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Notitarde 18/05/2013 El naufragio, el sonido y la furia
- Antonio Sánchez García (Notitarde / )
Antonio Sánchez García
1
Chabola, favela, callampa, rancho: son los neologismos semánticos con los que el urbanismo del subdesarrollo ha denominado las precarias construcciones de cartón, tablas, lata y desechos en que se guarecen millones y millones de marginados, productos de la explosión demográfica que afecta al planeta y carcome a las regiones más depauperadas de la doliente humanidad de esta postrera civilización del consumismo.
Callampas –hongos parásitos de pequeño formato– las bautizaron los chilenos en homenaje a la súbita e insólita aparición de esos hacinamientos de cartón o calamina desprovistos de los más elementales medios de salud e higiene. “Vivienda de escasa proporciones y pobre construcción, que suele edificarse en los suburbios” – reseña el Diccionario de americanismos de la Real Academia Española. Brotados de la noche a la mañana para cubrir las carnes de los esclavos del subdesarrollo, atraídos desde el campo a las márgenes de las ciudades para rastrojear algo de los desechos de esa ilusoria riqueza urbana. Chabola, la bautizaron los españoles: un término derivado del vasco txa(b)ola – choza, “cabaña”, tomado en el siglo XVII, afirma Corominas en su Diccionario Etimológico, del francés antiguo jaole: “jaula”, “cárcel”.
Que luego de 5 siglos el término exprese con estricta rigurosidad su significación originaria, no deja de ser asombroso: sitios en que se enjaula a los pobres de misericordia. Si bien los argentinos, dueños de uno de los castellanos más cultos hablados y escritos en el mundo, el del deslumbrante Jorge Luis Borges, acordaron la reconciliación de los términos: a esos barrios de la más baja pobresía los llaman “villas miserias”. Suena a Gardel. Nosotros, los venezolanos, los llamamos ranchos, según lo consignara en 1929 Lisandro Alvarado en su Glosario del Bajo Español. Volvía el término a su significado originario de “vivienda rústica americana”, que servía de hospedaje provisional a la soldadesca, la marinería y gentes provenientes del campo.
Hegeliano y riguroso hasta la pedantería, a esos desechos marginales de la urbanidad industrial los bautizó Marx creando un término, el más despreciativo imaginable: recoge trapos, Lumpenproletariat. “Esa lacra social –dice Marx– no solo es renuente a participar en la lucha revolucionaria junto al proletariado, sino que es proclive a dejarse corromper hasta la médula por los poderosos, sirviendo de instrumento cómplice de toda suerte de intrigas reaccionarias”. Incapaz de acceder a la autoconciencia y servir de palanca a un cambio revolucionario, portador de lo que consideraba el futuro tecnológico y el máximo desarrollo posible de las fuerzas productivas como para permitir su ideal utópico: a cada quien según sus necesidades, de cada quien según sus capacidades. El ser un revolucionario era un atributo solo alcanzable por los ejércitos de obreros educados en la disciplina técnica y humana del taylorismo, el uso de la máquina y la organización social de los procesos productivos del capitalismo industrial. Bien hubiera podido decir, parafraseando a Bolívar, a quien despreciara por aristócrata y monárquico: “revolucionario no es el que quiere, sino el que puede”.
2
Por todo ello, Marx comprendió a esos desarrapados de la marginalidad, nuestros pobres endémicos, como carne de cañón del caciquismo y el caudillismo de masas, fácilmente manipulable por intereses contrarrevolucionarios, como lo demostrara en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, el Napoleón III que aplastó la revolución proletaria gracias a la marginalidad francesa. Susceptible a la limosna, el vagabundeo, la deslealtad, el crimen, la horda y la barbarie. Clientela fácilmente manipulable por quienes lograran utilizar al Estado como instrumento de manutención de la mendicidad social y la tiranía política.
