La señorita Ida Tarbell fue una gran periodista estadounidense aficionada a la caza mayor. Tanto lo era que quiso colgar en su estudio la cabeza disecada de John D. Rockefeller, el fundador de la Standard Oil Co.
Miss Tarbell fue profesionalmente lo que los yanquis llaman una muckraker, alguien que remueve sin asco el estiércol ajeno y ofrece a sus lectores lo que pueda encontrar.
Por su parte, el capitalista más enigmático y reservado de todos cuantos pudieran hallarse en los EE.UU de comienzos del siglo XX quizá haya sido mister  Rockefeller. Y en lo que atañe a su vasto monopolio petrolero, ferroviario y banquero, éste se hallaba envuelto en una espesa red de maliciosas manipulaciones contables y astutos camuflajes legales, concebidos para borrar huellas y hacer materialmente imposible cualquier auditoría de los manejos de la Standard.
Pero Ida Tarbell resultó ser demasiado para John D. y sus marañas que en aquel tiempo remoto cumplían ya casi un cuarto de siglo.
En el curso de 24 meses, a razón de una entrega mensual que comenzó a aparecer en noviembre de 1902, en la por entonces muy prestigiosa revistaMcClure’s, el público americano pudo leer lo que resultó ser mucho más que la semblanza moral de un capitán de empresa. Leyeron algo mejor: un estremecedor texto de anatomía y fisiología del capitalismo monopólico propio de la época.
Las entregas aparecieron más tarde, en 1904, reunidas en un libro y bajo el título Historia de la Standard Oil Company. La edición original incluía 64 escalofriantes apéndices documentales.
Todavía hoy la Historia de la Standard Oil de Ida Tarbell se deja leer como una pieza magistral, de gran calidad documental y sobresaliente vigor expresivo, un libro que, como acertadamente dice el historiador petrolero Daniel Yergin, es «notable por su dominio de la compleja historia de la empresa, pese al limitado acceso a las fuentes que tuvo la Tarbell. Pero bajo la superficie sosegada de su prosa corría una indignada y rabiosa repulsa de John D. Rockefeller y de las prácticas cortagargantas de la Standard.
«En efecto, a despecho de su confeso apego a la fe y la ética cristianas, John D. Rockefeller emerge de las páginas del libro de la Tarbell ni más ni menos que como un depredador amoral».
“Mr. Rockefeller — quien ahora escribe es Ida Tarbell— ha jugado sistemáticamente con dados cargados y es muy dudoso que haya habido una sola ocasión, desde 1872, en que haya participado en una carrera con un competidor y jugado limpio desde la partida.”
2.-
Sin duda, el libro de Ida Tarbell contribuyó a espesar la atmósfera de escándalo y repudio general que permitió al presidente Teodoro Roosevelt solicitar una investigación de la Standard por parte del Congreso y de varias agencias del gobierno federal, en especial del buró contra los trusts, creado por la famosa Ley Sherman, la cual consagraba la libre competencia y penalizaba duramente las prácticas monopólicas.
Teddy Roosevelt anticipaba que la máquina bélica del incipiente imperio americano, en especial la Armada, no debía estar expuesta a los tejemanejes monopólicos de un único proveedor doméstico.
Por aquellos años muchos juicios locales ya habían sido entablados sin éxito contra la Standard por productores independientes que veían vulnerada su libertad de comercio por las prácticas excluyentes de la Standard, pero sin duda el más célebre fue el que condujo el legendario juez federal Kenesaw Mountain Landis.
El juez Landis llegaría con el tiempo a ser el primer comisionado nacional de beisbol de Grandes Ligas, luego del bochornoso intento de fraude protagonizado por las Medias Negras de Chicago al vender a la mafia de apostadores los siete partidos de la Serie Mundial de 1919.
Landis encontró en 1907 que la Standard se beneficiaba dolosamente de un sistema de rembolso de fletes ferroviarios que violaba la libertad de comercio de sus competidores.
El sistema de descuento ferroviario obraba deslealmente al excluir a todo productor independiente que no fuese, como Rockefeller, socio de otro caballero llamado Henry Flagler, dueño a su vez —¡adivinen!— del monopolio de los ferrocarriles.
Así, la Standard extraía crudo de sus propios pozos, en el recién descubiertooil patch del suroeste americano, o bien lo compraba a precio rapaz a productores independientes, incapaces de refinarlo in situ o de transportarlo en tren a las refinerías, muchas de ellas propiedad de la Standard.
La Standard movía el crudo y sus refinados pagando flete «amortiguado» en los trenes de su socio, el señor Flagler, lo refinaba en sus propias refinerías y lo comercializaba a precios «competitivos» en el norte y el este industriales.
