La civilización del espectáculo
La creciente banalización del arte y la literatura, el triunfo del amarillismo en la prensa y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea: la suicida idea de que el único fin de la vida es pasársela bien. Como buen espíritu incómodo, Vargas Llosa nos entrega una durísima radiografía de nuestro tiempo.
Claudio Pérez, enviado especial de El País a Nueva York para informar sobre la crisis financiera, escribe, en su crónica del viernes 19 de septiembre de 2008: “Los tabloides de Nueva York van como locos buscando un broker que se arroje al vacío desde uno de los imponentes rascacielos que albergan los grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas.” Retengamos un momento esta imagen en la memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi, avizorando las alturas, con las cámaras listas, para capturar al primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha volatilizado billones de dólares y hundido en la ruina a grandes empresas e innumerables ciudadanos. No creo que haya una imagen que resuma mejor el tema de mi charla: la civilización del espectáculo.
Me parece que esta es la mejor manera de definir la civilización de nuestro tiempo, que comparten los países occidentales, los que, sin serlo, han alcanzado altos niveles de desarrollo en Asia, y muchos del llamado Tercer Mundo.
¿Qué quiero decir con civilización del espectáculo? La de un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento, humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias a veces inesperadas. Entre ellas la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad, y, en el campo específico de
la información, la proliferación del periodismo irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo.
¿Qué ha hecho que Occidente haya ido deslizándose hacia la civilización del espectáculo? El bienestar que siguió a los años de privaciones de la Segunda Guerra Mundial y la escasez de los primeros años de la posguerra. Luego de esa etapa durísima, siguió un periodo de extraordinario desarrollo económico. En todas las sociedades democráticas y liberales de Europa y América del Norte las clases medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se produjo, al mismo tiempo, una notable apertura de los parámetros morales, empezando por la vida sexual, tradicionalmente frenada por las iglesias y el laicismo pacato de las organizaciones políticas, tanto de derecha como de izquierda. El bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyó un estímulo notable para que proliferaran como nunca antes las industrias del entretenimiento, promovidas por la publicidad, madre y maestra mágica de nuestro tiempo. De este modo, sistemático y a la vez insensible, divertirse, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez más amplios, de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional, eso que Ortega y Gasset llamaba “el espíritu de nuestro tiempo”, el dios sabroso, regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace por lo menos medio siglo, y cada día más.
Otro factor, no menos importante, para la forja de la civilización del espectáculo ha sido la democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno altamente positivo, sin duda, que nació de una voluntad altruista: que la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de una élite, que una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de poner la cultura al alcance de todos, mediante la educación, pero también la promoción y subvención de las artes, las letras y todas las manifestaciones culturales. Esta loable filosofía ha tenido en muchos casos el indeseado efecto de la trivialización y adocenamiento de la vida cultural, donde cierto facilismo formal y la superficialidad de los contenidos de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cívico de llegar al mayor número de usuarios. La cantidad a expensas de la calidad. Este criterio, proclive a las peores demagogias en el dominio político, en el cultural ha causado reverberaciones imprevistas, entre ellas la desaparición de la alta cultura, obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo de sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura. Esta ha pasado ahora a tener casi exclusivamente la acepción que ella adopta en el discurso antropológico, es decir, la cultura son todas las manifestaciones de la vida de una comunidad: su lengua, sus creencias, sus usos y costumbres, su indumentaria, sus técnicas, y, en suma, todo lo que en ella se practica, evita, respeta y abomina. Cuando la idea de la cultura torna a ser una amalgama semejante es poco menos que inevitable que ella pueda llegar a ser entendida, apenas, como una manera divertida de pasar el tiempo. Desde luego que la cultura puede ser también eso, pero si termina por ser sólo eso se desnaturaliza y se deprecia: todo lo que forma parte de ella se iguala y uniformiza al extremo de que una ópera de Wagner, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una función del Cirque du Soleil se equivalen.
Las máscaras de un noticiero estelar
RICARDO GIL OTAIZA | EL UNIVERSAL
viernes 18 de mayo de 2012 04:01 PM
Causa verdadero escozor leer el cintillo que reza: "Información justa y balanceada", que aparece todos los días al pie de la pantalla del noticiero de un importante canal de televisión venezolano, de larga trayectoria en la historia de la radiodifusión nacional y continental, porque a las claras deja entrever la ominosa autocensura, que tanto daño le hace a la opinión pública de cualquier nación democrática, y deja muy mal parado al medio que se la aplica sin rubor alguno.
La información a la que aspiramos los espectadores de un canal televisivo, o los lectores de un diario, o los escuchas de una emisora de radio, es la información veraz, cuya única premisa será siempre la verdad; aquella que es el epicentro de los hechos (es decir, en donde nace la noticia), y no la supuesta "justicia y balanceo" impuestos por un censor interno, que responde a propósitos escondidos, quien dice qué se publica, cómo se publica y cuándo se publica. ¡Patético!
¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién se puede erigir en fiel que dictamine la justedad y el balance de una noticia, que no sean los propios receptores a quienes va dirigida? ¿Cuál es el criterio profesional que priva a la hora de hacer "justicia y balancear" una noticia que debe ser presentada tal y como sucedió, y no como queremos (o quiere alguien) que aparezca? Es más (y peor aún): ¿forma opinión pública un medio que se aplica la autocensura y tiene la cara tan lavada como para propalarlo a los cuatro vientos sin pudor alguno, como si se tratara de algo beneficioso para todos?
De entrada, lo que desea ese canal es congraciarse con el gobierno (concesión dixit), haciéndole el juego precisamente en uno de sus más delicados nervios, en aquello que lo desconcierta y le produce desazón, como es la posibilidad de que todos conozcamos la cruda y terrible situación que vivimos, y se muestre ante el país y el mundo su estrepitoso fracaso. Cuando se nos dice en un noticiero que la información presentada es "justa y balanceada", lo que olfateamos de inmediato es una inaceptable manipulación de la noticia, que no lleva a otra cosa sino a la desinformación.
Si al propalar a los cuatro vientos su supuesta justicia y el balance noticioso, lo que desea ese canal cobardón es estar con Dios y con el diablo (jugando a dos equipos, pues, como lo decimos coloquialmente aquí), flaco beneficio le hace a una república que clama a gritos que cese la impunidad; que se diga sin ambages lo que aquí acontece y no se omitan elementos -a todas luces esclarecedores- a la hora de tener en nuestras manos esa "verdad" informativa a la que todos anhelamos y tenemos como derecho a acceder, sin más preámbulos ni cortapisas que el decoro, el respeto por el otro y por el marco jurídico vigente.
Resulta verdaderamente bochornoso (sobre todo en las actuales circunstancias por las que atraviesa nuestra nación, que requiere de sus ciudadanos lucidez y fortaleza) ser espectador de un noticiero televisivo estelar, que de entrada te está diciendo, con espléndidas sonrisas como preámbulo: "no es todo lo que está ni está todo lo que es". Inadmisible desde cualquier ángulo que se le analice. La historia, que nada olvida (ni perdona) no pasará por alto este detalle y en su juicio (inapelable, por cierto) pondrá las cosas en su lugar. En ese momento las excusas caerán por su propio peso, así como las máscaras y sus inefables dobleces.
rigilo99@hotmail.com
@GilOtaiza
La civilización del espectáculo
La creciente banalización del arte y la literatura, el triunfo del amarillismo en la prensa y la frivolidad de la política son síntomas de un mal mayor que aqueja a la sociedad contemporánea: la suicida idea de que el único fin de la vida es pasársela bien. Como buen espíritu incómodo, Vargas Llosa nos entrega una durísima radiografía de nuestro tiempo.
Claudio Pérez, enviado especial de El País a Nueva York para informar sobre la crisis financiera, escribe, en su crónica del viernes 19 de septiembre de 2008: “Los tabloides de Nueva York van como locos buscando un broker que se arroje al vacío desde uno de los imponentes rascacielos que albergan los grandes bancos de inversión, los ídolos caídos que el huracán financiero va convirtiendo en cenizas.” Retengamos un momento esta imagen en la memoria: una muchedumbre de fotógrafos, de paparazzi, avizorando las alturas, con las cámaras listas, para capturar al primer suicida que dé encarnación gráfica, dramática y espectacular a la hecatombe financiera que ha volatilizado billones de dólares y hundido en la ruina a grandes empresas e innumerables ciudadanos. No creo que haya una imagen que resuma mejor el tema de mi charla: la civilización del espectáculo.
Me parece que esta es la mejor manera de definir la civilización de nuestro tiempo, que comparten los países occidentales, los que, sin serlo, han alcanzado altos niveles de desarrollo en Asia, y muchos del llamado Tercer Mundo.
¿Qué quiero decir con civilización del espectáculo? La de un mundo en el que el primer lugar en la tabla de valores vigente lo ocupa el entretenimiento, donde divertirse, escapar del aburrimiento, es la pasión universal. Este ideal de vida es perfectamente legítimo, sin duda. Sólo un puritano fanático podría reprochar a los miembros de una sociedad que quieran dar solaz, esparcimiento, humor y diversión a unas vidas encuadradas por lo general en rutinas deprimentes y a veces embrutecedoras. Pero convertir esa natural propensión a pasarlo bien en un valor supremo tiene consecuencias a veces inesperadas. Entre ellas la banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad, y, en el campo específico de
la información, la proliferación del periodismo irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo.
la información, la proliferación del periodismo irresponsable, el que se alimenta de la chismografía y el escándalo.
