San Francisco Javier - 3 de diciembre
«Este grandioso jesuita es el paradigma de todo misionero. Exhaló su último suspiro a escasos kilómetros de China: el país que soñó evangelizar. Es patrón universal de las misiones, de Oriente y de la Propagación de la Fe»
Por Isabel Orellana Vilches
MADRID, 02 de diciembre de 2014 (Zenit.org) - El amanecer del 3 de diciembre de 1552 los ojos de este ardiente apóstol se apagaron en una humilde choza de paja, del entonces inhóspito islote de Shangchuan, situado a 14 km. de la costa de China, el país que ansiaba evangelizar. Pero con su vida, constantemente libada por amor a Cristo en una parte del gran continente asiático, ya había dejado escrita una de las páginas singularmente fecundas de la historia misionera de la Iglesia. Poco se puede añadir de él en esta sección de ZENIT que no se haya expuesto ya.
Se han vertido ríos de tinta en todos los rincones del mundo alumbrando una de las trayectorias apostólicas más apasionantes que han existido. El paso de los siglos ha acentuado la talla gigantesca de este jesuita que soñó, respiró, se alimentó, y se desgastó llevado únicamente de esta pasión que sentía por Cristo, latido de su inmenso corazón. Es indiscutible modelo y referente del apóstol que se proponga llevar la fe a cualquier país. Solo es posible evangelizar si se ama la misión y el lugar al que éste es enviado, como hizo el santo. Sus cartas y escritos son ciertamente conmovedores; rezuman caridad y pasión a raudales.
Nació en el castillo de Javier, Navarra, España, el 7 de abril de 1506. Era el último de cinco hermanos venidos al mundo en una noble familia que prestaba servicios al monarca. Su padre, Juan de Jasso, era un ilustre jurista que ostentó cargos relevantes en el reino. Y en la estirpe de su madre, María Azpilicueta, se hallaban varios reyes. A diferencia de sus dos hermanos varones, Francisco Javier no quiso seguir la carrera de las armas, sino la eclesiástica. Su juventud transcurrió en medio de conflictos bélicos que afectaron directamente a su familia.
Después de haber cursado estudios en España, en 1525 partió a París, rumbo a la Sorbona. Allí, un recio paisano, con una hondura espiritual que el santo no había visto antes, se fijó en él. Era el noble Iñigo de Loyola, quien se dio cuenta de que su joven y apuesto compatriota no era fácil de convencer, y le espetaba frecuentemente: «¿de que sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». Porque Francisco Javier frecuentaba lugares bulliciosos, y, sin caer en la vileza, perdía el tiempo hundido en banales entretenimientos. Al fin comprendió, y realizó junto a Iñigo los ejercicios espirituales. Luego, formando parte de la Orden jesuita, que nacía entonces, emitió los votos el 15 de agosto de 1534 en Montmartre. Era el inicio de su pasaporte para la eternidad.
Viajó a Italia junto a Iñigo para ver al papa Pablo III, quien les bendijo para que efectuaran el viaje a Tierra Santa, pero la guerra lo impidió. Entre tanto, Francisco Javier fue ordenado sacerdote en Venecia en 1537. Evangelizó por lugares del entorno, entre otros, Bolonia. De nuevo en Roma, y siendo nombrado por el pontífice legado suyo para misionar Oriente, embarcó hacia Lisboa en 1540. Era la respuesta del papa a la petición cursada por el gobierno portugués solicitando el envío de misioneros a colonias que estaban bajo su amparo. En 1541, el mismo día en el que cumplía 35 años, el santo se embarcó rumbo a Goa. Fue un viaje cuajado de dificultades y sobresaltos. Conviviendo con personas socialmente conflictivas, afrontó enfermedades, malestares físicos y toda clase de precariedades que puedan imaginarse, surgidos en esa travesía por mar, tan larga e incómoda en aquellos tiempos. En este complejo escenario evangelizó a todos.
