«Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Ten piedad de nosotros y bendícenos; Vuelve, Señor, tus ojos a nosotros. Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora. Las naciones con júbilo te canten, porque juzgas al mundo con justicia (...)» (Sal 66
La plegaria del salmista, de súplica de perdón y bendición de pueblos y naciones y, a la vez, de jubilosa alabanza, expresa el sentido espiritual de esta celebración Eucarística. Son los pueblos y naciones de nuestra Patria Grande latinoamericana los que hoy conmemoran con gratitud y alegría la festividad de su “patrona”, Nuestra Señora de Guadalupe, cuya devoción se extiende desde Alaska a la Patagonia. Y con Gabriel Arcángel y santa Isabel hasta nosotros, se eleva nuestra oración filial: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo...» (Lc 1,28).
En esta festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, haremos memoria agradecida de su visitación y compañía materna; cantaremos con Ella su “magnificat”; y le confiaremos la vida de nuestros pueblos y la misión continental de la Iglesia.
Cuando se apareció a San Juan Diego en el Tepeyac, se presentó como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios” (Nican Mopohua); y dio lugar a una nueva visitación.
Corrió premurosa a abrazar también a los nuevos pueblos americanos, en dramática gestación. Fue como una «gran señal aparecida en el cielo ... una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies» (Ap 12,1), que asume en sí la simbología cultural y religiosa de los indígenas, y anuncia y dona a su Hijo a los nuevos pueblos de mestizaje desgarrado. Tantos saltaron de gozo y esperanza ante su visita y ante el don de su Hijo y la más perfecta discípula del Señor se convirtió en la «gran misionera que trajo el Evangelio a nuestra América» (Aparecida, 269). El Hijo de María Santísima, Inmaculada encinta, se revela así desde los orígenes de la historia de los nuevos pueblos como “el verdaderísimo Dios por quien se vive”, buena nueva de la dignidad filial de todos sus habitantes. Ya nadie más es siervo sino todos somos hijos de un mismo Padre y hermanos entre nosotros. Y siervos en el siervo.
La Santa Madre de Dios no sólo visitó a estos pueblos sino que quiso quedarse con ellos. Dejó estampada misteriosamente su sagrada imagen en la “tilma” de su mensajero para que la tuviéramos bien presente, convirtiéndose así en símbolo de la alianza de María con estas gentes, a quienes confiere alma y ternura. Por su intercesión, la fe cristiana fue convirtiéndose en el más rico tesoro del alma de los pueblos americanos, cuya perla preciosa es Jesucristo: un patrimonio que se transmite y manifiesta hasta hoy en el bautismo de multitudes de personas, en la fe, esperanza y caridad de muchos, en la preciosidad de la piedad popular y también en ese ethos de los pueblos que se muestra en la conciencia de dignidad de la persona humana, en la pasión por la justicia, en la solidaridad con los más pobres y sufrientes, en la esperanza a veces contra toda esperanza
Por eso, nosotros, hoy aquí, podemos continuar alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos. Dios “ha ocultado estas cosas a sabios y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de corazón” (cf. Mt 11,21).
En las maravillas que ha realizado el Señor en María, Ella reconoce el estilo y el modo de actuar de su Hijo en la historia de la salvación. Trastocando los juicios mundanos, destruyendo los ídolos del poder, de la riqueza, del éxito a todo precio, denunciando la autosuficiencia, la soberbia y los mesianismos secularizados que alejan de Dios, el cántico mariano confiesa que Dios se complace en subvertir las ideologías y jerarquías mundanas.
Enaltece a los humildes, viene en auxilio de los pobres y pequeños, colma de bienes, bendiciones y esperanzas a los que confían en su misericordia de generación en generación, mientras derriba de sus tronos a los ricos, potentes y dominadores.
