Sobre las dificultades de ser marxista y dejar de serlo
“En conuco marxista siempre hay batatas totalitarias”. Luis Herrera Campins a Moisés Moleiro
A mis excamaradas, siempre del otro lado del río, aunque crean que ya se atrevieron a cruzarlo.
Todo el mundo tiene el derecho de ser marxista, islámico, ortodoxo, liberal, libre pensador, budista zen, santero, evangélico y beato, si le apetece. O seguir cualquier otra religión, ideología o creencia que se le cruce en su existencia. Que la vida, esa realidad radical de la que hablaba Ortega y Gasset, le pertenece a cada quien, es única, personal e intransferible y tiene los días, las horas y los minutos exactamente contados. Se discute si tenemos 2,5 millones o 3.330.000 años de existencia, desde que el simio que nos precedió diera el brinco metafísico hacia lo humano. Y de ese tiempo aparentemente infinito, posiblemente estemos viviendo una cantidad infinitamente menor de supervivencia. Una sola bomba atómica disparada desde Palmira por un yihadista criado en West End podría terminar por aniquilar el frágil equilibrio cósmico que nos ha permitido llegar hasta donde estamos. De modo que en virtud de nuestra frágil, quebradiza y temblorosa humanidad, el respeto a las ideas de los otros vale, incluso, cuando esos otros andan en negociaciones para adquirir el artilugio y hacer saltar este maravilloso planeta azul por los aires.
Si bien hay límites. Por ejemplo: no es fácil andar por el mundo siendo nazi de Mein Kampf y cruz gamada. Nadie se despacha 6 millones de seres humanos indefensos y puede aspirar a convertir esa infamia en un objetivo repetible mediante un programa y un partido para solaz del capricho de unos delirantes. Si bien yo, que fui marxista leninista, prediqué la revolución, la dictadura del partido y la aniquilación de la burguesía, su sistema y todo aquello que fuera solidario con ella, sistema por cierto en el cual me criara, aún no entiendo por qué razón ser nazi es peor que ser comunista, de Manifiesto, la hoz y el martillo, si está comprobado que los comunistas asesinaron muchísimo más de 6 millones de seres humanos, devastaron regiones inmensamente más extensas que la Europa central y llegaron a dominar la mitad del planeta, tras las huestes de Stalin. Acepto la objeción de que posiblemente no hayan sido peores que los nazis. Pero fueron, por lo menos, y siguen siendo igualmente asesinos, dictadores y represores que los nazis: ni un gramo más ni un milímetro menos. Con una incomparable ventaja para los nazi: solo duraron 12 años.
Es más: si hubiera un solo país gobernado por una dictadura nazi, estoy seguro de que aunque contara con el respaldo unánime y el apoyo del 100% de su población, fuera próspero y creciera vertiginosamente –como, por cierto, sucediera con el nacionalsocialismo alemán–, estoy convencido, repito, de que el mundo le haría la vida imposible, le declararía la guerra tout court y lo exterminaría en una alianza de todos contra uno. ¿Por qué, me pregunto, siendo así, existen países dominados por dictaduras comunistas a los que no solo no se les toca ni con el pétalo de una rosa, sino que sus tiranos se reúnen en Roma con el papa, y hasta son visitados incluso por otros papas, mientras continentes enteros les rinden pleitesía? ¿Por qué comunismo sí y nazismo no?
La única respuesta que encuentro factible, después de esta vida entera observando y conviviendo con el mundo, incluso en mi calidad de marxista leninista, comunista y ultraizquierdista, es que en nuestros corazones, la maldad, la inquina, el rencor, el odio, los instintos criminales y asesinos los acaparó el comunismo, el igualitarismo, el pobresismo. Travistiéndolos en virtudes cristianas. Una sola frase inmortalizada en un sermón dicho en una montaña terminó por legitimar para siempre ese lado oscuro, perverso y tenebroso de nuestros corazones: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios”. Marcos, 10:25. De allí a andar persiguiendo ricos y asesinándolos, no fueran a infiltrársenos en el reino de Dios, vale decir: en el paraíso de nuestras utopías, no faltaba más que un paso. El último combate entre la aguja y el camello dejó 100 millones de muertos. Y una certidumbre intocada: ante el reino de Dios los comunistas tienen pase libre. Los nazis, ni que se conviertan en bacterias. Es perfectamente imaginable que en el cielo, sentado a la vera de Churchill esté Stalin. Hitler, ni en el infierno.