Nadie lo expresó siglo y medio después de manera más diáfana que Giordani, ministro del ramo, cuando increpando al general Guaicaipuro Lameda que pretendía quejarse ante el caudillo por los desastres de su gestión económica, quiso explicarle la necesidad del régimen neodictatorial que comandaba en mantener a los pobres tan pobres y engañados como fuera posible, en una endémica e insuperable pobreza: “Mire, General, ¡usted todavía no ha comprendido la revolución! Se lo explico: Esta revolución se propone hacer un cambio cultural en el país, cambiarle a la gente la forma de pensar y de vivir, y esos cambios solo se pueden hacer desde el poder. Así que lo primero es mantenerse en el poder para hacer el cambio. El piso político nos lo da la gente pobre: ellos son los que votan por nosotros, por eso el discurso de la defensa de los pobres. Así que, LOS POBRES TENDRÁN QUE SEGUIR SIENDO POBRES, LOS NECESITAMOS ASÍ, hasta que logremos hacer la transformación cultural. Luego podremos hablar de economía de generación y de distribución de riqueza. Entretanto, hay que mantenerlos pobres y con esperanza”.
Cuando un periodista norteamericano entrevistara a uno de los “papables”, el entonces Cardenal de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, se encontró con la desagradable sorpresa de que en frente suyo no se encontraba un misionero dispuesto a hacerle el juego a los vendedores de falsas ilusiones, sino un hombre con perfecta conciencia de la malversación de la pobresía por el fariseismo de nuevo cuño, maravillosamente representado por Hugo Chávez y sus ministros. Le dijo: “Culpo a los políticos que buscan sus propios intereses. Los socialistas creen en la redistribución que es una de las razones de la pobreza. Ustedes quieren nacionalizar el universo para controlar todas las actividades humanas. Ustedes destruyen el incentivo del hombre para, inclusive, hacerse cargo de su familia, un crimen contra la naturaleza y contra Dios. Estas ideologías crean más pobres que todas las corporaciones que ustedes etiquetan como diabólicas… La gente dominada por socialistas necesita saber que no tenemos que ser pobres. El imperio de la dependencia creado por Hugo Chávez, con falsas promesas, mintiendo para que lleguen a arrodillarse ante el Gobierno y ante él. Dándoles peces pero sin permitirles pescar. Si en América Latina alguien aprende a pescar, es castigado y sus peces confiscados por los socialistas. La libertad es castigada. Tú hablas de progreso y yo de pobreza. Temo por América Latina. Toda la región está controlada por un bloque de regímenes socialistas como Cuba, Argentina, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Nicaragua. ¿Quién los salvará de esa tiranía?”.
3
Empobrecer para reinar tiene un grave inconveniente: la pobreza es mucho más tenaz que la riqueza y espanta, sobre todo cuando acorrala a los más pobres, aquéllos que se creyeron a salvo gracias a promesas y castillos de palabras. Los supuestos remedios, tan ilusorios como la falsa riqueza que proyectan, tienen las patas tan cortas como las mentiras sobre las que los falsos Mesías construyen sus castillos de arena. Ese castillo tarde o temprano termina arrasado por la fuerza del oleaje y el naufragio del engaño, el abuso y la mentira. Cuando la cruda realidad de los procesos económicos, que no tienen nada de imaginarios, comienzan a campear por sus fueros. Citando al estrado a quienes creen que con conjuros se pueden capear temporales. Es el espanto que la pobresía venezolana, hasta ahora carne de cañón electorero del régimen, empieza a experimentar a la muerte del caudillo y el simultáneo agotamiento de los medios financieros con los que lograra correr la arruga durante interminables 14 años de desgobierno, retrasado hasta el momento de su muerte el espantoso momento de la verdad. Que ya llega a las costas de nuestro paraíso imaginario.
El mismo día en que nuestro inolvidable compañero de combates Antonio Cova Maduro encontrara la muerte, este miércoles recién pasado, se despedía con un lúcido y sarcástico artículo llamando la atención de las terroríficas gemelas de toda crisis terminal: la inflación y el desabastecimiento. Cuando la gente, desesperada por seguir manteniendo a sus familias, no encuentra ante su búsqueda de alimentos y bienes esenciales más que dos respuesta: “no hay” o “cuesta tanto”.