El “Magnificat” así nos introduce en las “bienaventuranzas”, síntesis y ley primordial del mensaje evangélico. A su luz, hoy nos sentimos movidos a pedir una gracia, la gracia tan cristiana: que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, “porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Sea la gracia de ser forjados por ellos, a los cuales hoy día el sistema idolátrico de la cultura del descarte los relega a la categoría de esclavos, de objetos de aprovechamiento o simplemente a desperdicio.
Y hacemos esta petición porque América Latina es el continente de la esperanza; porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva.
Pongamos estas realidades y estos deseos en la mesa del altar, como ofrenda agradable a Dios. Suplicando su perdón y confiando en su misericordia, celebramos el sacrificio y victoria pascual de Nuestro Señor Jesucristo.
El es el único Señor, el “libertador” de todas nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él es la piedra angular de la Historia y fue el gran descartado.
Él nos llama a vivir la verdadera vida, una vida más humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos» (Ap 21,1).
Suplicamos a la Santísima Virgen María, en su advocación guadalupana –a la Madre de Dios, a la Reina, a la Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, como la llamó san Juan Diego, y con todos los apelativos cariñosos con los que se dirigen a Ella en la piedad popular–, le suplicamos que continúe acompañando, auxiliando y protegiendo a nuestros pueblos.
Y que conduzca de la mano a todos los hijos que peregrinan en estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor, presente en la Iglesia, en su sacramentalidad, y especialmente en la Eucaristía, presente en el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en el santo pueblo fiel de Dios, en los que sufren y en los humildes de corazón.
Y si este programa tan audaz nos asusta o la pusilanimidad mundana nos amenaza, que Ella nos vuelva a hablar al corazón y nos haga sentir su voz de madre, de madrecita, de madraza, ¿Por qué tienes miedo si yo estoy aquí que soy tu madre?
(Texto con añadidos del Papa, transcrito desde el audio por ZENIT)
(12 de diciembre de 2014) © Innovative Media Inc
«Que te alaben, Señor, todos los pueblos. Ten piedad de nosotros y bendícenos; Vuelve, Señor, tus ojos a nosotros. Que conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora. Las naciones con júbilo te canten, porque juzgas al mundo con justicia (...)» (Sal 66
La plegaria del salmista, de súplica de perdón y bendición de pueblos y naciones y, a la vez, de jubilosa alabanza, expresa el sentido espiritual de esta celebración Eucarística. Son los pueblos y naciones de nuestra Patria Grande latinoamericana los que hoy conmemoran con gratitud y alegría la festividad de su “patrona”, Nuestra Señora de Guadalupe, cuya devoción se extiende desde Alaska a la Patagonia. Y con Gabriel Arcángel y santa Isabel hasta nosotros, se eleva nuestra oración filial: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo...» (Lc 1,28).
En esta festividad de Nuestra Señora de Guadalupe, haremos memoria agradecida de su visitación y compañía materna; cantaremos con Ella su “magnificat”; y le confiaremos la vida de nuestros pueblos y la misión continental de la Iglesia.
Cuando se apareció a San Juan Diego en el Tepeyac, se presentó como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del verdadero Dios” (Nican Mopohua); y dio lugar a una nueva visitación.
Corrió premurosa a abrazar también a los nuevos pueblos americanos, en dramática gestación. Fue como una «gran señal aparecida en el cielo ... una mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies» (Ap 12,1), que asume en sí la simbología cultural y religiosa de los indígenas, y anuncia y dona a su Hijo a los nuevos pueblos de mestizaje desgarrado. Tantos saltaron de gozo y esperanza ante su visita y ante el don de su Hijo y la más perfecta discípula del Señor se convirtió en la «gran misionera que trajo el Evangelio a nuestra América» (Aparecida, 269). El Hijo de María Santísima, Inmaculada encinta, se revela así desde los orígenes de la historia de los nuevos pueblos como “el verdaderísimo Dios por quien se vive”, buena nueva de la dignidad filial de todos sus habitantes. Ya nadie más es siervo sino todos somos hijos de un mismo Padre y hermanos entre nosotros. Y siervos en el siervo.