¿Qué ha hecho que Occidente haya ido deslizándose hacia la civilización del espectáculo? El bienestar que siguió a los años de privaciones de la Segunda Guerra Mundial y la escasez de los primeros años de la posguerra. Luego de esa etapa durísima, siguió un periodo de extraordinario desarrollo económico. En todas las sociedades democráticas y liberales de Europa y América del Norte las clases medias crecieron como la espuma, se intensificó la movilidad social y se produjo, al mismo tiempo, una notable apertura de los parámetros morales, empezando por la vida sexual, tradicionalmente frenada por las iglesias y el laicismo pacato de las organizaciones políticas, tanto de derecha como de izquierda. El bienestar, la libertad de costumbres y el espacio creciente ocupado por el ocio en el mundo desarrollado constituyó un estímulo notable para que proliferaran como nunca antes las industrias del entretenimiento, promovidas por la publicidad, madre y maestra mágica de nuestro tiempo. De este modo, sistemático y a la vez insensible, divertirse, no aburrirse, evitar lo que perturba, preocupa y angustia, pasó a ser, para sectores sociales cada vez más amplios, de la cúspide a la base de la pirámide social, un mandato generacional, eso que Ortega y Gasset llamaba “el espíritu de nuestro tiempo”, el dios sabroso, regalón y frívolo al que todos, sabiéndolo o no, rendimos pleitesía desde hace por lo menos medio siglo, y cada día más.
Otro factor, no menos importante, para la forja de la civilización del espectáculo ha sido la democratización de la cultura. Se trata de un fenómeno altamente positivo, sin duda, que nació de una voluntad altruista: que la cultura no podía seguir siendo el patrimonio de una élite, que una sociedad liberal y democrática tenía la obligación moral de poner la cultura al alcance de todos, mediante la educación, pero también la promoción y subvención de las artes, las letras y todas las manifestaciones culturales. Esta loable filosofía ha tenido en muchos casos el indeseado efecto de la trivialización y adocenamiento de la vida cultural, donde cierto facilismo formal y la superficialidad de los contenidos de los productos culturales se justificaban en razón del propósito cívico de llegar al mayor número de usuarios. La cantidad a expensas de la calidad. Este criterio, proclive a las peores demagogias en el dominio político, en el cultural ha causado reverberaciones imprevistas, entre ellas la desaparición de la alta cultura, obligatoriamente minoritaria por la complejidad y a veces hermetismo de sus claves y códigos, y la masificación de la idea misma de cultura. Esta ha pasado ahora a tener casi exclusivamente la acepción que ella adopta en el discurso antropológico, es decir, la cultura son todas las manifestaciones de la vida de una comunidad: su lengua, sus creencias, sus usos y costumbres, su indumentaria, sus técnicas, y, en suma, todo lo que en ella se practica, evita, respeta y abomina. Cuando la idea de la cultura torna a ser una amalgama semejante es poco menos que inevitable que ella pueda llegar a ser entendida, apenas, como una manera divertida de pasar el tiempo. Desde luego que la cultura puede ser también eso, pero si termina por ser sólo eso se desnaturaliza y se deprecia: todo lo que forma parte de ella se iguala y uniformiza al extremo de que una ópera de Wagner, la filosofía de Kant, un concierto de los Rolling Stones y una función del Cirque du Soleil se equivalen.
Las máscaras de un noticiero estelar
RICARDO GIL OTAIZA | EL UNIVERSAL
viernes 18 de mayo de 2012 04:01 PM
Causa verdadero escozor leer el cintillo que reza: "Información justa y balanceada", que aparece todos los días al pie de la pantalla del noticiero de un importante canal de televisión venezolano, de larga trayectoria en la historia de la radiodifusión nacional y continental, porque a las claras deja entrever la ominosa autocensura, que tanto daño le hace a la opinión pública de cualquier nación democrática, y deja muy mal parado al medio que se la aplica sin rubor alguno.
La información a la que aspiramos los espectadores de un canal televisivo, o los lectores de un diario, o los escuchas de una emisora de radio, es la información veraz, cuya única premisa será siempre la verdad; aquella que es el epicentro de los hechos (es decir, en donde nace la noticia), y no la supuesta "justicia y balanceo" impuestos por un censor interno, que responde a propósitos escondidos, quien dice qué se publica, cómo se publica y cuándo se publica. ¡Patético!
¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién se puede erigir en fiel que dictamine la justedad y el balance de una noticia, que no sean los propios receptores a quienes va dirigida? ¿Cuál es el criterio profesional que priva a la hora de hacer "justicia y balancear" una noticia que debe ser presentada tal y como sucedió, y no como queremos (o quiere alguien) que aparezca? Es más (y peor aún): ¿forma opinión pública un medio que se aplica la autocensura y tiene la cara tan lavada como para propalarlo a los cuatro vientos sin pudor alguno, como si se tratara de algo beneficioso para todos?
