EL
NACIONAL - Sábado 04 de Agosto de 2012
Papel Literario
Ganador del 67º Concurso de
Cuentos de El Nacional
Con el seudónimo Alexandra Pnin, Miguel
Gomes presentó el cuento que resultó ganador de la edición de 2012 del concurso
de cuentos de este diario. El jurado, integrado por José Balza, Carlos Sandoval
y Gabriel Payares, destacó en su fallo que "el relato materializa una
anécdota que incorpora elementos visuales y referencias de la tradición
literaria universal, en un lenguaje no desprovisto de visos plásticos que logra
fijar reflexiones de orden estético en un marco cotidiano".
Gomes (1964) es narrador, crítico y
ensayista. Profesor de la Universidad de Connecticut, desde 1993. Ha publicado
los libros de cuentos: La cueva de Altamira (1992), Un fantasma portugués (2004); Premio Municipal de Narrativa de
Caracas), Viudos, sirenas y libertinos (2008) y El hijo y la zorra (2010).
También es co-autor junto con Carlos
Pacheco y Antonio López Ortega de La vasta brevedad. Antología del
cuento venezolano del siglo XX (2011).
El otro desierto
MIGUEL GOMES
Desde
hace cuatro o cinco días oye aquellos golpecitos.
La
primera vez, recién llegado del trabajo, intentando inútilmente divorciarse del
Museo y la tirantez que se sentía en el despacho, había salido al patio a
tomarse un agua tónica mientras se abanicaba con el periódico, porque hacía un
calor de miedo, y en el preciso momento en que iba a estirarse en la tumbona
empezó a repetirse el toc-toc, toc-toc.
Pero
no lograba captar de dónde salía. Ya le había advertido Sarah que estaba
quedándose sordo, a más no poder, sordo insoportable, de los que vencían todas
las paciencias que una mujer pudiera tenerles.
Aunque
Sarah no se había ido por eso; claro que no. Se había ido porque el cordón
umbilical lo tenía corto, cada dos o tres meses volvía a endurecérsele, a
reclamar cosas, y él tampoco sabía cómo tenerle paciencia. Vete con tu madre,
si quieres. Ella quería, no tenía él que repetírselo. Hacía las maletas en
cuestión de minutos, la de ella y la de la niña. Vete a pasar una temporada con
tu madre, si quieres, y apenas acababa de sugerírselo ella estaba a punto.
Vuelvo
en un par de semanas.
Pese
al potencial descuento no compraba pasaje de regreso, para no sentirse
presionada; decía que ya le avisaría cuándo iba a regresar; tal vez antes del
16 de agosto, porque tenía una cita ese día; pero segura no estaba. Total, su
madre se sentía sola, allá en el apartamento de Filadelfia: el marido se le
había muerto hacía dos años; Victoria, la hermana mayor de Sarah, se había
mudado a Austria por exigencias de la empresa; y Filadelfia, estaba visto,
podía ser un poco abrumadora. Sí, Sarah, ya lo sé, contestaba él y enseguida se
ofrecía a llevarla a la terminal de autobuses, para acabar de una vez. Eso, luego
de la riña de la mañana, que se confundía con la de la tarde y empezaba a
parecerse a la de anoche y anteayer. Eran preferibles esas riñas a las oleadas
de silencio que a veces se prolongaban durante quincenas.
Estaban
aburridos el uno del otro; había que aceptarlo. No se lo decían; jamás metían
esos ascos dentro de unas cuantas palabras; para qué amargarse más confesándose
que se amargaban, ¿no? Así que él se ofrecía a llevarla a la terminal y Santas
Pascuas. Adiós a la mujer Sarah que se va, adiós a la chiquita Mackenzie que se
va, pórtate bien no molestes a tu mamá ayúdala y ella sí papa pórtate bien tú
también. Él le reía la gracia (cuántas veces no lo había hecho: las gracias se
repetían como las letras de las canciones que enseñaban en la guardería,
después en el jardín de infancia, después en el primer grado, después en el
segundo), le reía la gracia y se despedía de sus dos mujeres mientras les daba
el pasaje que había ido a pagar en la taquilla, veía a Sarah entregarle la
maleta al conductor que ayudaba a los pasajeros que venían cargados, veía a
Mackenzie agitarse en el adiós, veía a una y a otra despedirse de él, Sarah sin
efusiones, hasta que ya no las distinguía en los vidrios ahumados del Greyhound
que tosía, se movía, arrancaba. Veía a la hija, a la madre, el autobús, los
bultos irreconocibles de los otros pasajeros en el interior. El Greyhound salía
de la terminal y él se quedaba solo, sintiéndose culpable de no echarlas de
menos; un poco a Mackenzie, sí, pero estaban entrenándola para ser mujer, mujer
en entrenamiento: la madre se la llevaba a ver a la abuela, hijas madres
abuelas en Filadelfia, lejos, por unos días, sin el qué insoportable está
poniéndosete la sordera, vete a revisar con el otorrino o con el audiólogo: ese
aparato lo debes de tener lleno de cera, no sabes ni lavártelo; ¿cómo haces en
el Museo?; ¿oyes lo que te dicen los empleados? Sin eso.
