Razón del nombre del blog

Razón del nombre del blog
El por qué del título de este blog . Según Gregorio Magno, San Benito se encontraba cada año con su hermana Escolástica. Al caer la noche, volvía a su monasterio. Esta vez, su hermana insistió en que se quedara con ella,y él se negó. Ella oró con lágrimas, y Dios la escuchó. Se desató un aguacero tan violento que nadie pudo salir afuera. A regañadientes, Benito se quedó. Asi la mujer fue más poderosa que el varón, ya que, "Dios es amor" (1Juan 4,16),y pudo más porque amó más” (Lucas 7,47).San Benito y Santa Escolástica cenando en el momento que se da el milagro que narra el Papa Gregorio Magno. Fresco en el Monasterio "Santo Speco" en Subiaco" (Italia)

miércoles, 22 de agosto de 2012

Noventa años de Don Armando Scannone, el ingeniero civil, constructor de recetas



Perfil de Armando Scannone Tempone

Lugar y fecha de nacimiento: Caracas, 22 de agosto de 1922
Plato favorito: El mondongo
Estilo de cocina favorito: francés e italiano
Chef a quien admira: Jöel Robuchon
Aficiones no gastronómicas: Viajar, conocer, pasear
Ciudad preferida: Nueva York, Madrid y París
Sitio para surtir su cocina: El mercado de Chacao y el de Quinta Crespo

Scannone en páginas

En total son cinco los libros dedicados a la cocina venezolana realizados y editados por Armando Scannone, cada uno con sus particularidades. El más reciente es el verde, de cocina ligera, que tuvo un lanzamiento de 6.000 ejemplares que en 15 días desaparecieron de las librerías. Antes había hecho el azul, sobre comida criolla actual; el amarillo, que ofrece menús y recomendaciones de vinos para cada uno, y dos tomos del más célebre: el rojo.
Mi cocina a la manera de Caracas, nombre completo de esta obra imprescindible para quien quiera conocer la tradición culinaria local, apareció en el mercado en 1982 y contiene 742 recetas. Las primeras ediciones se hicieron en España porque en Venezuela el proyecto no interesó a ningún editor.
Scannone se arriesgó al encargar 5.000 ejemplares. Entre producción, impresión, distribución y libreros, tuvo pérdidas: el precio era 245 bolívares cuando realmente debía ser más 600. Sin embargo, en 15 días se vendieron todos los ejemplares y empezaron las reediciones que continúan hasta hoy –van más de 25. Las ventas se calculan en alrededor de los 200.000 ejemplares y, contrario a lo que su autor pensaba cuando lo editó, sus principales compradores son gente joven.