Por ello la persistencia, la bacteriológica resistencia, la insólita tenacidad y porfía con la que los principios de esa atea religión de la modernidad llamada comunismo se afinca en los más profundos y recónditos entresijos del alma de los que un día fueran –y seguirán siendo por los restos de sus días– comunistas. Así pretendan no serlo y hasta tengan medios de comunicación para reafirmarlo. Pues no se trata de una simple ideología, de un conjunto de ideas para orientarse en el dudoso universo de la política. De un manual de orientaciones, de una brújula que se toma y se deja según se avanza o retrocede, de un mapa para andar por el mundo salvaje de los hombres. De un producto desechable. Se trata de una vivencia teológica, hondamente existencial, espiritual, comprometedora en alma, corazón y vida. De un juramento que abarca la totalidad e integridad de nuestro ser. De un compromiso sacramental que trastoca para siempre los valores que nos hayan inculcado desde el nacimiento. De una experiencia mística que, al iluminarnos, nos resuelve todos los misterios, reordena todas nuestras incertidumbres, clarifica todas nuestras dudas. Se es comunista, y al instante desaparecen las dudas. De pronto se esclarecen todas nuestras sospechas. Ser pobre es bueno, ser rico es malo. Todos los pobres deben unirse y asesinar a los ricos. O empobrecerlos hasta que todos seamos igualmente miserables, igualmente abandonados, igualmente entregados al omnípodo poder del partido. Una religión de implacable y feroz vigencia. De la que, una vez asumida, cuelgan nuestras vidas de manera tan definitiva que cortar los lazos y vínculos acarrearía perder pie y quedar flotando en la nada de la desesperación y la angustia del universo. Se entra en el comunismo por la puerta grande de la sumisión total. No se sale jamás, salvo con extraordinarios esfuerzos y combates con nuestra propia conciencia. E incluso entonces: doloroso sentimiento de la traición, los perdidos suelen apostar por el pobresismo, que se convierte en la religión subsidiaria, la ideología menor que procede y actúa automáticamente: puede no estarse de acuerdo con los comunistas que nos humillan dictatorialmente, pero un trasfondo de identidades nos lleva a asegurar que sus dictaduras no son dictatoriales, pues están motivadas por el amor a los pobres. Para un comunista o excomunista, las dictaduras jamás son comunistas, de izquierdas, malas. Son democracias de otro signo: superior, beatificadas, orientadas a obtener lo mejor de lo humano. Así se asienten en millones de cadáveres. Si un excomunista no es ciego ante los desastres de sus excamaradas, es anatómica, biológica y sobre todo espiritualmente tuerto. Enfrentarse viril, plena, conscientemente a una dictadura castrocomunista, por ejemplo, como la venezolana, les está ontológica, metafísicamente prohibido.
Epistemológica, gnoseológicamente, desaparece en esa religión la relación forma y fondo, continente y contenido. Negar en bloque y sin distingos lo que existe, he allí su principio esencial: liquidar, destruir el sistema real en el que se nace, se crece, se desarrolla y se vive. Odiar todo lo que es. Rechazar todo lo que fue y existe. Con un solo objetivo: hacer tabula rasa de cuanto nos rodea y construir el mundo nuevo: la felicidad, la utopía, la solidaridad, etc., etc., etc., etc. Blanco o negro, Dios o el Diablo, el cielo o la tierra. No hay mediaciones. Se está poseído en cuerpo y alma, en carne y espíritu por un sistema de pensamiento y creencias totales, absolutas, absolutistas. Se es sacerdote de una religión totalitaria. Llene los contenidos hipotéticos de esa religión con todo lo que su imaginación le dicte y haya sido alegóricamente anticipado por Moisés –Marx–, realizado por el Mesías –Lenin– continuado por Pablo de Tarso –Stalin– con sus apóstoles –el Comité Central– y sus cardenales –los secretarios generales de los distintos países del orbe de los fieles– y tendrá la más poderosa iglesia roja que hayan conocido los tiempos. No por azar Stalin fue seminarista. Y los Castro amamantados por los jesuitas. Imagínese entonces los obstáculos y dificultades que enfrenta quien haya sido alto dignatario de esa iglesia y cuelgue las banderas, sus sotanas. Se vacía de identidad.
De allí la folklórica reflexión del llanero Luis Herrera Campins en conversación con uno de los marxistas más consecuentes de regreso de Damasco: exactamente como en conuco viejo siempre hay batata, “en conuco marxista siempre hay batatas totalitarias”. Se lo dijo a un hombre indudablemente culto, inteligente y sagaz, pero porfiado, tozudamente marxista hasta la misma médula de sus huesos. Que naturalmente se indignó, pues además de provenir de las filas de Acción Democrática y no de las del Partido Comunista, ya se creía un demócrata a carta cabal. Como si hubiera sido tan fácil. De allí el grave, el insoluble, el trágico problema. No luchamos contra un partido, un movimiento, un sentimiento popular. Luchamos contra una iglesia. Por zarrapastrosa, por corrupta, desalmada y delincuencial que sea. Se lo dice un converso.