Chávez, que con su colosal y mesiánico carisma consolaba a su Lumpenproletariat con promesas aún más delirantes e incumplibles que aquéllas que en muy mal momento lo encumbraran al Poder, dejó la escena cuando los suyos más lo necesitaban. Cuando el producto de sus delirios y megalomanías estaba a punto de estallarle en el rostro y arrastrarlo a él y a los suyos al inexorable momento de la rendición de cuentas. Confiado en sepa Dios qué razonamientos y qué absurdos e inaplazables compromisos –sin duda, la imposición de quienes no solo controlaban su vida en La Habana, sino que hicieron cuanto estuvo a su alcance por sacarlo del juego, moribundo y ya un estorbo– dejó de heredero al más incapaz, menos dotado y más mediocre de su entorno. Posiblemente convencido de que con mejores pupilos no contaba y de que éste, por lo menos, les garantizaba la perruna lealtad: a su padre putativo, su trágica debilidad, y al régimen cubano, su ilusión óptica.
En días perdió Nicolás Maduro los votos que lo llevaron a la inocultable derrota del 14 de abril. En meses aceleró el derrumbe con el más ineficiente y catastrófico Gobierno de nuestra historia. En un mes de Gobierno ilegítimo amparado por un CNE comprado y un TSJ corrupto, perdió más del 30% del respaldo electoral que obtuviera, con buenas y malas artes, Hugo Chávez el 7 de octubre de 2012. Y según las últimas encuestas ya 3 cuartas partes de la población lo rechazan. Su fracaso es la única unanimidad nacional desde los aciagos días de la caída de Carlos Andrés Pérez. De cuyos vientos de sonido y de furia ya comenzamos a sentir los prolegómenos.
Vivimos los días finales de la V República. Su naufragio es irreparable.
Chabola, favela, callampa, rancho: son los neologismos semánticos con los que el urbanismo del subdesarrollo ha denominado las precarias construcciones de cartón, tablas, lata y desechos en que se guarecen millones y millones de marginados, productos de la explosión demográfica que afecta al planeta y carcome a las regiones más depauperadas de la doliente humanidad de esta postrera civilización del consumismo.
Callampas –hongos parásitos de pequeño formato– las bautizaron los chilenos en homenaje a la súbita e insólita aparición de esos hacinamientos de cartón o calamina desprovistos de los más elementales medios de salud e higiene. “Vivienda de escasa proporciones y pobre construcción, que suele edificarse en los suburbios” – reseña el Diccionario de americanismos de la Real Academia Española. Brotados de la noche a la mañana para cubrir las carnes de los esclavos del subdesarrollo, atraídos desde el campo a las márgenes de las ciudades para rastrojear algo de los desechos de esa ilusoria riqueza urbana. Chabola, la bautizaron los españoles: un término derivado del vasco txa(b)ola – choza, “cabaña”, tomado en el siglo XVII, afirma Corominas en su Diccionario Etimológico, del francés antiguo jaole: “jaula”, “cárcel”.
Que luego de 5 siglos el término exprese con estricta rigurosidad su significación originaria, no deja de ser asombroso: sitios en que se enjaula a los pobres de misericordia. Si bien los argentinos, dueños de uno de los castellanos más cultos hablados y escritos en el mundo, el del deslumbrante Jorge Luis Borges, acordaron la reconciliación de los términos: a esos barrios de la más baja pobresía los llaman “villas miserias”. Suena a Gardel. Nosotros, los venezolanos, los llamamos ranchos, según lo consignara en 1929 Lisandro Alvarado en su Glosario del Bajo Español. Volvía el término a su significado originario de “vivienda rústica americana”, que servía de hospedaje provisional a la soldadesca, la marinería y gentes provenientes del campo.