Rafael Osío Cabrices

Armando Scannone alimenta hasta a los pájaros. En el jardín de su casa, un asperjador distribuye anillos de agua sobre la grama, varias plantas con flores y los bajos de un enorme mango, cargado de frutos todavía verdes que se aferran al follaje. Sobre un tronco, ha mandado dejar una bandeja llena de semillas; inmediatamente, se precipitan sobre ella media docena de azulejos, un cucarachero que ha hecho un nido bajo el rollo de una persiana y una ardilla que se desliza desde el tronco de otro árbol. Él se queja de que las ardillas ahuyentan a las aves, pero no es así: ellas regresan apenas pueden y siguen comiendo.
Y es inevitable pensar en cuánta gente ha comido lo que han preparado los lectores de Mi cocina, probablemente el libro venezolano que lleva más tiempo vendiéndose masivamente, el mayor de nuestros long sellers. Su autor no sabe cuántos ha hecho imprimir, ni del libro rojo inicial, ni del azul que le siguió, ni los distintos productos posteriores, como los títulos más pequeños para sopas o carnes, o el volumen mayor del menú caraqueño. Sí sabe, naturalmente, cómo comenzó la peculiar historia de este libro tan cotidiano, tan común a las casas venezolanas: como una preocupación, primero, y como un lujo que él quería darse, después. Eso antes de que se convirtiera, desde su primera aparición en las librerías en 1982, en un fenómeno. Como su comida, su libro es doméstico: él ha buscado a quienes le han ayudado con sus contenidos y su confección, y lo ha editado siempre por su cuenta. Este long seller no tiene editorial, no fue el descubrimiento de editor alguno.
Oler, probar, traducir
Todo empezó en una casa caraqueña de la primera mitad del siglo XX, llena de hijos y capitaneada por una madre italiana que había renunciado a todo lo que dejó atrás, salvo el conocimiento culinario que traía consigo. Con él, adiestró a varias cocineras y deslumbró, cada día, desde el desayuno hasta la cena, a un niño con una extraordinaria sensibilidad para lo que comía.
- Nací en 1922 –explica Scannone, sentado en una silla muy cómoda frente a la jubilosa bandada de azulejos- y a los ocho o nueve años ya yo estaba consciente de que tenía una intensa experiencia gastronómica. El repertorio básico de lo que comíamos en casa era muy extenso, de entre treinta y cincuenta platos, cuando en esa época una familia normal tenía un menú cotidiano de hasta veinte platos. Y cuando la comida venezolana es muy variada, es nutricionalmente perfecta.
Era una Venezuela, cuenta Scannone, en que se comía sencillo y muy sabroso en cualquier parte, y en la que abundaban las grandes cocineras. Pero después vino la urbanización, muchísimas mujeres fueron a la universidad y luego a trabajar, y la cocina tradicional de puertas adentro comenzó a desvanecerse. Esa cocina tradicional fue muy pobre hasta mediados del siglo XIX, como muchas crónicas lo atestiguan, pero con los aportes migratorios de distintas orillas del Mediterráneo –libaneses, corsos, judíos sefardíes de Ceuta y Melilla, sirios, franceses del sur, sicilianos, napolitanos- adquirió una riqueza cosmopolita que la hizo más rica y compleja, sostiene Scannone, que muchas gastronomías bastante más conocidas de América Latina, como la peruana o la de Salvador de Bahía.
- Que toda esa cocina se empezara a olvidar me preocupó mucho, así que me senté con mi mamá y me puse a hacer un pequeño recetario con ella, tratando de aprovechar sus últimos años. Escribí un primer repertorio de recetas que imprimí en multígrafo para regalar a mi familia y unos poquitos amigos. Lo que no quería es que esas recetas se perdieran.
Eran los años sesenta. Fue el germen de Mi cocina. Scannone se dedicó a recopilar más recetas en peligro de extinción. A mediados de los setenta decidió que las fichas que había llenado en la cocina eran demasiadas y merecían ser convertidas en un libro. Su cocinera favorita, quien recibió el legado de conocimiento de su madre, estuvo fuera de su casa por año y medio, a causa de un embarazo, y cuando volvió él le dijo que durante su ausencia había comprendido que no podía permitir tampoco que su sapiencia desapareciera. Junto con ella, durante años, se dedicó a probar receta por receta, a anotar todo, cada cucharadita, cada truco, cada precisión sobre el uso de un ingrediente sobre otro. A medir lo que no se había medido sino con los dedos o las palmas de las manos. A anotar lo que hasta entonces era un instinto, un recuerdo.