Anoche
no me dejaste dormir nada; roncas como una morsa. Sin eso. Cerré la puerta de
tu cuarto y todavía oía los ronquidos; por Dios, aprende de una vez a dormir
boca abajo, a ver si te civilizas. Sin eso. Sin las irritaciones constantes,
los clavos en que se había transformado la convivencia. Desde el año pasado
tenía cada uno su dormitorio, con la excusa de los ronquidos. Convenía para no
recitar lo demás. Nada terrible; nada que no pasara en algún momento en
cualquier matrimonio, aunque saberlo no lo consolaba; más bien, las
certidumbres le resultaban como masticar polvo cuando eran como esa: una idea
que nada traía consigo a no ser la impasibilidad perfecta. Una conformidad sin
tacha de roca que lleva sol en el desierto: las de Atacama, que al entrar en la
oficina ve en el póster que tiene Sebald. En cierta ocasión le preguntó de
dónde lo había sacado. En el tono de canto llano que ponía cuando no estaba de
ánimos para socializar, Sebald le dijo que en su juventud había recorrido
Atacama, de camino a la Patagonia. Los desiertos y las tundras de Sebald: con
los compañeros de trabajo tendría material para entretenerse, si se sintiera
con energías.
Van
cuatro días, quizá tres, desde que regresó de la terminal. Y cada vez que pasa
al lado de los cubos de la basura siente el toc-toc, el golpecito, dale que
dale. Toc-toc-toc. Una de las peores cosas de no oír bien es oír sin oír, saber
que hay un sonido por allí, colgado en el aire, y no de dónde ha venido.
El
aparato no está obstruido de cera, como refunfuñaba Sarah, pero sin duda no
funciona. Abre el cubo de la basura y no encuentra nada. Le echa un vistazo al
de reciclaje y ve los trozos de cartón y las botellas de siempre. El otro cubo,
de aluminio, no lo usa sino para sacar hojas en el otoño, así que ni lo mira,
porque debe de estar vacío. Pero el golpecito a estas alturas se ha
desvanecido. Hace mucho tiempo (esto puede medirlo porque recuerda que Sarah
había estado de buen humor toda la tarde y habían pintado juntos la glorieta;
Mackenzie no había nacido, ni siquiera la necesidad de concebirla: Columbia no
era un mal recuerdo), hacía mucho que habían descubierto un ruido similar, más
seco, que los había intrigado por horas. Venía de algún rincón del patio.
Cuando se acercaban, se detenía. El rincón pronto se hizo más preciso: uno de
los laterales de la casa. Sarah no cabía en sí de la alegría cuando estuvo
segura del detalle (inflaba los pequeños éxitos, a falta de otros). Pero nada
se volvería a oír mientras ellos estuvieran allí, a la expectativa. Al día
siguiente, muy temprano, sabrían qué había estado pasando. El sol apenas salía
y era esa hora del sábado en que nada los forzaría a separarse de la cama, los
ojos entrecerrados, los cuerpos abandonados al enredo de sábanas, piernas.
Tac-Tac. Exactamente: un Tac-Tac mayúsculo. Qué carajo (sin estar del todo
consciente él hablaba en su propio idioma, que Sarah entendía a medias), qué
caraj... Abrían los ojos, mirando al cielorraso, y la imagen era indescifrable,
no encajaban los elementos: estuco blanco; estuco blanco agujereado; agujero;
encima de nosotros; estuco blanco; una garra de algo; no, qué garra ni qué
garra; eso es un pico. En pico se quedó.
Y
hete aquí que por el agujero abierto en el cielorraso de su dormitorio, encima
de la cama, se asoma un jodido pájaro carpintero. Solo la cabeza. Cuando los
vio, el bicho se asustó tanto como ellos dos se habían desconcertado. No
faltaba más, desapareció. El resto del día se lo pasaron entre ataques de risa,
llamando a los de Terminix a ver si ellos se encargaban de esos pajarracos o si
había que contratar a alguien más. Era demasiado grande para los de Terminix,
pero de ellos recibieron el número de teléfono apropiado. Al parecer, anidaba
en el ático, adonde nadie había entrado (para hacerlo, se debía uno colar por
una portezuela del armario de pared; ni Sarah ni él cabían). El exterminador
vino, entró por allí quién sabe cómo, porque era un hombrón, y al cabo de una
hora salió con el carpintero (o la carpintera) y sus huevos en una jaula. Pero
el agujero quedó allí, un enorme punto negro en el estuco blanco del
cielorraso. De eso no se encargaba el exterminador, naturalmente. La
responsabilidad era de él, el hombre de la casa. No lo hizo; no tenía la fuerza
ni la voluntad. Un simple punto negro. Justo encima de ellos; cuando se
acostaban y lo miraban, Sarah se lo recordaba: ¿cuándo piensas taparlo? A veces
le contestaba algo así como ya lo haré, mujer, cuando tenga un rato libre.
