Julio Garmendia: Otoño que no cesa
Garmendia es sin duda uno de los escritores venezolanos más leídos, aunque su obra no haya sido incluida todavía en ningún canon latinoamericano. Hombre retraído –extraña condición en un hombre de estas orillas–, participaba en las tertulias de El gusano de luz pero tenía a bien marcharse muy temprano, antes de que comenzara la fiesta. Escuchaba con atención, era parco al hablar, y al mismo tiempo tenía el don de la asertividad. Su obra es escasa pero no poco interesante; su escritura, atravesada por el mundo de los sueños, se adelantó a su época y por supuesto, a sus lectores
Julio Garmendia hablaba callando; parecía estar profundamente oculto, pero nunca ausente, y vivió siempre en libertad, siendo dueño de él mismo y sus ideas. “Una sola gota alquitranada hace recordar todo el perfume de los grandes bosques”, frase pronunciada por él, refiriéndose a la obra de Ramos Sucre, expresa lo que fue su obra, y sobre todo su existencia.
Garmendia solo publicó en vida dos libros de relatos, y es considerado como uno de los mejores cuentistas que ha tenido Venezuela. Nunca actuó para lograr la aprobación de los demás. Sin querer brillar, alcanzó el reconocimiento de su obra y su éxito como escritor, aunque no siguió el camino más fácil: entrar en los movimientos literarios que imperaban en su tiempo –regionalismo y vanguardismo. Él siguió su propia voz, la voz de sus recuerdos, de sus nostalgias, de sus preocupaciones más íntimas. Para Domingo Miliani, amigo cercano y estudioso de la obra de Garmendia, “los únicos dos escritores que hacen una literatura que se sale de esos cánones son Julio Horacio González y Julio Garmendia. Ellos crean un ámbito mágico, un espacio que existe en el texto, pero no fuera de él”. En el Manual de literatura hispanoamericana, Miliani y Oscar Sambrano Urdaneta afirman que Garmendia es el iniciador continental de la narrativa fantástica hispanoamericana.
Uno de los lugares más importantes en la vida de Julio Garmendia fue el hotel Cervantes, donde se crea ese espacio fuera de la realidad. Allí vivió más de treinta años y creó la mayor parte de su obra. Fue en esa vieja casona convertida en hotel donde se inspiró para escribir La Tuna de Oro (1952), su segundo libro, y fue en ese mismo lugar donde conoció a Hilda Kerigh, su compañera. Ese día la llevó al techo del hotel y le hizo de guía turístico al enseñarle, a grandes rasgos, la creciente urbe que todavía conservaba algo de aquella ciudad de los techos rojos tan añorada por el escritor. “Como yo era guía intérprete, preparada en cierta manera, me pareció muy ridícula la manera en la que él me explicó la ciudad”, recuerda Kerigh entre risas. “Así nos conocimos, y desde ese día hasta la muerte”.
Exactitud al hablar
Por la libertad imaginativa con la que abordó sus temas, un acontecimiento cotidiano nos lleva a una realidad más amplia, a una crítica, a una verdad universal. Oscar Sambrano Urdaneta, actual albacea del legado literario del autor, encuentra que el recurso de la polisemia –las dobles significaciones de un mismo significante– “es uno de los mayores aciertos de Julio Garmendia en cuanto a economía expresiva”, y le atribuye esa ambigüedad a “un esmerado ir y volver sobre el texto para refinar y reafirmar la estructura de un juego intencionalmente dualista”.
El escritor, quien se radicó en Caracas definitivamente a partir del año 1940, “se burlaba amablemente” de la polisemia que se le atribuía a sus escritos, comenta divertida Morella Contramaestre, quien le ayudó a hacer las correcciones a La Tuna de Oro, para su segunda edición, con la cual obtuvo el Premio Nacional de Literatura en 1974. “Decía que iba a modificar los cuentos para que no fueran tan ciertas las teorías, como una manera de reírse de la crítica”.