Había que escribir el orden en que se agregan los componentes de un sofrito y explicar por qué la cebolla se pone al fuego unos minutos antes que el resto, la clase de detalles que contribuyen a que un plato quede realmente bien. Se esforzó en recordar el sabor de la torta burrera que compraba a veces cuando salía de la escuela, de niño, y sabiendo que era descendiente de la legendaria torta bejarana, la usó como base de una investigación –él prefiere decir “una preguntadera”- entre gente muy mayor, que le permitió finalmente componer una receta para preparar lo que se supone que fue aquella torta de la Caracas colonial.
Lo que hizo Scannone fue traducir, al código impreso de una receta, un conocimiento que era oral y sensorial. Con eso, no sólo ayudó a salvar lo que esas mujeres sabían, sino que lo compartió con medio país.
Sólo por darse un lujo
En 1982, Armando Scannone tenía el libro rojo listo y fue a varios lugares en Caracas para averiguar cómo editarlo. Él es un ingeniero, un constructor, y de hacer libros no sabía nada: su relación con ellos, hasta entonces, era sólo de lector. Estuvo en librerías y en editoriales. En todas partes le dijeron que en Venezuela no había interés por la cocina. Scannone se fue a Barcelona, la de España, con sus dólares a 4,30 bolívares, y lo atendieron muy bien en una imprenta, que hasta le puso una correctora a la orden. Quería un libro lujoso, pero resultaba tan caro que empezó a quitarle prestaciones y a aumentar el tiraje para bajar el precio por ejemplar. Imprimió 5.000, se los trajo a Venezuela y los dejó en algunas librerías. Su plan era regalarlo a sus parientes y amigos, y eventualmente vender algunos, pero contaba con perder dinero. “Sólo quería darme ese lujo”.
Para el 20 de diciembre de 1982, menos de tres semanas de su arribo a los anaqueles, la edición inicial estaba agotada. Y eso que costaba 245 bolívares, una fuerte cantidad para entonces. El tiraje siguiente, en enero, fue de 15.000 unidades. Vino el Viernes Negro y se hizo tremendamente difícil comprar dólares, pero de uno u otro modo Scannone se las arregló para ir reponiendo los inventarios de Mi cocina en los años de RECADI. Se dio el lujo y siguió de largo.
Él dice que no es la cocina lo que le interesa, sino la comida, el placer de comer.
- En eso se basa todo lo que he hecho, en la gula, pero bien entendida, un poco como la describe Germán Carrera Damas en su libro (Elogio de la gula, editado por Norma), sin excesos ni abusos, como una sublimación de un gusto. Yo tengo una vocación especial hacia la comida, una memoria muy detallada para los sabores, los aromas y las texturas, y lo que hice fue buscar la excelencia en ese aspecto, refinar la cocina de mi casa. Para mí la búsqueda de la excelencia es un valor muy importante, y eso fue lo que me propuse hacer.
Scannone lamenta que en Venezuela, en su opinión, no se haya considerado nunca a la cocina como parte de nuestra cultura. La comida venezolana no es un tema de la pintura ni de la literatura en este país, y salvo algunos esfuerzos como el suyo y el de algunos especialistas –o de instituciones como el Centro de Estudios Gastronómicos, CEGA, fundado con ese propósito- , se ha hecho poco o nada por documentarla, preservarla y difundirla.
- Pero muchos jóvenes de hoy sienten vergüenza de que hayan conocido en su casa no más de quince platos en su repertorio básico, así que se han puesto a tratar de conocer su cocina. Están entrando a las escuelas de cocina muchachos con mejor formación, que harán cosas interesantes. Pero no sé hasta qué punto eso bastará para que se rescate del todo la cocina tradicional venezolana. Los jóvenes cocineros no la conocen del todo bien, y me temo que tampoco quieren.
Hay cuatro ediciones, de lujo y de bolsillo, de los dos volúmenes de Mi cocina, el libro rojo de cocina tradicional venezolana y el azul que incorpora muchas recetas internacionales. Armando Scannone también ha publicado otros recetarios específicos y prepara uno para diabéticos.