La Santa Madre de Dios no sólo visitó a estos pueblos sino que quiso quedarse con ellos. Dejó estampada misteriosamente su sagrada imagen en la “tilma” de su mensajero para que la tuviéramos bien presente, convirtiéndose así en símbolo de la alianza de María con estas gentes, a quienes confiere alma y ternura. Por su intercesión, la fe cristiana fue convirtiéndose en el más rico tesoro del alma de los pueblos americanos, cuya perla preciosa es Jesucristo: un patrimonio que se transmite y manifiesta hasta hoy en el bautismo de multitudes de personas, en la fe, esperanza y caridad de muchos, en la preciosidad de la piedad popular y también en ese ethos de los pueblos que se muestra en la conciencia de dignidad de la persona humana, en la pasión por la justicia, en la solidaridad con los más pobres y sufrientes, en la esperanza a veces contra toda esperanza
Por eso, nosotros, hoy aquí, podemos continuar alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los pueblos latinoamericanos. Dios “ha ocultado estas cosas a sabios y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los sencillos de corazón” (cf. Mt 11,21).
En las maravillas que ha realizado el Señor en María, Ella reconoce el estilo y el modo de actuar de su Hijo en la historia de la salvación. Trastocando los juicios mundanos, destruyendo los ídolos del poder, de la riqueza, del éxito a todo precio, denunciando la autosuficiencia, la soberbia y los mesianismos secularizados que alejan de Dios, el cántico mariano confiesa que Dios se complace en subvertir las ideologías y jerarquías mundanas.
Enaltece a los humildes, viene en auxilio de los pobres y pequeños, colma de bienes, bendiciones y esperanzas a los que confían en su misericordia de generación en generación, mientras derriba de sus tronos a los ricos, potentes y dominadores.
El “Magnificat” así nos introduce en las “bienaventuranzas”, síntesis y ley primordial del mensaje evangélico. A su luz, hoy nos sentimos movidos a pedir una gracia, la gracia tan cristiana: que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren, por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los perseguidos a causa del nombre de Cristo, “porque de ellos es el Reino de los cielos”.
Sea la gracia de ser forjados por ellos, a los cuales hoy día el sistema idolátrico de la cultura del descarte los relega a la categoría de esclavos, de objetos de aprovechamiento o simplemente a desperdicio.
Y hacemos esta petición porque América Latina es el continente de la esperanza; porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva.
Pongamos estas realidades y estos deseos en la mesa del altar, como ofrenda agradable a Dios. Suplicando su perdón y confiando en su misericordia, celebramos el sacrificio y victoria pascual de Nuestro Señor Jesucristo.
El es el único Señor, el “libertador” de todas nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él es la piedra angular de la Historia y fue el gran descartado.
Él nos llama a vivir la verdadera vida, una vida más humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos» (Ap 21,1).
Suplicamos a la Santísima Virgen María, en su advocación guadalupana –a la Madre de Dios, a la Reina, a la Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, como la llamó san Juan Diego, y con todos los apelativos cariñosos con los que se dirigen a Ella en la piedad popular–, le suplicamos que continúe acompañando, auxiliando y protegiendo a nuestros pueblos.
Y que conduzca de la mano a todos los hijos que peregrinan en estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor, presente en la Iglesia, en su sacramentalidad, y especialmente en la Eucaristía, presente en el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en el santo pueblo fiel de Dios, en los que sufren y en los humildes de corazón.
Y si este programa tan audaz nos asusta o la pusilanimidad mundana nos amenaza, que Ella nos vuelva a hablar al corazón y nos haga sentir su voz de madre, de madrecita, de madraza, ¿Por qué tienes miedo si yo estoy aquí que soy tu madre?
(Texto con añadidos del Papa, transcrito desde el audio por ZENIT)
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