Para Julio Garmendia, su primer deber como escritor era “saber observar la vida, leer en ese gran libro y tratar de penetrar por sí mismo, no sólo por lo que dicen los otros”. Quizá a eso se debieron sus paseos diarios por los alrededores de Parque Carabobo, en los que se dejaba conmover por una hoja, por la raíz de un árbol, por un gato callejero o por un carrito por puesto. Después de sus encuentros con seres cotidianos asistía a las tertulias que se realizaban en la librería El gusano de luz. Sentía interés por aquellas conversaciones desordenadas acerca de libros, poemas, y problemas del país. Sus intervenciones eran delicadas y reducidas, pero parecía tener la palabra precisa para cada ocasión y esa exactitud al hablar llamaba la atención de todos los presentes.
Espíritu solitario
Su obsesión por corregir sus escritos infinidad de veces y la capacidad de esperar, sin ningún tipo de prisa, hasta alcanzar lo que quería, hizo que publicara poco, aun dedicando su vida al oficio de escribir. Él, siempre irónico, lo explicaba diciendo que a veces escribía y no publicaba, al contrario de otros que publicaban y no escribían. “Don Julio sacaba de sus bolsillos diminutos papelitos que parecían infinitos, en donde anotaba las correcciones que aspiraba realizar a los textos originales. Estaban escritos casi siempre con lápiz y con letras de rasgos agudos, tan suavemente que yo creo que la única persona que podía leerlos era él”, cuenta Contramaestre. En cierta oportunidad, un escritor dijo que lo peor de no publicar es no parar de corregir; pareciera que para Julio Garmendia, lo peor de publicar era no poder corregir lo suficiente.
Nadie lo conoció realmente. Era un ser solitario; según él la soledad era conveniente, “y aún necesaria a ciertos espíritus. Sobre todo a los escritores”. Quizá por eso tenía una vida tan reservada. “Era muy raro comparado con los demás. Nada de lo que escribió puedo decir cuándo lo hizo, ni cuánto tiempo le llevó. Nunca lo vi escribir”, rememora hoy su compañera. Tenía otra forma de ver la realidad. Contramaestre señala que “cuando él miraba a la gente era como si la atravesara, como si uno fuera totalmente transparente y detrás de ti o dentro de ti hubiese cosas que él pudiera apreciar y los demás no veían”. Sus personajes mostraron su particular manera de observar el mundo.
No le gustaban los homenajes ni los premios, y tampoco era amigo de las entrevistas, aunque nunca rechazó abiertamente ninguno; sabía salir cortésmente de cualquier compromiso. Salvador Garmendia recuerda que su pariente “tenía una fuerte timidez, le daba escozor que lo elogiaran en su presencia; le producía inquietud, angustia, y no podía disimularlo”. En cierta oportunidad Julio Garmendia le confesó a Miliani que era mejor no sentir nunca que se había llegado, porque así uno tenía siempre a donde ir. A él “le causaba desconcierto, sorpresa, el que la gente se ocupara de las cosas que él escribía”, sugiere Contramaestre. De hecho en cierta ocasión le repreguntó a un periodista: “¿Y tú crees que a alguien le interese lo que yo digo?”.
Siguiendo su propia filosofía, se mantuvo alejado de la vida intelectual del país, pero a veces la curiosidad lo acercaba a una cervecería popular en la que se reunían para discutir Fernando Paz Castillo, Jacinto Fombona Machado, Rodolfo Moleiro, Pedro Sotillo y Vicente Fuentes, todos estos pertenecientes a la generación del 18, un grupo bastante heterogéneo.
Resulta curioso que, dada esta personalidad, haya aceptado cargos diplomáticos en Europa, a partir de 1923. Su vida en ese continente es un misterio. Durante algún tiempo fue agregado civil ad-honorem en la legación venezolana en la capital francesa, para ser reemplazado por otro joven cuentista, Arturo Uslar Pietri. Luego fue nombrado Cónsul en Génova.
El escritor tocuyano se refería a esa época como la del tiempo de lecturas, de conocimientos de otros escritores. Acompañó su soledad con seres fantásticos que luego poblaron sus cuentos. Pero aunque vivió de cerca los grandes movimientos revolucionarios artísticos y literarios, no se dejó influenciar demasiado por las tendencias vanguardistas. “Sabía que lo que él tenía que decir no lo debía decir así, que había otra manera”, comenta Salvador Garmendia. Después de 17 años lo sorprendió la guerra en Viena, cuando Hitler ordenó invadir a Austria, y regresó al país en 1939.