Aunque la mayoría de las veces no había en realidad otra respuesta que no fuese
el encogerse de hombros casi imperceptible entre las sábanas y la distracción
de un cielorraso que había que contemplar como si fuese el cielo estrellado en
las noches de luna llena (lo habían hecho de más jóvenes: ahora no recuerda si
en una playa de New Jersey, cerca de Wildwoods, o en Jones Beach, más prosaica,
bulliciosa, pero a la mano en aquella época). Encogerse de hombros, en silencio,
para mirar aquel hueco arriba, cuenca vacía de un ojo que alguien había sacado
sin que por ello dejara de mirar, petrificado.
Mirada
que no cejaba cuando dormían ni cuando despertaban. Ese ojo lo sabía todo sobre
los dos y por eso no estaba allí. Lo había seguido a él cuando cambió de cama.
Toc-toc
el ruidito del patio, que casi se ha desvanecido.
No
es tac-tac, sino toc-toc, más suave; podría decirse que delicado. Vuelve a
abrir el cubo de la basura, donde sólo hay (sorpresa) bolsas de basura. Vuelve
a mirar en el del reciclaje, con las mismas hojas de cartón y la misma botella
de plástico (sin la niña en casa se ha detenido la orgía de leche). Los
golpecitos han cesado y no es posible situarlos; mucho menos para él, sordo a
más no poder; irritantemente distraído cuando su mujer le hablaba. ¿Qué? Sarah
subía la voz. ¿Qué? Ella explotaba, gritaba: ¿cuántas veces tengo que repetir
las cosas? Esto cansa. Cansa. Cansa.
Al
segundo cansa, él se había desconectado, por supuesto, porque sabía que se
trataba de una procesión desagradable de un tema a otro; aquello no iba a
acabar bien. La costumbre de salir a caminar o a correr se había iniciado
durante los primeros enfrentamientos; él jamás había tenido nada de deportista
ni la salud lo obsesionaba, pero los cuarenta minutos que a veces les dedicaba
a los alrededores, barrio arriba, por las colinas, barrio abajo, hasta llegar
casi a la autopista, lo mantenían (es curioso) vivo, incluso en los parajes más
arriesgados, en ciertas curvas donde no se podía adivinar si saldría un auto de
la nada. En ocasiones había tenido la fantasía de una muerte repentina: bum,
golpe asesino en la vía, quedarse por allí tirado en el asfalto y el último que
apague las luces. Sería fácil. Al peligro de ser arrollado se añadía el de las bajas
de tensión; aunque no costaba solucionarlas con los caramelos que llevaba
siempre en el bolsillo. Mejor echar los bofes en el intento que quedarse en
casa, presa de un tercer cansa. Un cuarto.
Y
los demás. Cuando corría en verano la garganta se le astillaba; la saliva lo
hería. Lo que tenía por delante era un Atacama rojo; más seco o abrasador que
el visitado por Sebald en su juventud. ¿Sabías que de noche se oyen en ese
sitio explosiones constantes? Las sílabas monótonas del contador apenas se juntaban
para armar frases.
¿Cómo
que explosiones? Desde la puerta del despacho Sebald respondía hecho un
prodigio de lentitud y entusiasmo cruzados; rarote, de verdad, pero eso era el
Sebald: explosiones, sí; las temperaturas son tan altas durante el día y bajan
tanto de noche que las rocas de Atacama estallan. Cuesta dormir en esas
condiciones. Igual que costaba respirar cuando Sarah andaba de mal humor e
insinuaba a cada paso que mejor estaría donde su madre. Es verano y ella se
deprime mucho en verano. Él pensaba: ¿tu madre o tú? Pero se abstenía de soltar
una pregunta así, porque tenía las de perder. La suegra había enviudado por
aquellas fechas, eso le constaba; no obstante, para creer que la única razón
del viaje a Filadelfia eran los bajones de la madre había que ser tonto. Sarah,
a cierta altura de aquellas conversaciones, añadía, como por descuido: aquí no
está pasando mucho; la niña se aburre. Él pensaba: ¿la niña? Sarah lo miraba
como se miran las calles que no llevan a ninguna parte.
A
ti el trabajo te mantiene bastante ocupado; con Mackenzie fuera del colegio por
dos meses yo debería al menos buscarle algún tipo de entretenimiento. Estando
en Fili la llevaré al Acuario; mamá se las arreglará para juntarla con las
vecinitas, tú sabes, las gemelas (no, él ni tenía idea de quiénes eran las
tales); mamá apuntó a Mackenzie incluso para las actividades de verano de la
Biblioteca, tú sabes, las mismas del año pasado (tampoco se enteraba él: el año
pasado no las había acompañado a Filadelfia, que no pisaba desde hace un
lustro, cuidado si más; probablemente desde que a Sarah le vino la crisis por
el despido de Columbia). Sebald no dejaba de silabear sus frases áridas, de
gente que no quiere hablar.