Su ilustrada prestancia resume el historial de una pulida fijación: resucitar las fibras que pretendían extinguirse del panorama gastronómico vernáculo, como la justa consecuencia de una orfandad abonada por los ajetreados vuelos de la emancipación femenina y el dinamismo contemporáneo. Sin ruidosas alharacas, este célebre hacedor de recetas con precinto criollo es el benefactor de un milagro llamado “cocina venezolana”.
Como ingeniero civil, tiene en su hoja de vida la responsabilidad de haber participado en la redacción del proyecto de estudios de Ingeniería en el país, la construcción de la urbanización El Trigal de Valencia y el Izcaragua Country Club de Caracas. Fue también secretario y vicepresidente del Colegio de Ingenieros, presidente del IV Congreso de Ingeniería, celebrado en Carabobo, y es miembro de la junta directiva del Caracas Country Club. Pero hay cabida para más. En su altisonante currículo profesional, registra el decisivo gesto de haberse consagrado, durante 12 años, a fundar y capitanear la Academia Venezolana de la Gastronomía.
Los nexos de tan disímiles ocupaciones fueron acoplándose a su quehacer para destapar la olla de una trayectoria que ha hervido, como los buenos guisos, con la llama de sus aderezos. Mesías de los sabores inexorablemente venezolanos, desde la paleta de sus aportes el gentilicio nacional se ha reencontrado con su pasado gastronómico plagado de gustos que saben a dicha y dignidades relegadas por sus propietarios.
Entre recetas reavivadas y sabores calibrados, despierta un ayer auspiciado por el patrocinio italiano de sus padres, Antonio Scannone y Antonieta Tempone, unidos en santo matrimonio en Moliterno, Provincia de Basilicata, Italia, hacia 1906, año en que hicieron sus maletas para conocer el rostro de Caracas. “Llegaron a la casa situada en la avenida Sur 112 y luego trabajaron en la finca, heredada de mi abuelo, ‘La Viñeta’, dedicada al cultivo de hortalizas. Tenían cocinera y servicio doméstico venezolano, quienes fueron las primeras personas que mi mamá conoció”, recuerda Scannone, aludiendo a los lazos plantados en la comida nativa que, junto a platos italianos, sustentó la humanidad de una fecunda progenie.
Escoltar a su madre, todos los jueves y domingos, en el proceso de elaboración “de la pasta a mano y un ragú de carne, típica de su pueblo”, en la preparación de las salchichas italianas a base de cochino, pimentón y ají molido, además de semillas de hinojo, era la antesala que vaticinaba copiosos almuerzos. Tales aromas forcejeaban con los del café recién colado, el chocolate que anunciaba el desayuno, las hallacas y los esplendores cromáticos que exudaba el guiso caraqueño: “Esos son los primeros olores que me cautivaron y los que quedaron grabados en mi memoria gustativa”, rememora.
En aquellos corredores sociales, la cocina y las recetas eran asuntos sólo autorizados para las amas de casas y, como es de imaginar, a un ingeniero “director o presidente de una empresa, como ya lo era,” le estaba vetado cometer la intrusión inaudita de colarse a estos perímetros.
Angustiado por el porvenir de las hazañas gastronómicas de las matronas de entonces, el mentado ingeniero comenzó “a escribir un libro para guardar ese patrimonio, al menos para mi familia y mis allegados, pues la progresiva desaparición de la comida y de los ingredientes en el país me hacía presagiar la extinción de estas recetas. Asentaba todo lo que se hacía en la cocina, busqué información elemental de las pocas viejas cocineras que quedaban, lo que me obligaba a recrear mis recuerdos”, describe. En las esquinas de esta colosal ambición, Scannone concientizó que se trataba de la conservación del linaje cultural de Venezuela.