Todo el mundo tiene el derecho de ser marxista, islámico, ortodoxo, liberal, libre pensador, budista zen, santero, evangélico y beato, si le apetece. O seguir cualquier otra religión, ideología o creencia que se le cruce en su existencia. Que la vida, esa realidad radical de la que hablaba Ortega y Gasset, le pertenece a cada quien, es única, personal e intransferible y tiene los días, las horas y los minutos exactamente contados. Se discute si tenemos 2,5 millones o 3.330.000 años de existencia, desde que el simio que nos precedió diera el brinco metafísico hacia lo humano. Y de ese tiempo aparentemente infinito, posiblemente estemos viviendo una cantidad infinitamente menor de supervivencia. Una sola bomba atómica disparada desde Palmira por un yihadista criado en West End podría terminar por aniquilar el frágil equilibrio cósmico que nos ha permitido llegar hasta donde estamos. De modo que en virtud de nuestra frágil, quebradiza y temblorosa humanidad, el respeto a las ideas de los otros vale, incluso, cuando esos otros andan en negociaciones para adquirir el artilugio y hacer saltar este maravilloso planeta azul por los aires.
Si bien hay límites. Por ejemplo: no es fácil andar por el mundo siendo nazi de Mein Kampf y cruz gamada. Nadie se despacha 6 millones de seres humanos indefensos y puede aspirar a convertir esa infamia en un objetivo repetible mediante un programa y un partido para solaz del capricho de unos delirantes. Si bien yo, que fui marxista leninista, prediqué la revolución, la dictadura del partido y la aniquilación de la burguesía, su sistema y todo aquello que fuera solidario con ella, sistema por cierto en el cual me criara, aún no entiendo por qué razón ser nazi es peor que ser comunista, de Manifiesto, la hoz y el martillo, si está comprobado que los comunistas asesinaron muchísimo más de 6 millones de seres humanos, devastaron regiones inmensamente más extensas que la Europa central y llegaron a dominar la mitad del planeta, tras las huestes de Stalin. Acepto la objeción de que posiblemente no hayan sido peores que los nazis. Pero fueron, por lo menos, y siguen siendo igualmente asesinos, dictadores y represores que los nazis: ni un gramo más ni un milímetro menos. Con una incomparable ventaja para los nazi: solo duraron 12 años.
Es más: si hubiera un solo país gobernado por una dictadura nazi, estoy seguro de que aunque contara con el respaldo unánime y el apoyo del 100% de su población, fuera próspero y creciera vertiginosamente –como, por cierto, sucediera con el nacionalsocialismo alemán–, estoy convencido, repito, de que el mundo le haría la vida imposible, le declararía la guerra tout court y lo exterminaría en una alianza de todos contra uno. ¿Por qué, me pregunto, siendo así, existen países dominados por dictaduras comunistas a los que no solo no se les toca ni con el pétalo de una rosa, sino que sus tiranos se reúnen en Roma con el papa, y hasta son visitados incluso por otros papas, mientras continentes enteros les rinden pleitesía? ¿Por qué comunismo sí y nazismo no?
La única respuesta que encuentro factible, después de esta vida entera observando y conviviendo con el mundo, incluso en mi calidad de marxista leninista, comunista y ultraizquierdista, es que en nuestros corazones, la maldad, la inquina, el rencor, el odio, los instintos criminales y asesinos los acaparó el comunismo, el igualitarismo, el pobresismo. Travistiéndolos en virtudes cristianas. Una sola frase inmortalizada en un sermón dicho en una montaña terminó por legitimar para siempre ese lado oscuro, perverso y tenebroso de nuestros corazones: “Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios”. Marcos, 10:25. De allí a andar persiguiendo ricos y asesinándolos, no fueran a infiltrársenos en el reino de Dios, vale decir: en el paraíso de nuestras utopías, no faltaba más que un paso. El último combate entre la aguja y el camello dejó 100 millones de muertos. Y una certidumbre intocada: ante el reino de Dios los comunistas tienen pase libre. Los nazis, ni que se conviertan en bacterias. Es perfectamente imaginable que en el cielo, sentado a la vera de Churchill esté Stalin. Hitler, ni en el infierno.