De entrada, lo que desea ese canal es congraciarse con el gobierno (concesión dixit), haciéndole el juego precisamente en uno de sus más delicados nervios, en aquello que lo desconcierta y le produce desazón, como es la posibilidad de que todos conozcamos la cruda y terrible situación que vivimos, y se muestre ante el país y el mundo su estrepitoso fracaso. Cuando se nos dice en un noticiero que la información presentada es "justa y balanceada", lo que olfateamos de inmediato es una inaceptable manipulación de la noticia, que no lleva a otra cosa sino a la desinformación.
Si al propalar a los cuatro vientos su supuesta justicia y el balance noticioso, lo que desea ese canal cobardón es estar con Dios y con el diablo (jugando a dos equipos, pues, como lo decimos coloquialmente aquí), flaco beneficio le hace a una república que clama a gritos que cese la impunidad; que se diga sin ambages lo que aquí acontece y no se omitan elementos -a todas luces esclarecedores- a la hora de tener en nuestras manos esa "verdad" informativa a la que todos anhelamos y tenemos como derecho a acceder, sin más preámbulos ni cortapisas que el decoro, el respeto por el otro y por el marco jurídico vigente.
Resulta verdaderamente bochornoso (sobre todo en las actuales circunstancias por las que atraviesa nuestra nación, que requiere de sus ciudadanos lucidez y fortaleza) ser espectador de un noticiero televisivo estelar, que de entrada te está diciendo, con espléndidas sonrisas como preámbulo: "no es todo lo que está ni está todo lo que es". Inadmisible desde cualquier ángulo que se le analice. La historia, que nada olvida (ni perdona) no pasará por alto este detalle y en su juicio (inapelable, por cierto) pondrá las cosas en su lugar. En ese momento las excusas caerán por su propio peso, así como las máscaras y sus inefables dobleces.
rigilo99@hotmail.com
@GilOtaiza
La información a la que aspiramos los espectadores de un canal televisivo, o los lectores de un diario, o los escuchas de una emisora de radio, es la información veraz, cuya única premisa será siempre la verdad; aquella que es el epicentro de los hechos (es decir, en donde nace la noticia), y no la supuesta "justicia y balanceo" impuestos por un censor interno, que responde a propósitos escondidos, quien dice qué se publica, cómo se publica y cuándo se publica. ¡Patético!
¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién se puede erigir en fiel que dictamine la justedad y el balance de una noticia, que no sean los propios receptores a quienes va dirigida? ¿Cuál es el criterio profesional que priva a la hora de hacer "justicia y balancear" una noticia que debe ser presentada tal y como sucedió, y no como queremos (o quiere alguien) que aparezca? Es más (y peor aún): ¿forma opinión pública un medio que se aplica la autocensura y tiene la cara tan lavada como para propalarlo a los cuatro vientos sin pudor alguno, como si se tratara de algo beneficioso para todos?
De entrada, lo que desea ese canal es congraciarse con el gobierno (concesión dixit), haciéndole el juego precisamente en uno de sus más delicados nervios, en aquello que lo desconcierta y le produce desazón, como es la posibilidad de que todos conozcamos la cruda y terrible situación que vivimos, y se muestre ante el país y el mundo su estrepitoso fracaso. Cuando se nos dice en un noticiero que la información presentada es "justa y balanceada", lo que olfateamos de inmediato es una inaceptable manipulación de la noticia, que no lleva a otra cosa sino a la desinformación.
Si al propalar a los cuatro vientos su supuesta justicia y el balance noticioso, lo que desea ese canal cobardón es estar con Dios y con el diablo (jugando a dos equipos, pues, como lo decimos coloquialmente aquí), flaco beneficio le hace a una república que clama a gritos que cese la impunidad; que se diga sin ambages lo que aquí acontece y no se omitan elementos -a todas luces esclarecedores- a la hora de tener en nuestras manos esa "verdad" informativa a la que todos anhelamos y tenemos como derecho a acceder, sin más preámbulos ni cortapisas que el decoro, el respeto por el otro y por el marco jurídico vigente.
Resulta verdaderamente bochornoso (sobre todo en las actuales circunstancias por las que atraviesa nuestra nación, que requiere de sus ciudadanos lucidez y fortaleza) ser espectador de un noticiero televisivo estelar, que de entrada te está diciendo, con espléndidas sonrisas como preámbulo: "no es todo lo que está ni está todo lo que es". Inadmisible desde cualquier ángulo que se le analice. La historia, que nada olvida (ni perdona) no pasará por alto este detalle y en su juicio (inapelable, por cierto) pondrá las cosas en su lugar. En ese momento las excusas caerán por su propio peso, así como las máscaras y sus inefables dobleces.
rigilo99@hotmail.com
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