Carajo,
Sebald, qué lento que vas, me estoy poniendo viejoviejo-viejísimo mientras
hablas, hombre, escupe. Esto no se lo habría dicho nunca, pero ganas no le
faltaban mientras lo observaba, mientras le veía los movimientos de la boca a
ese individuo que se le volvía desconocido, el tipo del despacho de al lado, el
que llevaba las cuentas, sujeto de sumas y restas, qué remolón. Sin quitarle la
vista de encima a Sebald se metía más adentro en sus pensamientos de contador,
de turista en desiertos, sus pensamientos, su cabeza que era como un mar calvo
sin una crestita, oye, sin una ola, ni espumas. Le hablaba un desconocido que
coleccionaba desiertos: Atacama era sólo uno de ellos; tenía fotos encima del
escritorio, pero no eran de parientes ni de mascotas (como ocurría en el caso
de la secretaria, que nunca había sido madre y se había llenado de perros
falderos): Sebald coleccionaba imágenes de sus paseos por el Mojave, por el
Sahara, por el Kalahari, por buenas tajadas del Cercano Oriente, sin saltarse
el Taklamakán (¿Takla qué?), y también por eriazos menos prestigiosos o
siquiera reconocidos en tal categoría, como los del centro de España o alguna
de las rocallas que pasan por islas del Mediterráneo. ¿Cómo es que hayas
viajado tanto?, eso sí se lo preguntó en una oportunidad. Sebald lo miró
distante, desde la cima de alguna de sus dunas: el Cuerpo de Paz, dijo. Y dijo
también algo así como UNESCO (pero que no lo era), para agregar enseguida que
el resto había sido por su afición al ecoturismo.
Sebald
era un espantapájaros que se encargaba de la contabilidad en el Museo, el bicho
raro, en cierto sentido su subordinado, y no tenía pies ni cabeza buscarle
sentido a una vida que no era la propia, una vida más ajena que cualquier otra,
la de Sebald, con sus lentes espesos, los cañones rojizos de la poca traza que
tenía para afeitarse y aquel nudo de corbata que parecía un garabato.
Pero
nada de eso le dijo antes de regresar a sus asuntos, que bastante complicados
estaban con la exposición de Hiram Powers y la estatua que les faltaba,
absoluto mal negocio que había ido de obstáculo en obstáculo desde que se hizo
la petición oficial. Los de la Junta Directiva habían propuesto una muestra de
Munch: tratar de reunir cuadros de las colecciones nacionales. Como estaba de
moda por el robo de uno en Europa, a lo mejor llamaría la atención y les
permitiría, por fin, desviarse de la quiebra que se insinuaba desde el año
pasado. Período difícil: la frase era preferible, al menos para los empleados.
En vez de acatar la idea de Munch, él se había empeñado en la de Powers, porque
ya tenía varias estatuas apalabradas: La última de su tribu, La esclava griega
(a ver si eso no atraería público), El niño pescador, California, América. De
los bustos imaginarios de cierta importancia, le faltaba uno, la Proserpina que
estaba en el Glencairn. Pero estos de Pennsylvania se ponían duros con los
papeles y pedían una barbaridad, mandaban por correo prolijas listas de
retribuciones, con un intercambio de piezas que a él le parecía que los dejaría
pelados una vez acabada la exposición de Powers.
Hoy,
sábado sin mujer ni hija, ha salido al patio. El sol le parte la piel de la
frente, como sucede a estas alturas del año si no se pone la gorra. Le da
pereza regresar a la casa para buscarla, ahora que se siente dispuesto a
entregarse a faenas postergadas por tantos problemas de trabajo. La soledad le
da las energías de las que se sentía exento. Nada del desorden de guardería
perpetua ni de riñas.
Una
soledad pura, no la que agrede cuando alrededor hay gente que no para de
fregar.
Sarah
le ha machacado desde abril que debía salir a ocuparse de la hierba, que seguro
que tenía gusanillos porque estaba marrón aquí y allá; en más de un tramo se
había muerto, incapaz de resistir las bajas temperaturas. Y tú muy bien sabes
que eso tiene que hacerse antes que comience el calor; el sol es fatal para
recuperar el césped.
Lo
sabía, pero las presiones del despacho le succionaban el vigor. Algunos días
después, Sarah bajaba en picado y se le desviaba a sólo unos centímetros del
cogote: que te he dicho que pasan las semanas y ya tenemos la primavera aquí y
tú no haces nada con el césped; caramba con lo holgazán que te has vuelto. Él
no iba a mirarla luego de recibir la descarga; se encogía de hombros y seguía
de largo al estudio, porque tenía que contactar a los de Pennsylvania, que eso
del Powers era más difícil de lo que todos se pensaban y si se caía la
exposición iba a enfangarse con la Junta Directiva, a la que le había prometido
que tendrían la estatua del Glencairn para finales de septiembre, y hasta la
publicidad había empezado a hacerse. Entonces Sarah, en la siguiente ronda
kamikaze, venía a estrellarse contra él luego de vaciarle las municiones en el
pellejo: estamos en junio y esa mierda de césped se perdió; el año que viene te
toca, ya no cubrir los claros, sino rastrillar la porquería marrón y los
hierbajos para sembrar de nuevo; manganzón trabaja triple. Y todo porque no
tienes más vida que ese triste museo de provincia del que nadie se preocupa
sino tú, si-no-tú. A eso no podía contestársele; él se iba a otro cuarto;
buscaba a Mackenzie en la sala de estar, la despegaba del televisor y se
sentaba con ella (que protestaba) para ayudarla a hacer los deberes del colegio
y leer el libro asignado, un folletito, en realidad, sobre la tala y la quema,
sobre la erosión. A ver si puedo explicárselo a esta niña.