Por ello la persistencia, la bacteriológica resistencia, la insólita tenacidad y porfía con la que los principios de esa atea religión de la modernidad llamada comunismo se afinca en los más profundos y recónditos entresijos del alma de los que un día fueran –y seguirán siendo por los restos de sus días– comunistas. Así pretendan no serlo y hasta tengan medios de comunicación para reafirmarlo. Pues no se trata de una simple ideología, de un conjunto de ideas para orientarse en el dudoso universo de la política. De un manual de orientaciones, de una brújula que se toma y se deja según se avanza o retrocede, de un mapa para andar por el mundo salvaje de los hombres. De un producto desechable. Se trata de una vivencia teológica, hondamente existencial, espiritual, comprometedora en alma, corazón y vida. De un juramento que abarca la totalidad e integridad de nuestro ser. De un compromiso sacramental que trastoca para siempre los valores que nos hayan inculcado desde el nacimiento. De una experiencia mística que, al iluminarnos, nos resuelve todos los misterios, reordena todas nuestras incertidumbres, clarifica todas nuestras dudas. Se es comunista, y al instante desaparecen las dudas. De pronto se esclarecen todas nuestras sospechas. Ser pobre es bueno, ser rico es malo. Todos los pobres deben unirse y asesinar a los ricos. O empobrecerlos hasta que todos seamos igualmente miserables, igualmente abandonados, igualmente entregados al omnípodo poder del partido. Una religión de implacable y feroz vigencia. De la que, una vez asumida, cuelgan nuestras vidas de manera tan definitiva que cortar los lazos y vínculos acarrearía perder pie y quedar flotando en la nada de la desesperación y la angustia del universo. Se entra en el comunismo por la puerta grande de la sumisión total. No se sale jamás, salvo con extraordinarios esfuerzos y combates con nuestra propia conciencia. E incluso entonces: doloroso sentimiento de la traición, los perdidos suelen apostar por el pobresismo, que se convierte en la religión subsidiaria, la ideología menor que procede y actúa automáticamente: puede no estarse de acuerdo con los comunistas que nos humillan dictatorialmente, pero un trasfondo de identidades nos lleva a asegurar que sus dictaduras no son dictatoriales, pues están motivadas por el amor a los pobres. Para un comunista o excomunista, las dictaduras jamás son comunistas, de izquierdas, malas. Son democracias de otro signo: superior, beatificadas, orientadas a obtener lo mejor de lo humano. Así se asienten en millones de cadáveres. Si un excomunista no es ciego ante los desastres de sus excamaradas, es anatómica, biológica y sobre todo espiritualmente tuerto. Enfrentarse viril, plena, conscientemente a una dictadura castrocomunista, por ejemplo, como la venezolana, les está ontológica, metafísicamente prohibido.
Epistemológica, gnoseológicamente, desaparece en esa religión la relación forma y fondo, continente y contenido. Negar en bloque y sin distingos lo que existe, he allí su principio esencial: liquidar, destruir el sistema real en el que se nace, se crece, se desarrolla y se vive. Odiar todo lo que es. Rechazar todo lo que fue y existe. Con un solo objetivo: hacer tabula rasa de cuanto nos rodea y construir el mundo nuevo: la felicidad, la utopía, la solidaridad, etc., etc., etc., etc. Blanco o negro, Dios o el Diablo, el cielo o la tierra. No hay mediaciones. Se está poseído en cuerpo y alma, en carne y espíritu por un sistema de pensamiento y creencias totales, absolutas, absolutistas. Se es sacerdote de una religión totalitaria. Llene los contenidos hipotéticos de esa religión con todo lo que su imaginación le dicte y haya sido alegóricamente anticipado por Moisés –Marx–, realizado por el Mesías –Lenin– continuado por Pablo de Tarso –Stalin– con sus apóstoles –el Comité Central– y sus cardenales –los secretarios generales de los distintos países del orbe de los fieles– y tendrá la más poderosa iglesia roja que hayan conocido los tiempos. No por azar Stalin fue seminarista. Y los Castro amamantados por los jesuitas. Imagínese entonces los obstáculos y dificultades que enfrenta quien haya sido alto dignatario de esa iglesia y cuelgue las banderas, sus sotanas. Se vacía de identidad.
De allí la folklórica reflexión del llanero Luis Herrera Campins en conversación con uno de los marxistas más consecuentes de regreso de Damasco: exactamente como en conuco viejo siempre hay batata, “en conuco marxista siempre hay batatas totalitarias”. Se lo dijo a un hombre indudablemente culto, inteligente y sagaz, pero porfiado, tozudamente marxista hasta la misma médula de sus huesos. Que naturalmente se indignó, pues además de provenir de las filas de Acción Democrática y no de las del Partido Comunista, ya se creía un demócrata a carta cabal. Como si hubiera sido tan fácil. De allí el grave, el insoluble, el trágico problema. No luchamos contra un partido, un movimiento, un sentimiento popular. Luchamos contra una iglesia. Por zarrapastrosa, por corrupta, desalmada y delincuencial que sea. Se lo dice un converso.
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