Autenticidad sin proclamarla
Aunque siempre llamaron la atención su lenguaje, sus temas y su técnica, el talento de este narrador no fue comprendido del todo en un primer momento, cuando apareció su primer libro, La Tienda de muñecos, publicado en París en 1927 por la editorial Excelsior, propiedad de dos escritores peruanos positivistas. Miliani afirma que su prosa debía “esperar la madurez de los lectores”, ya que los gustos en aquel momento se centraban en los temas rurales y criollos. Sin embargo, grandes intelectuales de la época, como Jesús Semprum, supieron reconocer la importancia de su obra desde un primer momento y vieron que su literatura no tenía precedentes en Venezuela.
En la narrativa de Garmendia, en palabras de Juan Liscano, prevalece “el acento coloquial, la agilidad, la sencillez” y “se alcanza la autenticidad sin proclamarla, sin énfasis alguno, sin conceder nada a lo edificante, sin sacrificar la realidad de la literatura en sí”.
La Tuna de Oro ganó en 1951 el Premio Municipal de prosa y esto hizo que un grupo de críticos, entre los que se encontraban Alexis Márquez Rodríguez, Orlando Araujo y Sambrano Urdaneta, empezaran a escribir sobre el autor en el Papel Literario y en la Revista Nacional de Cultura. Pero no fue sino a partir del año 1958 cuando se empieza a cuestionar el modelo galleguiano del regionalismo y a la literatura tradicional en general y se quiso regresar a un cierto vanguardismo, que jóvenes escritores como Adriano González León y Salvador Garmedia comienzan a leer a Julio Garmendia y lo redescubren. Para Miliani lo dos grandes modelos literarios de ese momento fueron Guillermo Meneses y el autor de La Tienda de muñecos y La tuna de oro.
A 21 años de su desaparición física, sus escasos escritos publicados post mortem en varias recopilaciones –La hoja que no había caído en su otoño (1979), Opiniones para después de la muerte (1984) y La ventana encantada (1986)–, pequeña muestra de un inmenso legado, siguen sorprendiendo. Esta herencia de manuscritos y otros bienes fue entregada por Hilda Kerigh con la esperanza de contribuir con la creación de un fondo que llevara el nombre de su compañero y que sirviera para ayudar a jóvenes escritores e investigadores deseosos de escrutar en la vida del narrador larense. Recluida en un asilo de la capital, Kerigh espera en su soledad que la obra del narrador consiga esa trascendencia por ella deseada, para que las gotas alquitranadas sigan recordando al gran bosque que fue Julio Garmendia.
Con vista al Ávila
El hotel Cervantes se convirtió con el tiempo en una casa de citas, donde las mujeres salían y entraban con sus acompañantes, pero eso no hizo que este larense, nacido el 9 de enero de 1898, abandonara la pequeña habitación con el número 11, ubicada en el piso superior. Cuando el ruido en las horas nocturnas se le hizo insoportable decidió trasladarse a un hotel cercano, solo para pasar las noches. En una ocasión, su primo Salvador Garmendia le preguntó por qué no se había mudado completamente, y él respondió: “A mí me gusta esto, siempre ha sido tranquilo, y me gusta esta habitación, sobre todo esta habitación, porque tiene una vista al Ávila muy buena; ven acá para que la veas”. Don Julio le abrió la ventana de dos hojas, pero ya no había nada; solo se veían dos edificios. “Ya no queda sino esa franjita (entre las dos moles de cemento) pero yo todavía lo veo, allí está”.
Tuvo una vida sencilla, reducida a esa habitación, con una cama, una mesa y algunas cajas en las que guardaba sus escritos muy bien ordenados y todas las páginas con dedicatorias de los libros que leyó, pero que no pudo conservar. Y esa sencillez se reflejó en su obra. En sus cuentos comprimió laboriosamente una realidad. Y detrás de esa aparente simplicidad, cada palabra esconde significados nuevos y cada relato encierra otro. Allí se encuentra la riqueza de su escritura, porque, como dijo Cortázar, “un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites en esa explosión que va mucho más allá de la pequeña anécdota que cuenta”.