De
hecho, lo habría conseguido, si no continuara el serrucho de su mujer
mordiéndole la corteza cerebral, desde muy lejos, al fondo de la casa o en la
cocina o en el sótano mientras hacía la lavandería. Estamos en junio y esa
mierda. Dale. Estamos en junio y se perdió. Dale.
Estamos
en junio y en junio estamos. Dale. Dale. Esa mierda se perdió.
--¡Ya
calla, imbécil, que la niña está haciendo la tarea! Le temblaban los puños;
sentía que algo le saltaba debajo de la piel: tardó un poco en darse cuenta de
que eran las venas hinchadas, azul variz, azul venenoso. La rabia en esos
instantes era un órgano que cumplía con sus obligaciones.
Un
llantito lo sacó de aquel estado: tenía al lado a Mackenzie, con el libro abierto
y ojos que lo miraban con terror mientras las lágrimas, los mocos, le bajaban a
la barbilla. Sarah, que había estado lejos, se materializaba allí, convertida
en el Ángel de los Desamparados: --¡Animal, qué alaridos son esos! ¡Mira lo que
le haces a la niña! ¡Que sea la última vez! Y se la llevaba al cuello, mientras
la tranquilizaba no sabía él con qué argumentos; es probable que los de la
sordera: no te asustes, que tu papá está quedándose sordo y los sordos gritan.
Algo
así sería.
Hoy
el sol le parte la frente.
Es
sábado de jardinería y él espera olvidar sus errores raspando el césped
primero, luego cubriendo con tierra nueva el trozo raspado, finalmente
esparciendo semillas y fertilizante. Un remiendo aquí, otro en aquel claro,
hasta quemar varias horas, transpirar, mojar las camisetas penitenciales de amo
de casa (amo de patio) que por suerte oye aún trinos de pajaritos (apagados),
algún graznido de gaviota y el zumbido de las abejas que le rozan la nuca. Nada
más, porque los vecinos son discretos. Muy de vez en cuando un auto en la
calle.
Para
esa tranquilidad se vive en los suburbios. Si los remiendos en la hierba no
prenden, como vaticinaba Sarah, si las semillas no germinan, pues entonces que
todo se quede igual.
Ve
que uno de los viejos cubos de basura, desde hace un par de años reservado para
los quehaceres de jardinería, está destapado. Recoge la tapa y se acerca al
cubo, que puede servirle para echar las malas hierbas que va encontrando.
Moverlo
no es tan fácil: le llega casi al pecho, y es de aluminio, como los hacían
antes. Cuando mira adentro, nota algo extraño, que no son restos de las hojas
del otoño, ni ramas.
El
cubo está vacío, excepto por dos grumos en el fondo. Dos bolas rojizas.
Inmóviles.
¿Qué
carajo?: sin Sarah en casa, nada lo separa de su propio idioma. Pero está lejos
de meditar en eso, que da para dos o tres pensamientos inconexos, uno detrás de
otro, como vistazos accidentales a un espejo.
Lo
que tiene dentro del cubo es más importante; más repugnante también.
Solamente
en inglés sabe cómo se llaman esos animalitos: chipmunks. El nombre no podría
traducirlo y tampoco se lo había planteado hasta esos momentos. ¿A quién le
interesa distinguir una ardilla de otra? Los dos cadáveres son menudos,
listados de blanco y negro, con una cola corta, delgada. Ha visto chipmunks con
frecuencia en su patio y en los ajenos; los ha encontrado en la calle y las
carreteras, aplastados por conductores que no se resignan a frenar o que no se
enteran de que los arrollan. Pero nunca ha tenido chipmunks tan cerca. Los ojos
cerrados, la boca abierta y, afuera, algo como un colgajo haciendo de lengua.
Ya
no es cuestión de asco, sino de sorpresa. No lo toma desprevenido haber
encontrado los cuerpos (y las moscas que zumban alrededor), sino entender qué
había causado los ruidos en el patio durante... ¿cuántos eran: cinco días?,
¿una semana? Imagina la lenta agonía, los intentos frustrados por salir del
cubo. Toc-toc. Resbalones por las paredes lisas; golpes; el hambre y, sobre
todo, las temperaturas del verano en un cubo de metal al sol desde las seis de
la mañana hasta las nueve de la tarde. Una ardilla había caído primero; otra le
siguió los pasos para encontrarse en la misma trampa. Quizá la segunda se había
propuesto ayudar a la primera y no había hecho más que acompañarla en la
aflicción. Había una rama encima del cubo: tal vez hubiesen caído juntas desde
ahí; en varias oportunidades había visto chipmunks correteando, persiguiéndose
por los robles.