Hegeliano y riguroso hasta la pedantería, a esos desechos marginales de la urbanidad industrial los bautizó Marx creando un término, el más despreciativo imaginable: recoge trapos, Lumpenproletariat. “Esa lacra social –dice Marx– no solo es renuente a participar en la lucha revolucionaria junto al proletariado, sino que es proclive a dejarse corromper hasta la médula por los poderosos, sirviendo de instrumento cómplice de toda suerte de intrigas reaccionarias”. Incapaz de acceder a la autoconciencia y servir de palanca a un cambio revolucionario, portador de lo que consideraba el futuro tecnológico y el máximo desarrollo posible de las fuerzas productivas como para permitir su ideal utópico: a cada quien según sus necesidades, de cada quien según sus capacidades. El ser un revolucionario era un atributo solo alcanzable por los ejércitos de obreros educados en la disciplina técnica y humana del taylorismo, el uso de la máquina y la organización social de los procesos productivos del capitalismo industrial. Bien hubiera podido decir, parafraseando a Bolívar, a quien despreciara por aristócrata y monárquico: “revolucionario no es el que quiere, sino el que puede”.
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Por todo ello, Marx comprendió a esos desarrapados de la marginalidad, nuestros pobres endémicos, como carne de cañón del caciquismo y el caudillismo de masas, fácilmente manipulable por intereses contrarrevolucionarios, como lo demostrara en el 18 Brumario de Luis Bonaparte, el Napoleón III que aplastó la revolución proletaria gracias a la marginalidad francesa. Susceptible a la limosna, el vagabundeo, la deslealtad, el crimen, la horda y la barbarie. Clientela fácilmente manipulable por quienes lograran utilizar al Estado como instrumento de manutención de la mendicidad social y la tiranía política.
Nadie lo expresó siglo y medio después de manera más diáfana que Giordani, ministro del ramo, cuando increpando al general Guaicaipuro Lameda que pretendía quejarse ante el caudillo por los desastres de su gestión económica, quiso explicarle la necesidad del régimen neodictatorial que comandaba en mantener a los pobres tan pobres y engañados como fuera posible, en una endémica e insuperable pobreza: “Mire, General, ¡usted todavía no ha comprendido la revolución! Se lo explico: Esta revolución se propone hacer un cambio cultural en el país, cambiarle a la gente la forma de pensar y de vivir, y esos cambios solo se pueden hacer desde el poder. Así que lo primero es mantenerse en el poder para hacer el cambio. El piso político nos lo da la gente pobre: ellos son los que votan por nosotros, por eso el discurso de la defensa de los pobres. Así que, LOS POBRES TENDRÁN QUE SEGUIR SIENDO POBRES, LOS NECESITAMOS ASÍ, hasta que logremos hacer la transformación cultural. Luego podremos hablar de economía de generación y de distribución de riqueza. Entretanto, hay que mantenerlos pobres y con esperanza”.
Cuando un periodista norteamericano entrevistara a uno de los “papables”, el entonces Cardenal de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, se encontró con la desagradable sorpresa de que en frente suyo no se encontraba un misionero dispuesto a hacerle el juego a los vendedores de falsas ilusiones, sino un hombre con perfecta conciencia de la malversación de la pobresía por el fariseismo de nuevo cuño, maravillosamente representado por Hugo Chávez y sus ministros. Le dijo: “Culpo a los políticos que buscan sus propios intereses. Los socialistas creen en la redistribución que es una de las razones de la pobreza. Ustedes quieren nacionalizar el universo para controlar todas las actividades humanas. Ustedes destruyen el incentivo del hombre para, inclusive, hacerse cargo de su familia, un crimen contra la naturaleza y contra Dios. Estas ideologías crean más pobres que todas las corporaciones que ustedes etiquetan como diabólicas… La gente dominada por socialistas necesita saber que no tenemos que ser pobres. El imperio de la dependencia creado por Hugo Chávez, con falsas promesas, mintiendo para que lleguen a arrodillarse ante el Gobierno y ante él. Dándoles peces pero sin permitirles pescar. Si en América Latina alguien aprende a pescar, es castigado y sus peces confiscados por los socialistas. La libertad es castigada. Tú hablas de progreso y yo de pobreza. Temo por América Latina. Toda la región está controlada por un bloque de regímenes socialistas como Cuba, Argentina, Ecuador, Bolivia, Venezuela, Nicaragua. ¿Quién los salvará de esa tiranía?”.