De esa recaudación, surgió “Mi Cocina”, el tesoro salvador que compila los sabores más emblemáticos del argot autóctono. En sus versiones amarilla, roja y azul, este libro henchido de gustosas directrices reúne la gracia escondida en los pormenores del pabellón nacional. “Es un repertorio de proyección increíble que ha estado al alcance del todos”, reconoce con merecida inmodestia.
A partir de entonces, las nuevas generaciones se han visto atraídas por reproducir este crisol vivificante que desentierra raíces, memorias, orgullo y tesón. “Es lo primero que meten en la maleta los jóvenes que emigran a otros países, pues les es muy útil para la vida familiar diaria”, para la sintonía con el gentilicio que dejan con la esperanza de volver, pues se trata, para beneplácito del mundo, del ABC del torrente tricolor con calidad de exportación. “Así, nuestra comida comienza a ser conocida y gustada en todas partes, siendo, como es, una cocina cosmopolita con muchas influencias”, evalúa Scannone.
A pesar de los intentos por salvaguardar esta herencia, las circunstancias han empujado al borde de la extinción al “mondongo, la olleta, la polenta, el corbullón, el queso relleno, el quesillo salado y, entre los dulces, el majarete, el arroz con coco, los buñuelos, la mazamorra, las gelatinas y los manjares, el pan de horno, las melcochas, los almidoncitos, la torta burrera y la bejarana que, aún cuando las hay hoy en día, son de pésima calidad”, esgrime mortificado.
Del prontuario culinario con sabor a estos lares, aprecia el hervor del sofrito, hecho con “cebolla, ajo machacado, nunca picado; cebollín, ajo porro, céleri, pimentón y tomate o consomé”. Entre sus embajadores preferidos, se aferra, “si hay que elegir alguno, al mondongo y al majarete”.
Aunque extrañe, esta apreciable recreación no es de su exclusivo logro puesto que Armando Scannone se sumerge en los fogones sólo como supervisor y juez de sus recetas, no como cocinero. “Durante la preparación de ‘Mi Cocina’ y algunos años antes, las recetas fueron realizadas, básicamente, por Francisca Monasterios, que en paz descanse, nacida en los Valles del Tuy; Magdalena Salabarría, de Güiria, y Elvira Fernández de Varela, nativa de Galicia, España”, quienes reciben de su parte el agradecimiento y el mérito de haberlo acompañado y apoyado en esta aplaudida y homenajeada cruzada que se ha granjeado “el agradecimiento de quienes han utilizado mis libros. Nunca he recibido quejas, si acaso colaboración en algún caso que se me haya escapado un error”. Cada procedimiento, surgido de este entrañable equipo, se sucede en casa, en la comodidad de su cocina. “Es un sitio de trabajo forrado de cerámica blanca y acero inoxidable, con utensilios a la mano, aparte de un clóset y depósitos para artículos de uso ocasional”, describe someramente.
El reto de aprovechar cada rendija para difundir la estirpe a la que ha dedicado buena parte de su vida, hizo estacionar el portal “El Placer de Comer” en los veloces carriles de Internet. Es un accesible muestrario de menús integrales actualizados sistemáticamente, “sin compromiso comercial o de otra índole”, aclara.
Reservado, y “dependiente en todo sentido”, cuando no se planta frente a la ebullición de sus recetas, “me gusta oír buena música y ver toda clase de espectáculos, soy un buen espectador. Camino una hora al día y me gusta viajar, he conocido muchos países y ciudades”. Estas experiencias y su devenir cotidiano los comparte junto “a mis empleados, mi hermano Héctor, el menor y el único sobreviviente, conmigo, de nueve hermanos, y con un pequeño grupo de buenos amigos. Aunque me queda poco tiempo de vida, eso no me preocupa, el día llegará”. Por ahora goza de buena salud, buena comida, buenos vinos, y “de la gente que me quiere. No quiero ser el último y quedarme solo, como huérfano”. Es por ello que, a sus 84 años, exprime hasta el cansancio el tiempo. “Mientras uno tenga un reto que cumplir, y siempre he tenido al menos uno, la soledad no se siente”, concluye.



