sábado 05 de marzo, 2011
El nudo deshecho: compendio genealógico de El Libertador es el título de la más reciente investigación realizada por el doctor Antonio Herrera-Vaillant, presentada ahora como un libro interesante que revela la misteriosa y hasta ahora desconocida identidad de la tatarabuela de Simón Bolívar Palacios y Blanco.
La presentación del volumen que lleva el sello de la Academia Nacional de la Historia y del Instituto Venezolano de Genealogía fue una verdadera cátedra sobre de historia, aquella que está basada en documentos e investigaciones y no en el capricho ni el maniqueísmo. Edgardo Mondolfi Gudat pronunció las palabras centrales, efectivo aperitivo que obligó a muchos a la lectura inmediata de las 547 páginas que resumen los años de investigación del autor, que como verdadero sabueso llegó a descifrar una incógnita desentrañable desde la Colonia, la atormentada vida de Josefa Marín de Narváez.
El libro se complementa con el análisis del 100% de los ascendientes directos de Bolívar e identifica sus herederos, que hoy suman casi 700, algunos de ellos presentes en esa cita donde no hubo cabida a fanatismos.
(Fotos Mayte Navarro)
sábado, febrero 26
Bolívar
NI POR SER DE La tercera edad
de verdad se consigue nada en la provincia
que edite La Academia de la Historia, de la
Lengua y de lo que sea.
TEngan caridad cristiana...
Alberto Barrera Tyszka
27/03/2011
En una oportunidad llegué a creer que me perseguían. Por ejemplo: en la fila 9 del centro electoral ubicado en el colegio Schönthal votan todos los viejitos que viven en la urbanización Los Palos Grandes. Llegué a pensar eso. Cada vez que me tocaba el turno, cuando ya estaba en el proceso final, muy cerca de la mesa electoral, siempre aparecía en el último momento un simpático señor de 90 años o una afable octogenaria, encantadora, dispuestos a ejercer con toda calma y con fascinante paciencia su santo derecho al voto. Una vez conté ocho sillas de ruedas, cruzando frente a mí, adelantándose en la cola. Es en serio. Casi parecía un maratón.
Obviamente, nadie puede estar en contra de todos los beneficios y de todas las prioridades que merece la tercera edad. Se trata de una diminuta forma de justicia ante el delito del tiempo. Es de los pocos espacios y momentos en que la precariedad se distribuye más democráticamente. Todos somos víctimas, no hay culpables. A menos, claro está, que uno piense que el capitalismo, aparte de haber arrasado con la vida en Marte, también sea el responsable del envejecimiento. Que nadie se extrañe si, en estos días, hay una cadena nacional para anunciarnos, de manera oficial, que Adam Smith está detrás de todas nuestras arrugas.
Sin embargo, también existe la rara modalidad de los viejos falsos, de los viejos provisionales. Últimamente, suelen aparecer en las filas destinadas a la tercera edad en las agencias bancarias. El cuento ocurre así: estás en tu cola, como cualquiera, como todo el mundo, armándote de paciencia, tratando de aprender el difícil oficio de esperar, cuando de repente, por el carril vacío que le da paso libre a la llamada gente mayor, avanza tan campante una señora, segura y tranquila, dispuesta a pasar directo a la taquilla.
Todos los presentes, de inmediato, se miran de reojo. La señora, a todas luces, no es una anciana. Ni siquiera usa bastón. Está en esa mitad indefinida donde ya no es una mujer joven pero tampoco puede calificar como vieja. ¿Por qué diablos, entonces, está en ese lugar? Pasa con más frecuencia de lo que se piensa. Una vez, se coló por esa misma fila un hombre que parecía un entrenador deportivo. Estaba en buena forma física, se veía atlético, aunque evidentemente no era un muchacho.
De manera natural, sospecho, todos lo que esperábamos calculamos mentalmente su edad. ¿Tendría 60? ¿Quizás 65? "El cajero debería pedirle la cédula", acotó un motorizado, con velado rencor.
En otra ocasión, una mujer delgada, sin ningún tipo de achaques, también se ahorró la larga ristra de usuarios y se situó en el espacio de la tercera edad. Ni siquiera tenía pinta de ser ya abuela.
Venía vistiendo ropa deportiva, como si acabara de salir del gimnasio. Una estudiante, indignada, me miró y me susurró: "Usted tiene más canas que ella". Me dieron ganas de patearla. A la estudiante, por supuesto.
Lo interesante de la escena es que nadie se atreve a encarar al abusador o a la abusadora de turno y sacarle públicamente sus años. Luce feo, indecente. Quizás todos esperamos que intervenga alguna autoridad, aunque realmente no exista tal autoridad. La cola de un banco de pronto se convierte en un espejo. La viveza criolla sigue demostrando su eficacia. La tercera edad también puede ser una conveniencia flexible, un atajo, una pillería.
Hacer lo correcto no paga.
No deja de ser paradójico que, en un mundo empeñado en convertir la juventud y la salud en utópicas tiranías, haya alguna gente que, en determinadas circunstancias, se ponga más edad y trate de fingir una decrepitud. Pero más allá de burlar las formas y saltarse una cola, no hay nada. El tiempo los espera en la bajadita.
Los relojes son implacables.
Siempre ganan.
Hace unos años, en una entrevista, Philip Roth confesaba que "envejecer es una catástrofe". Se refería el escritor norteamericano a su propia vida, a la experiencia de la pérdida, de ver cómo ceden o desaparecen condiciones, recuerdos, amigos... En la misma línea pero en otra geografía y otra historia, el narrador argentino Haroldo Conti comentó una vez la tragedia fundamental del ser humano: "Estar diseñados para una eternidad y estar destinados a perecer".
En una oportunidad llegué a creer que me perseguían.
Es tan sólo una forma de decirlo. Cada quien sólo corre detrás de sí mismo. A medida que me voy acercando, los voy viendo más. Aterrado y conmovido. Son míos, me pertenecen. Están ahí, todo el tiempo, sabios y hermosos, diciéndome: "Vienes hacia acá. Tampoco tú podrás escapar".
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