Cuatro grandes viajes marcaron la vida de este incansable apóstol, aunque hubo otros, de orden quizá menor, pero que muestran su afán misionero. Tras recalar en Mozambique, fue a la India, a las islas Molucas, al Japón y de nuevo a la India. Combatió con vigor la inmoralidad de gobernantes y tropas, aprendió las lenguas de estos lugares, y tradujo textos evangélicos que repetía hasta la saciedad en cualquier esquina. Se abría paso agitando con brío una campanilla:«Cristianos, amigos de Jesucristo, por amor de Dios, enviad a vuestros hijos y esclavos a la doctrina». Era un excepcional catequista; dejaba a los niños ensimismados escenificando el evangelio y envolviendo su labor con cánticos y oraciones. Su ardor apostólico inflamaba su corazón: «Si no encuentro una barca, iré nadando», decía. Defendió los derechos de los esclavos y oprimidos, vivió expuesto a incontables peligros; nunca se desanimó. Convirtió y bautizó a miles hasta quedar al borde de la extenuación, sin bajar la guardia en ningún instante. Entre los convertidos se hallaban componentes de tribus como los paravas, los makuas y hasta inquietantes samuráis. Consoló a los enfermos, y vivió como los más pobres.
Sufrió la tragedia del asesinato de 600 cristianos, un momento delicado que le hizo exclamar: «Estoy tan cansado de la vida que lo mejor para mí sería morir por nuestra santa fe». En su corazón se hallaba presente China cuando se dispuso a partir al país en abril de 1552. El viaje estuvo plagado de contratiempos; se vio abandonado hasta de los suyos, con excepción del joven intérprete y amigo chino Antonio. Mientras esperaba poder ser transportado clandestinamente a la isla de Shangchuan, escribía cartas. La última fue el 13 de noviembre de 1552. Confiaba a dos jesuitas: «Sabed cierto una cosa y no lo dudéis, que en gran manera le pesa al demonio que los de la Compañía del nombre de Jesús entren en la China […]. En esto no pongáis duda; porque los impedimentos que me tiene puestos y pone cada día, nunca acabaría de escribíroslos…».
Y así fue que diecinueve días más tarde enfermó gravemente y falleció en soledad. Dice la tradición que en el castillo de Javier, el Cristo «sonriente», ante el que oraba siempre su familia, lloró su muerte. Su cuerpo incorrupto se venera en Goa. Había sido agraciado con experiencias místicas, don de lenguas y de milagros. Gregorio XV lo canonizó el 12 de marzo de 1622. Benedicto XIV lo proclamó patrono de Oriente en 1748. Pío X en 1904 lo designó patrono de la Propagación de la Fe y patrón universal de las misiones.
Se han vertido ríos de tinta en todos los rincones del mundo alumbrando una de las trayectorias apostólicas más apasionantes que han existido. El paso de los siglos ha acentuado la talla gigantesca de este jesuita que soñó, respiró, se alimentó, y se desgastó llevado únicamente de esta pasión que sentía por Cristo, latido de su inmenso corazón. Es indiscutible modelo y referente del apóstol que se proponga llevar la fe a cualquier país. Solo es posible evangelizar si se ama la misión y el lugar al que éste es enviado, como hizo el santo. Sus cartas y escritos son ciertamente conmovedores; rezuman caridad y pasión a raudales.
Nació en el castillo de Javier, Navarra, España, el 7 de abril de 1506. Era el último de cinco hermanos venidos al mundo en una noble familia que prestaba servicios al monarca. Su padre, Juan de Jasso, era un ilustre jurista que ostentó cargos relevantes en el reino. Y en la estirpe de su madre, María Azpilicueta, se hallaban varios reyes. A diferencia de sus dos hermanos varones, Francisco Javier no quiso seguir la carrera de las armas, sino la eclesiástica. Su juventud transcurrió en medio de conflictos bélicos que afectaron directamente a su familia.
Después de haber cursado estudios en España, en 1525 partió a París, rumbo a la Sorbona. Allí, un recio paisano, con una hondura espiritual que el santo no había visto antes, se fijó en él. Era el noble Iñigo de Loyola, quien se dio cuenta de que su joven y apuesto compatriota no era fácil de convencer, y le espetaba frecuentemente: «¿de que sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?». Porque Francisco Javier frecuentaba lugares bulliciosos, y, sin caer en la vileza, perdía el tiempo hundido en banales entretenimientos. Al fin comprendió, y realizó junto a Iñigo los ejercicios espirituales. Luego, formando parte de la Orden jesuita, que nacía entonces, emitió los votos el 15 de agosto de 1534 en Montmartre. Era el inicio de su pasaporte para la eternidad.