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Empobrecer para reinar tiene un grave inconveniente: la pobreza es mucho más tenaz que la riqueza y espanta, sobre todo cuando acorrala a los más pobres, aquéllos que se creyeron a salvo gracias a promesas y castillos de palabras. Los supuestos remedios, tan ilusorios como la falsa riqueza que proyectan, tienen las patas tan cortas como las mentiras sobre las que los falsos Mesías construyen sus castillos de arena. Ese castillo tarde o temprano termina arrasado por la fuerza del oleaje y el naufragio del engaño, el abuso y la mentira. Cuando la cruda realidad de los procesos económicos, que no tienen nada de imaginarios, comienzan a campear por sus fueros. Citando al estrado a quienes creen que con conjuros se pueden capear temporales. Es el espanto que la pobresía venezolana, hasta ahora carne de cañón electorero del régimen, empieza a experimentar a la muerte del caudillo y el simultáneo agotamiento de los medios financieros con los que lograra correr la arruga durante interminables 14 años de desgobierno, retrasado hasta el momento de su muerte el espantoso momento de la verdad. Que ya llega a las costas de nuestro paraíso imaginario.
El mismo día en que nuestro inolvidable compañero de combates Antonio Cova Maduro encontrara la muerte, este miércoles recién pasado, se despedía con un lúcido y sarcástico artículo llamando la atención de las terroríficas gemelas de toda crisis terminal: la inflación y el desabastecimiento. Cuando la gente, desesperada por seguir manteniendo a sus familias, no encuentra ante su búsqueda de alimentos y bienes esenciales más que dos respuesta: “no hay” o “cuesta tanto”.
Chávez, que con su colosal y mesiánico carisma consolaba a su Lumpenproletariat con promesas aún más delirantes e incumplibles que aquéllas que en muy mal momento lo encumbraran al Poder, dejó la escena cuando los suyos más lo necesitaban. Cuando el producto de sus delirios y megalomanías estaba a punto de estallarle en el rostro y arrastrarlo a él y a los suyos al inexorable momento de la rendición de cuentas. Confiado en sepa Dios qué razonamientos y qué absurdos e inaplazables compromisos –sin duda, la imposición de quienes no solo controlaban su vida en La Habana, sino que hicieron cuanto estuvo a su alcance por sacarlo del juego, moribundo y ya un estorbo– dejó de heredero al más incapaz, menos dotado y más mediocre de su entorno. Posiblemente convencido de que con mejores pupilos no contaba y de que éste, por lo menos, les garantizaba la perruna lealtad: a su padre putativo, su trágica debilidad, y al régimen cubano, su ilusión óptica.
En días perdió Nicolás Maduro los votos que lo llevaron a la inocultable derrota del 14 de abril. En meses aceleró el derrumbe con el más ineficiente y catastrófico Gobierno de nuestra historia. En un mes de Gobierno ilegítimo amparado por un CNE comprado y un TSJ corrupto, perdió más del 30% del respaldo electoral que obtuviera, con buenas y malas artes, Hugo Chávez el 7 de octubre de 2012. Y según las últimas encuestas ya 3 cuartas partes de la población lo rechazan. Su fracaso es la única unanimidad nacional desde los aciagos días de la caída de Carlos Andrés Pérez. De cuyos vientos de sonido y de furia ya comenzamos a sentir los prolegómenos.
Vivimos los días finales de la V República. Su naufragio es irreparable.
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