporó como una pompa de jabón.
Y al día siguiente del derrumbe del imperio más poderoso desde aquel que
hace más de dos mil años construyera la Muralla China o el romano, de
cuyas márgenes irrumpiera el cristianismo, salieron a relucir los símbolos de
la Iglesia, sus popes, sus creyentes, sus estandartes, sus iconos. Ni Pedro
el Grande ni Vladimir Ilich, ni Stalin ni Trotski pudieron con la inasible, inmensa y
sojuzgada potencia de la Fe. El mensaje milenario de la historia de Cristo, la
sagrada palabra de la Biblia, la fe en Dios, su hijo y su vicario sobre la tierra
constituían un reservorio indestructible. El pueblo ruso seguía fiel a su religión,
a sus tradiciones, a sus creencias y a sus devociones.
Tras setenta años de la sistemática y cruenta imposición del ateísmo comunista,
del veto y la prohibición a las prácticas religiosas populares, reaparecía prístina
e inmaculada la creencia en Cristo y su mensaje imborrable. Y la imperecedera
necesidad de creer en un ser trascendente, en un destino superior, en el cumplimiento
de una tarea cuyo propósito no es otro que la humanización del hombre, la prédica
de la paz, la solidaridad y el amor entre los hombres. La superación de la barbarie,
de la injusticia, de la explotación y la negación del hombre por el hombre. Y la
reafirmación, una vez más, de la naturaleza divina, espiritual, trascendente del
ser humano. Con su predicado esencial: la conquista de la libertad como constitutiva
de nuestra esencia.
Dios volvía a vencer sobre la tiranía. El hombre volvía a ser enaltecido por su altruismo.
Por su profundo respeto a su propia grandeza, testimonio de la presencia de Dios.
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¿Cuál es la razón última de la vigencia milenaria del credo cristiano y sus iglesias?
¿Sobre qué bases reposa la capacidad del cristianismo para sobrevivir a graves
quebrantos sociales, calamidades, hambrunas, pestes, tiranías inenarrables y
mortíferos conflictos bélicos, guerras civiles, revoluciones? ¿Qué le confiere esa
insólita capacidad para adecuarse a los profundos cambios de los tiempos, sin por
ello alterar su más entrañable esencia?
En la base del cristianismo subyace, desde luego, el judaísmo. Con su insólita
y nunca suficientemente comprendida antelación de modernidad. Mientras todos
los pueblos circundantes mantenían sus religiones politeístas y su enraizamiento
en las supersticiones bárbaras y primitivas que los anclaban para siempre al pasado
primigenio, el pueblo judío supo crear una religión monoteísta, altamente espiritual
y profundamente humana, fundada en una ruptura epistemológica trascendental,
estableciendo una comunión de destinos con Dios, históricamente abierta hacia
el futuro y ordenada por una predestinación superior, teleológica. Al situar la
redención del pueblo judío en la distancia sobrehumana del cumplimiento escatológico,
y al establecer una rígida disciplina ética y moral de indiscutible cumplimiento que
reivindicaba al individuo en su aterida menesterosidad como última referencia divina,
jamás canceló el hiato entre el ser y el deber ser, jamás aceptó lo real indiferenciado,
jamás se sometió al dictado de lo inmediato, manteniendo vivo el afán de
redención, de perfeccionamiento, de humanización.
Todo esto es archisabido y basta una somera revisión de la historia para comprobarlo.
Pero es necesario volver a recordarlo tantas veces como sea necesario,
para que quienes creen posible construir una sociedad libre de esa necesidad
de sobrevivencia humana que es la fe, comprendan que en su absurda faena
contra las arraigadas creencias de lo humano, en la negación de la religión
como constitutivo inherente a la naturaleza humana, encontrarán una frontera
infranqueable. Y no se trata tan solo del marxismo leninismo, del castro
comunismo o de sus miserables perversiones aldeanas, como las pesadillescas que
hoy sufrimos en Venezuela. Se trata también de las sociedades modernas aparentemente
emancipadas de la religiosidad y entregadas a la devoción tecnológica y científica.
Sociedades que deben incorporar a su reservorio existencial el siempre necesario
fundamento de la fe. Como lo dijera el filósofo alemán Jürgen Habermas en un
maravilloso ensayo sobre la vigencia de la Tora (La Tora disfrazada, Perfiles
filosófico-políticos): "Entre las sociedades modernas sólo aquellas que logren
introducir en las esferas de lo profano los contenidos esenciales de su tradición
religiosa, tradición que apunta siempre por encima de lo simplemente humano,
podrán salvar también la sustancia de lo humano."
Y de eso es precisamente que se trata en esta lucha mortal en que estamos
empeñados en Venezuela: "de salvar la sustancia de lo humano".
E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com
Twitter: @sangarccs
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