Viajó a Italia junto a Iñigo para ver al papa Pablo III, quien les bendijo para que efectuaran el viaje a Tierra Santa, pero la guerra lo impidió. Entre tanto, Francisco Javier fue ordenado sacerdote en Venecia en 1537. Evangelizó por lugares del entorno, entre otros, Bolonia. De nuevo en Roma, y siendo nombrado por el pontífice legado suyo para misionar Oriente, embarcó hacia Lisboa en 1540. Era la respuesta del papa a la petición cursada por el gobierno portugués solicitando el envío de misioneros a colonias que estaban bajo su amparo. En 1541, el mismo día en el que cumplía 35 años, el santo se embarcó rumbo a Goa. Fue un viaje cuajado de dificultades y sobresaltos. Conviviendo con personas socialmente conflictivas, afrontó enfermedades, malestares físicos y toda clase de precariedades que puedan imaginarse, surgidos en esa travesía por mar, tan larga e incómoda en aquellos tiempos. En este complejo escenario evangelizó a todos.
Cuatro grandes viajes marcaron la vida de este incansable apóstol, aunque hubo otros, de orden quizá menor, pero que muestran su afán misionero. Tras recalar en Mozambique, fue a la India, a las islas Molucas, al Japón y de nuevo a la India. Combatió con vigor la inmoralidad de gobernantes y tropas, aprendió las lenguas de estos lugares, y tradujo textos evangélicos que repetía hasta la saciedad en cualquier esquina. Se abría paso agitando con brío una campanilla:«Cristianos, amigos de Jesucristo, por amor de Dios, enviad a vuestros hijos y esclavos a la doctrina». Era un excepcional catequista; dejaba a los niños ensimismados escenificando el evangelio y envolviendo su labor con cánticos y oraciones. Su ardor apostólico inflamaba su corazón: «Si no encuentro una barca, iré nadando», decía. Defendió los derechos de los esclavos y oprimidos, vivió expuesto a incontables peligros; nunca se desanimó. Convirtió y bautizó a miles hasta quedar al borde de la extenuación, sin bajar la guardia en ningún instante. Entre los convertidos se hallaban componentes de tribus como los paravas, los makuas y hasta inquietantes samuráis. Consoló a los enfermos, y vivió como los más pobres.
Sufrió la tragedia del asesinato de 600 cristianos, un momento delicado que le hizo exclamar: «Estoy tan cansado de la vida que lo mejor para mí sería morir por nuestra santa fe». En su corazón se hallaba presente China cuando se dispuso a partir al país en abril de 1552. El viaje estuvo plagado de contratiempos; se vio abandonado hasta de los suyos, con excepción del joven intérprete y amigo chino Antonio. Mientras esperaba poder ser transportado clandestinamente a la isla de Shangchuan, escribía cartas. La última fue el 13 de noviembre de 1552. Confiaba a dos jesuitas: «Sabed cierto una cosa y no lo dudéis, que en gran manera le pesa al demonio que los de la Compañía del nombre de Jesús entren en la China […]. En esto no pongáis duda; porque los impedimentos que me tiene puestos y pone cada día, nunca acabaría de escribíroslos…».
Y así fue que diecinueve días más tarde enfermó gravemente y falleció en soledad. Dice la tradición que en el castillo de Javier, el Cristo «sonriente», ante el que oraba siempre su familia, lloró su muerte. Su cuerpo incorrupto se venera en Goa. Había sido agraciado con experiencias místicas, don de lenguas y de milagros. Gregorio XV lo canonizó el 12 de marzo de 1622. Benedicto XIV lo proclamó patrono de Oriente en 1748. Pío X en 1904 lo designó patrono de la Propagación de la Fe y patrón universal de las misiones.
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