El placer por la gastronomía, poco a poco, fue alejando a este ingeniero civil de las construcciones de vigas y cemento y lo acercó a otro tipo de obras: sabores, aromas y texturas fundados en platos. Sin proponérselo, dejó a un lado sus intereses para asumir, con criterio y seriedad, un papel trascendental en la historia de la cocina de Venezuela al rescatar parte de nuestro patrimonio cultural, sea a través de la creación de la Academia Venezolana de Gastronomía o del que, quizás, es uno de sus aportes más significativos: ese compilado de más de 700 recetas criollas conocido popularmente como “el libro rojo de Scannone”
De cómo un ingeniero civil terminó construyendo recetas”. Fácilmente, este podría ser el título de la biografía de Armando Scannone, un hombre cuyo temperamento sereno no debe malinterpretarse: es contundente a la hora de dar su opinión o de refutar un argumento, especialmente si el tema a tratar es gastronomía.
Aunque al graduarse en la Universidad Central de Venezuela empezó a moverse entre obras y construcciones, desde hace un buen tiempo su hogar –una amplia y silenciosa casa donde el arte es inherente a la atmósfera– es su centro de operaciones.
La gastronomía lo ha absorbido, y eso lo tiene claro. Ocurrió de forma natural: desde que era un niño estaba atento a degustar y apreciar la comida, tanto, que iba haciendo una especie de repertorio mental. Con el correr de los años, el ingeniero Scannone vio con preocupación cómo se estaba perdiendo la comida criolla y, para alguien que puede comer asado negro siete días seguidos sin aburrirse, eso era una tragedia. Entonces, recordando los sabores de su infancia y basándose en su memoria sensorial, comenzó una cruzada, que aún no termina, por salvar nuestro recetario, acompañado de Magdalena Salavarría, cocinera que ha trabajado en su casa desde hace más de 40 años.
Y si bien el inicio de esa historia lo marcó la aparición de su célebre libro rojo de recetas –que él mismo revisó, preparó y ajustó a la perfección– su labor ha ido más allá. Continuamente viaja para conocer propuestas culinarias foráneas, fue fundador de la Academia Venezolana de Gastronomía y, por supuesto, ha seguido armando recetas en papel, como las que editó recientemente, bajo el título de Mi cocina ligera a la manera de Caracas, y que ya se conocen como “el libro verde de Scannone”.
—¿Por qué un libro de cocina ligera?
—Fue una petición de la Fundación Seguros Caracas. Una de las prioridades de la Fundación es la diabetes; ellos han encontrado que el 6% de la población venezolana es diabética y que eso tiende a aumentar, especialmente en niños y adolescentes. Me pidieron un libro de recetas para diabéticos y yo preferí hacer uno de menús. Quise ofrecer algo más a la gente que, bien sea por obesidad, diabetes, problemas cardiovasculares o porque quieren rebajar, tienen que hacer una dieta especial, y esa dieta se reduce a siempre a un consomé, un pollo a la plancha y una fruta.
Este es un libro de comida ligera para cualquier persona que tenga restricciones en su alimentación. Hice un libro de menús con información nutricional completa e indicaciones de las raciones apropiadas para un adulto normal y corriente. Es para diabéticos, pero para ser usado por toda la familia, y he tratado que sea una comida agradable, placentera y, básicamente, cocina venezolana.
—Desde hace unos años hay una suerte de auge de la cocina criolla, gracias a iniciativas como el CEGA y chefs como Mercedes Oropeza o José Luis Álvarez. ¿Qué opina de estas propuestas? ¿Realmente ha resurgido el interés por nuestra cocina?
—Yo creo que sí, que hay interés de los jóvenes especialmente, no tanto de los cocineros adultos. Los cocineros adultos están muy ocupados para aprender cocina venezolana o aumentar su repertorio, tienen que atender sus propios restaurantes. Pero entre los jóvenes, los que están yendo a escuelas de cocina hoy en día, sí hay interés y las escuelas lo han captado y tratan de enseñarles.
Esos que me has citado son cocineros que practican cocina venezolana tradicional y con mucho éxito. Se pensaba que un venezolano no iba a ir a un restaurante a pagar por comida venezolana teniéndola en su casa, y en realidad no la tenía en su casa, tenía un repertorio muy limitado. Sí hay un enorme mercado potencial para la comida venezolana, además, es muy rentable porque es una cocina que no tiene ingredientes especialmente costosos.
—¿Qué le parece la oferta de gastronomía gourmet de nuestra capital?
—No sé qué quieren decir con eso. Creo que cuando hablan de comida gourmet están hablando de lo que acostumbran llamar cocina de autor, en la que el cocinero, precisamente por no conocer a fondo la cocina venezolana y la cocina en general, inventa cosas, introduce cosas orientales. Yo diría que, en cierto modo, es una manera de escapar al no saber, al no conocer a fondo.
—Y, en su opinión, ¿quiénes no buscan escapar a ese no saber?
—Si me preguntas qué restaurantes pienso que tienen mejor comida o que son más honestos, te diría Alto, que es una comida un poco con acento catalán muy buena; Vizio, que también es excelente; Le Gourmet es un restaurante que ofrece ciertas características de ambiente, atmósfera, servicio y también tiene una comida cuidada; Mokambo, que tiene ciertos toques venezolanos y, por cierto, su chef, Ana Belén Myerston es Tenedor de Oro 2010. También Bar Basque, es una comida muy honesta, y Chez Wong.