Siempre
había que vencer la tentación de figurarse que jugaban; probablemente luchaban
por las bellotas, el territorio o la hembra. Imposible saber qué motivaba los
saltos, los zigzags. Ahora, la muerte.
Como
en otras ocasiones en que se ha tropezado en el patio con cardenales o topos
fulminados, se pone los guantes de jardinería y coge el cuerpo por el apéndice
que le parece menos abyecto; en este caso, la cola. Saca el primer chipmunk y
lo tira en una de las bolsas entreabiertas que hay en el cubo de la basura,
espantando moscas con la mano que le queda libre. Cuando coge el otro y está a
punto de repetir la operación, siente como un temblor en la mano, que enseguida
se repite, se hace intenso.
Con
pavor contenido, suelta el roedor. El cuerpo cae sobre la hierba y allí se
retuerce una, dos veces más, hasta que de la resurrección queda un espasmo
leve, casi imperceptible, en los labios. Los dientecitos al descubierto.
Nunca
ha reflexionado en la eutanasia, palabra que exhuma de los periódicos y ventila
en el patio, sintiendo que el calor comienza a apretar, que todavía tiene por
delante tareas postergadas desde hace meses.
Sería
un acto de compasión rematar al chipmunk. Pero debe ser rápido; no equivocarse.
Se
le ocurre echar mano del rastrillo e imaginar cómo volverse un jardinero
Kevorkian.
El
fulano doctor, por cierto, ha salido de la prisión hará unos días; los
familiares de los pacientes a los que ha ayudado a suicidarse retiraron sus
cargos. O será que el hombre se ha portado bien tras las rejas.
No
recuerda qué decían los titulares: tiene la cabeza congestionada de ideas,
opiniones a medias. Trata de convencerse de que hay lástima también.
Un
rastrillo perforará y cortará, pero nada le asegura que interrumpa de una vez
el sufrimiento.
Coge
del suelo una piedra seis, siete veces más grande que la ardilla. Levanta los
brazos y, con toda la fuerza de la que es capaz, descarga un golpe. En el
audífono le resuena el tac del choque; ha oído, o se lo imagina, el chasquido
del cráneo aplastado, confundido con la hierba, la tierra.
Con
dos dedos enguantados vuelve a agarrar la cola, ahora definitivamente inmóvil.
En el breve trayecto que va del lugar del suceso (sigue leyendo el periódico,
intentando recordar el rostro de Kevorkian en una foto), en el breve trayecto
del lugar de la pedrada al cubo de la basura contempla el amasijo irreconocible
en el que se ha convertido el animalito. Lo suelta, lo ve desaparecer entre las
bolsas de desperdicios y tapa. Mañana por la noche pondrá el cubo en la acera;
el lunes, muy temprano, vendrá el camión que recogerá la basura con sus
bondades mecánicas: un brazo de metal aferrará el cubo, lo levantará para
verterlo en el interior. Muerte, mierda, bolsas, trastos inservibles.
Ha
transcurrido una hora o más desde que se ha prometido trabajar. Pone manos a la
obra (cambiando de guantes: nunca más podrá usar los anteriores, que echa
también en la basura). Rastrilla hierbajos secos. Rocía veneno para los gusanos
(grubs: esa es otra palabra que solo había necesitado en este país). Veneno,
rastrillo. Después, semillas de hierba. Riega con paciencia, evitando que se
formen corrientes que arrastren las semillas. Fertiliza: bolas diminutas de
colores, como si adornara pasteles de chocolate. Tiene hambre. El mediodía está
imposible y no ha podido más que arreglar un par de claros en el césped.
Tiene
que tomarse un descanso cuando siente que le baja la tensión. La vista se le
llena de puntitos negros y sabe que está en el límite de su resistencia. Así se
presentan: Y así: En la casa, se prepara un vaso de agua de azúcar y se acuesta
en el sofá, a esperar que se le pase. Al principio piensa que está solo y que
si le viene algo serio nadie va a ayudarlo. Sarah lo haría, pero aprovecharía
para regañarlo. Torpe que eres con este calor quién sale a hacer jardinería ya
te dije hace meses que el césped se tiene que preparar en la primavera al
principio de la primavera no en pleno verano torpe que eres ya te lo dije te lo
dije ya. Él casi farfulla: para qué carajo oír si lo que hay que oír es una
mujer como la mía. El azúcar empieza a hacer efecto, con tránsito de
temperaturas y ánimo; ahora Mackenzie jugaba en el patio (a ella sí podía
imaginarla siempre; más bien, debía hacerlo): a la pelota, a las muñecas, con
el hula hoop o como se llame. La arena retrocede cuando ella está en el jardín,
pero no dura mucho rato el espejismo. Sebald, ¿cuál era el desierto al que
fuiste cuando estabas en el Cuerpo de Paz? El contador lo mira con cada uno de
los grados de su miopía: Atacama. Enseguida se da cuenta de que Sebald no lo ha
entendido: no, ese no; el otro.