Él y los otros (Los otros y él)
Por Jesús Sanoja Hernández
Por Jesús Sanoja Hernández
Entraré a Julio Garmendia a través de aquellos a quienes él nombró, sin duda personajes importantes en la primera etapa de su vida, y de aquellos otros que a él lo nombraron por los días de La tienda de muñecos, libro dedicado, “en testimonio de reconocimiento”, a Antonio Álamo. ¿Quién era, pues, Antonio Álamo?
Era larense como él, fundador del Centro Histórico de su estado y cronista de Barquisimeto. En algo debió ayudar Álamo a Garmendia, senador como fue y, además, ministro de Fomento, y si no lo hizo, la gratitud tal vez le vino al cuentista por el lado del estímulo literario. Álamo escribió en su Libro revuelto , cuyos dos volúmenes me facilitó en 1966 Fabbiani Ruiz, acerca de los más variados temas, desde el escritor socialista Emiliano Soteldo y su par barquisimetano Juan Bautista Romero, hasta la delpiniada local y las conferencias de Zamacois, Villaespesa y el gran poeta mexicano Tablada.
¿Quién los estimuló en aquella Roma de 1926, donde ya Mussolini se había trepado en el poder? César Zumeta, ensayista de primera línea y veterano del periodismo y la política, maestro de la frase corta y del concepto perfectamente delineado. Con mucha intuición, Zumeta antevió lo que algunos críticos contemporáneos desarrollarían por varias vertientes: “Al volver la última página se pregunta uno si no es usted, mi querido Garmendia, el personaje del más inverosímil de los cuentos”.
¿Quién leyó la mayor parte de los cuentos de Tienda de muñecosantes de que saliera impreso el libro en 1927? Jesús Semprum, crítico que sabía olfatear por dónde venían los vientos, aunque no supiera en alguna ocasión (la Vanguardia, 1928) oler los aromas ni captar las maromas de los jóvenes de Élite y Válvula. Pero con Garmendia, como con muchos otros, Semprum no erró el tiro: “Julio Garmendia no tiene antecesores en la literatura venezolana (...) Lo que ha escrito Garmendia son cuentos fantásticos (...) La fantasía de Garmendia denota poseer un íntimo orden lógico que le imprime a su producción cierta unidad intrínseca, la consistencia de una obra engendrada en la perseverante cavilación”.
¿Quién vio al Mozo y, con él, a su doble? Pedro Sotillo, el mismo Manuel Antonio Pedernales a quien él, en “Los pupitres del señor Pedernales”, recriminó por no entender lo que traía en materia poética, otro miembro de la “generación de 1918”, Fombona Pachano. Decía Garmendia de Sotillo, en 1923: “Conversador infatigable, cuando llevo largo rato en su compañía siento la necesidad de pasarme la punta de la lengua por los labios, para asegurarme de que todavía son capaces de movimiento. Habla de literatura, principalmente, y recita con pasmosa facilidad composiciones de cuanto poeta ha habido en el mundo”.
¿Quién se entusiasmó al leer sus poemas sobre la Ceiba de San Francisco y se los publicó en Fantoches? Leoncio Martínez, Leo, hombre polifacético que en su semanario no sólo llevó al humorismo a alta cumbre, sino que impulsó la literatura, en particular la cuentística. En ese Fantoches había empleado Semprum, justamente el seudónimo de Sagitario con el cual disparó sus flechas contra el vanguardismo.
¿Sobre quién escribió Garmendia? Sobre Ramos Sucre cuando éste, después de Trizas de papel, daba a conocer sus poemas en El Universal: “Ramos Sucre combate consigo mismo a la luz de su lámpara interior, librando una batalla desaforada y peligrosa en los confines de un monólogo desesperante”.
Y basta de aquellos a quienes nombró o de quienes recibió impulso. Para acercarse a una visión moderna, incitante y de variada entonación, es recomendable acudir al libro Julio Garmendia ante la crítica, editado por Monte Ávila, selección y nota preliminar de Juan Carlos Santaella. Todo, o casi todo, lo que de Garmendia se puede decir, está en ese volumen antológico y “de antología”.
*Publicado el 26 de julio de 1998.
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