—¿Le gusta la cocina molecular?
—Si te refieres a la espuma, las infusiones, las esencias y esas cosas de Ferran Adrià, no estoy de acuerdo con eso. Para mí la comida es algo muy concreto y el placer es importantísimo a la hora de comer, cada plato que tienes por delante debe ser un momento estelar. Yo no creo, por ejemplo, que una espuma de melón reemplace a un pedazo de melón ni en sabor ni en satisfacción, ni siquiera en el aspecto; para mí, la espuma es una falsedad.
Ferran Adrià, quien es la persona que puso eso de moda, es un genio de la cocina, pero no por su cocina misma, sino porque introdujo el asombro como parte integral de la comida. Cuando comes en Ferrán Adrià, sientes algo más que curiosidad, no te explicas cómo fue que hizo eso, pero cuando tienes la ocasión de comer el mismo menú dos veces, te das cuenta de que el asombro dura sólo esa primera vez, entonces te queda sólo la comida y en ese caso no la puedes comparar con la de los grandes, como Robuchon o Alain Doucasse. Creo que hoy los cocineros en general buscan asombro; todas esas cosas que llaman cocina de autor, fusión, es buscando novedad.
—¿Qué receta define la idiosincrasia del venezolano?
—El pabellón y la hallaca, porque son dos platos muy peculiares, pero muy complejos. El venezolano no es muy sencillo de analizar, es una personalidad un poco compleja que no puedes asegurar cómo va a responder en ciertas situaciones. Lo mismo es la hallaca y el pabellón: son muy complejos y tú nunca vas a estar seguro de cómo te van a resultar.
—La modernidad, la tecnología, el ritmo acelerado de vida le han restado tiempo a la mesa, a las reuniones familiares en torno a la comida, a la sobremesa. ¿Es posible mantener esa costumbre en estos tiempos?
—Sí. Si hay algo que creo que no va a desaparecer, es el concepto familiar. Es posible que la reunión de la familia no sea tan frecuente, es decir, que no sea las tres veces al día, pero tengo la impresión de que en Venezuela empieza a haber la necesidad de ser un poquito más familiar. Creo que la familia se ha descuidado un poco en ese aspecto, ese carácter, esa manera de enseñar valores, porque los valores no se aprenden en la escuela, los valores se transmiten en la familia.
—¿Cómo queda la dieta del venezolano con los precios y la escasez de alimentos? ¿Hoy es una utopía pretender hacer platos bien elaborados y con ingredientes de calidad?
—Hoy día la tendencia es comer y preparar lo que hay, lo que se encuentra. Yo no estoy seguro, por ejemplo, con todas las expropiaciones que han habido en el área del campo, si vamos a tener cebolla dentro de 3 o 4 meses, o tomates o ajoporros, y los precios que han alcanzado esos productos que te acabo de citar, han sido espantosos. Pero la comida venezolana no creo que necesite ingredientes extraños, ni especialmente costosos.
—Cuando editó el libro rojo, ¿estaba consciente de la magnitud de ese documento, del alcance que podría tener?
—No tenía absoluta idea. Te digo con toda franqueza, yo lo que quería era salvar la cocina venezolana, pero básicamente para mí. Me imaginaba que serían 100 o 150 recetas, máximo, no pensé que se iba a llegar a más de 700, y tampoco pensaba que sería un libro. Llegó un momento en que tenía un paquete de recetas escritas a máquina sin clasificar y cada vez que le pedía alguna a mi cocinera, era tan complicado encontrarla que le dije: “Mira Magdalena, vamos a tener que hacer un libro”. Entonces fue cuando me di cuenta de la magnitud, de lo importante que era, porque el libro rojo no la cubre toda y en eso fui muy cuidadoso, no lo llamé cocina venezolana sino Mi cocina a la manera de Caracas. Te voy a decir algo, olvidándome de México, donde hay una gran herencia gastronómica, dudo que cualquier otro país latinoamericano tenga un repertorio de la magnitud del nuestro, inclusive Perú.
—¿Otra pasión que no tenga que ver con el paladar?
—Me gusta mucho oír música y disfruto muchos los conciertos. Hoy en día tenemos un privilegio grandísimo en Venezuela y es que, gracias al Sistema de Orquestas Juveniles e Infantiles, todas las semanas tenemos un concierto a la altura de las mejores salas del mundo. Tenemos una orquesta, unos músicos y unos directores extraordinarios. Nuestros conciertos no tienen nada que envidiarle a los del Carnegie Hall o de la Filarmónica de Berlín. Y tenemos una diferencia: además de tocar música, son muchachos que entregan energía, pasión porque están casi empezando y tienen un desafío cada vez que enfrentan un concierto. Creo que esa es una de las cosas que hacen que sean tan queridos en cualquier parte en donde se presentan.
—¿Cuál es el ingrediente esencial en su vida?
—Te diría que la tranquilidad y la soledad. Disfruto mucho la soledad, no en el sentido de que no me guste la gente, sino porque me gusta tener momentos míos. Creo que más que la soledad es la independencia.




Biografía de Armando Scannone




1 comentario:

Ninoska Martinez dijo...

Yo desde que adquiri su libro Mi Cocina en el año 82, no he dejado de hacer sus recetas, gracias por compartirlas.