Sebald
está ahora perplejo: ¿cuál otro? Los demás los visité cuando dejé el Cuerpo de
Paz.
Sebald
se deshace en ecos.
Repuesto,
almuerza. Entre los empleados del Museo, Sebald era el que menos tenía que ver
con la organización y la programación propiamente dichas. Pero, al estar a
cargo de las cuentas, no evitaba de vez en cuando opinar. Hasta él había
expresado su desacuerdo con el plan de una exposición de Powers. A Munch todo
el mundo lo conoce; si se hiciera, tendríamos casa llena y se triplicarían las
entradas. Este año es de sequía; si seguimos así, nos espera la quiebra. Sebald
sonreía mientras traía a remolque lo que pensaba. El tono de voz no era
amedrentador; más bien, persuasivo. Por eso se lo toleró. Además, era tan
ridículo oírlo hablar de arte: el muy bestia no sabía ni pronunciar Munch; unas
veces le salía con una che como la de cheque; otras, convertía la u en una o
como la de monje. Lo cierto es que, entre bocados, comienza a preguntarse si el
contador, con lo poco que sabía de arte o los intereses de los usuarios de un
museo, no había tenido razón. Igual que la Junta Directiva. Lo de Powers a él
le había parecido factible durante meses, luego de las conversaciones que había
tenido con los de la Addison, con los de la de la Universidad de Rochester, con
los de Harvard.
Los
de Yale habían sido también amables; prometían ceder piezas sin complicarle la
vida. Había puesto la Proserpina en la publicidad porque los del Glencairn
empezaron igual de corteses. Luego cambiaron de parecer, exigieron el oro y el
moro con CC a los demás museos (el error era suyo, por haber enviado una carta
electrónica con la dirección de todos). Nadie recordaba, de pronto, los
términos iniciales de negociación, competían a ver quién era más quisquilloso.
Eso por un lado; por otro, las preguntas insistentes de la Junta; los
comentarios desolados que hacía Sebald cuando tocaba a la puerta con números;
los aullidos de Sarah cuando había luna llena. La oscuridad en pleno verano.
La
cabeza como una roca de Atacama.
Crac:
se la imagina.
Se
ha quedado dormido y ha soñado, tal vez, con la foto que le habían sacado a
Hiram Powers al lado de la tercera versión de Proserpina.
¿Tenía
anteojos? Proserpina, no; Powers, tampoco; Sebald, seguro que sí. Contador
neoclásico en blanco y negro, orgulloso al lado de su obra.
Aquella
foto había planeado ampliarla y ponerla a la entrada de la muestra.
Ahora
presiente que no habrá muestra.
Pero
no quiere columbrar las consecuencias profesionales; a su edad, no las tendría
consigo.
Mira
el reloj: son las cuatro.
Entre
quedarse en casa un sábado por la tarde rumiando en un desastre inminente y
salir a correr para sudar la mala suerte, se inclina por lo segundo. Ya tiene
puesta la ropa de gimnasia; coge las llaves y cierra las puertas, aunque en un
vecindario tan apacible no hay motivos para preocuparse: a todos los ampara el
aire acondicionado, y más con un bochorno como el de hoy.
Entra
al dormitorio de Sarah, porque el armario de los zapatos sigue allí. Algún día,
piensa, tendrá que acabar de llevarse sus cosas al estudio, donde tiene ahora
su propia cama, dos o tres perchas y una mesita de noche, camuflada con libros.
Mientras
se pone los tenis que reserva para las caminatas, nota un punto verde en la
mesa de noche de su mujer.
Sarah
se ha dejado la agenda.
En
un arranque de curiosidad, se acerca y la coge. Un vistazo le revela distintas
entradas, en tinta azul o roja. Tienen que ver, invariablemente, con Mackenzie:
reuniones con la maestra; citas con la dentista o la pediatra. Un último apunte
está aislado y parece la única entrada en el futuro. 16 de agosto: Michahell
& Dante.
Aquellos
apellidos le llaman la atención; no le suenan de nada, pero baja las escaleras
presintiendo que sí. No resiste la tentación y enciende el HP, que lo desespera
con su lentitud. Hace tiempo que no miraba la red sin otro propósito que no
fuera la muestra de Powers.
Google
le da la respuesta que no había estado buscando. Es un anuncio sencillo:
Michahell y Dante
especialistas en
divorcios
Aunque
no le parece suicida salir a hacer ejercicio luego de la baja de tensión en el
patio, tampoco se le olvida la botella de agua. Le pone una cucharada de azúcar
y la agita. Sale de casa.
Normalmente
camina para calentar el cuerpo; hoy no lo necesita. A los pocos segundos está
corriendo.
En
el vecindario no hay aceras; es uno de los lujos del suburbio: nadie espera
caminantes. Él se mantiene cerca del césped de las casas, sin pisarlo. En
algunas ocasiones, para distraerse, ha estudiado las fachadas; hoy no lo hace,
porque no le interesa. Trata de concentrarse en su respiración, en el calor, en
la sensación de tener el sol de las seis de la tarde en el cuello.