En consecuencia, el juez Landis impuso a la verticalmente integrada Standard Oil Co. la pena máxima: una multa entonces sin precedentes de 29 millones de dólares.
John D. Rockefeller se encontraba en Cleveland, jugando una partida de golf con unos amigos, cuando llegó un office boy con la noticia del veredicto y la sentencia
Se interrumpió la partida para que Rockefeller pudiese rasgar el sobre enviado por sus abogados y leer el contenido en silencio. Cuando terminó de leerlo, guardó todo en uno de sus bolsillos, y volviéndose a sus compañeros comentó, invitadoramente: «Y bien, caballeros, ¿continuamos?». Pero uno de los circunstantes no pudo contenerse y le preguntó, ansioso, a cuánto ascendía la multa. Rockefeller se lo dijo y añadió, como pensando en voz alta:
—Después de muerto el juez Landis, pasará todavía mucho tiempo sin que esa multa llegue a pagarse.
Tenía razón: la Standard apeló y la decisión fue revocada. Pero el juicio más gordo todavía estaba por venir.
3.-
Esta vez el mismísimo gobierno federal se querelló con la Standard por múltiples y muy graves violaciones a la Ley Sherman, distintas al truco de los fletes ferroviarios rembolsables y «solo-para-Rockefeller».
La causa tenía entidad constitucional y eventualmente subió hasta la Corte Suprema. El veredicto hubo de demorarse porque en el curso del prolongado juicio murieron dos de los nueve magistrados cuyas plazas debieron ser llenadas antes de que, en 1909, la Standard fuese obligada por la Suprema Corte de los Estados Unidos a desagregarse, esto es, liquidar su estructura monopólica y «desconstituirse» en una verdadera pléyade de «pequeñas» Standard Oil Companies: la de New York, la de New Jersey, la de California, la de Ohio, la de Indiana, y así.
Fue un fallo histórico y una bendición para el negocio. Entre otras cosas, la liquidación del trust de la Standard trajo la posibilidad de que la innovación tecnológica jugase un papel decisivo en el negocio petrolero.
Paradójicamente, fue un equipo técnico de la Standard de Indiana el que impuso en poco tiempo el método del «craqueo», capaz de trasmutar gasoil en gasolina. El método de craqueo había sido desestimado por el antiguo monopolio Standard sencillamente porque los monopolios no tienen motivos para innovar. Al cabo de unos años, el pool de las Standards había casi multiplicado por diez sus beneficios.
Pero había sido presa de una fobia característica del negocio petrolero. Comenzó a identificar lugares donde, además de petróleo, no hubiesen jueces Landis, ni leyes Sherman, ni gente obcecada con la libre competencia como Ida Tarbell. La vocación transaccional del negocio petrolero se manifestó a los americanos bajo la forma del juicio de liquidación de la Standard.
La Gran Emigración —así la llaman algunos historiadores económicos— de la industria petrolera estadounidense tuvo su primera escala en México, donde había —y aún hay— muchísimo petróleo y un corrupto régimen dictatorial presidido por un senecto general amigo de los buenos negocios, Porfirio Díaz.
Allí dieron con un yacimiento descomunal, uno de cuyos pozos tiene nombre de película de Gabriel Figueroa: «Potrero del Llano # 4», el cual a pocos días de entrar en producción arrojaba 110.000 barriles diarios e hizo de México el segundo productor mundial de crudo en la primera década del siglo pasado.
Pero ya lo dijo Ambrose Bierce, antes de ser tragado por la montonera de Pancho Villa: «Un gringo en México, ¡qué gran manera de morir!». Muy pronto vino la Primera Revolución Zapatista y la cosa habría de ponerse turbia, muy turbia, durante las siguientes dos décadas.
Mudaron otra vez el negocio y esta vez el mejor indicio geofísico de que en Venezuela había petróleo fue el que la Royal Dutch Shell ya hubiese obtenido concesiones merced intermediarios locales.
También había un dictador, pero a diferencia de don Porfirio, Gómez era joven y no lucía a punto de caer.
Enviaron a uno de sus mejores abogados, porque el negocio petrolero no lo empiezan los geólogos, sino los abogados. El «abogado-sonda» de Shell había sido un trinitario; el de los gringos era un chamo que hablaba un castellano aprendido en México ( ¿dónde más?) y traía la expresa instrucción de no procurarse intermediarios. Le ordenaron que más bien frecuentase el cubil de Gómez y se hiciese de un lote para él mismo.
Así llegaron los gringos a un país, ya ni siquiera cafetero, donde en 1906 el general Cipriano Castro y su esposa, doña Zoila habían sido los padrinos en el bautizo de un niño llamado Arturo Úslar Pietri.