Siente
hojillas en la piel, heridas ínfimas que no van a cicatrizar.
El
terreno deja de ser plano.
Sube
por una cuesta que conoce de otras tardes en que ha salido a correr. Media
milla y hay cada vez menos fachadas, puertas, posibilidades de encontrarse a
alguien que esté afanado en la jardinería o regaderas que lo rocíen. El
tránsito se vuelve más esporádico; si abajo es escaso, aquí, en las alturas, le
parece inexistente. Pese a la arboleda y los hierbajos, se figura atravesando
un póster de Sebald, capturado in fraganti en un acceso de ecoturismo y rarezas
de contador mal de la cabeza.
La
respiración empieza a entrecortársele; el pecho le duele. A chorros, el sudor
le resbala por la cara; tiene la camiseta adherida a la espalda, los
calzoncillos hechos una esponja.
Puntos
negros: el horizonte se forra de ellos. Así: Se detiene para sacarse del bolsillo
la botella de agua. Le cuesta incluso desenroscar la tapa y nunca acabará de
hacerlo: de la curva surge un repentino soplo de brisa roja. Ocurre demasiado
rápido; el acontecimiento es del tipo que solo se entiende al cabo de los años,
si uno sobrevive.
El
audífono, tal vez obstruido de cera, no le avisa a tiempo la cercanía del
Honda.
El
sol de las seis de la tarde puede ser el de las tres o el mediodía: se alumbra
solamente a sí mismo.
Y
más puntos negros; una pared: Una hora después (era casi imposible saber si, en
efecto, la hora había transcurrido) estaba sentado en una roca, cerca del
barranco. No tenía idea de adónde había ido a parar la botella de agua. Se
había recuperado de la baja de tensión con lentitud, intentando no moverse, a
menos que fuese necesario.
Hacía
poco empezó a recuperar la lucidez. Esta le decía que aquel desgarrón en la
camiseta se lo había hecho el auto. ¿Cómo sabía que fue un Honda? Porque era
idéntico al que había tenido Sarah durante una época. Lo vendieron cuando ella
se quedó sin trabajo.
La
camiseta se había quedado enredada en algo que sobresalía de la puerta; tal vez
el espejo retrovisor de la derecha. El conductor, sombra al volante, ni
siquiera desaceleró: siguió su camino como si no se hubiera percatado de que casi
le pega a uno de los atletas del suburbio.
O
como si se le hubiese cruzado un animalito al que daba igual estampillar contra
el asfalto.
En
las películas sobre la Legión Extranjera (aquellas de Beau Geste; incluso sus
parodias), los soldados perdidos en el Sahara se arrastran por las arenas,
moribundos, con las piernas inmóviles, a fuerza de brazos y acaso de instinto.
Él no sabía exactamente cómo había llegado hasta la roca; tampoco de qué manera
había conseguido sentarse encima.
Le
parecía que estaba vivo y que, aparte de dos o tres raspones y la camiseta que
quedó inservible, no le había pasado nada.
Mira,
desde allí, el vecindario del que ha salido. La distribución de las casas es
regular, interrumpida a veces por un bosquecillo o el crecimiento abrupto de
robles, abedules. Varias tienen piscina. Es una imagen miniaturizada por la
distancia, pero cree distinguir a un padre ocupado en la parrilla; una
humareda; niños que se persiguen por el patio.
Sarah
había trabajado durante años para la Oficina de Estudios en el Exterior de
Columbia. Un día decidieron reducir el personal y, aunque compensándola, la
dejaron lo que se dice en la calle. Ella nunca se recuperó de la impresión.
Trató de buscar empleo en otras universidades, pero el trabajo de él en el
Museo no les daba mucha flexibilidad para mudarse. Entonces quedó embarazada y
vino Mackenzie.
Nada
volvió a ser como antes.
El
doctor le sugirió a Sarah que no condujera. Los medicamentos que le recetaba no
eran compatibles con el volante, había sentenciado. Por eso, en realidad,
vendieron el Honda.
Es
curioso: ahora tiene la impresión de que había podido leer la matrícula del que
casi se lo lleva por delante. MUNICK, decía. ¿O sería MUNCSIC? Si lo oyera,
hasta Sebald se reiría.
Empollando
la roca, con una sed que le agrieta la garganta, atina a pensar que nunca le
había dicho a Sarah que sentía lo de Columbia. Había estado con ella todo el
tiempo; sin duda había intentado calmarla; pero no llegó a expresarle nada
parecido a la congoja. ¿Cómo acompañarla en ese sentimiento sin que el intento
se diluyera en frases comunes? Recuerda una lengua limosa: con eso había
intentado hablarle, sin decirle nada. Jamás abandonó a su mujer, se repite
mientras fija la vista en las casas de abajo, cada vez más lejanas, envueltas
en un silencio total, que poco tiene que ver con su sordera. Vecindario remoto,
al que ninguna pieza le falta.
El
sol es un agujero negro.
Será
por la hora: su cuerpo no proyecta sombra. La oscuridad no se desprende de él.
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