Atractivo secular, ancestral, reiterado, que ejerció su influencia sobre Lawrence Durrell (seudónimo del escritor británico Charles Norden), quien con su obra El Cuarteto de Alejandría, desentraña mediante el análisis del alma de un conjunto de personajes singulares: Justine, Balthazar, Mountolive y Clea, entre otros, los rasgos fundamentales, la idiosincrasia de una ciudad cosmopolita, "ni griega, ni siria, ni egipcia, sino un híbrido, una ensambladura", que se sirvió de esos "símbolos vivientes" como si fueran "su flora", envolviéndolos en conflictos que en realidad le pertenecían única y exclusivamente a ella: a la siempre amada Alejandría.
Ciudad plural, ecuménica, dispar, situada en el Delta del Nilo y de las principales culturas de la antigüedad, "ciudad de cinco razas, cinco lenguas, una docena de religiones, el reflejo de cinco flotas en el agua sangrienta. Pero hay más de cinco sexos...la mercadería sexual al alcance de la mano es desconcertante por su variedad y profusión... Alejandría es el más grande lagar del amor; escapan de él los enfermos, los solitarios, los profetas, es decir, todos los que han sido profundamente heridos en su sexo".
Durrell se adentra en el mundo de emociones personales que hombres de negocios, peleteros, amantes, esposas, coristas, diplomáticos, escritores, homosexuales, filósofos, experimentan en relación con el sexo, con esa pasión voraz que también le es común a la ciudad, a esa Alejandría que dio origen a "una raza de reinas terribles que dejan tras de sí el olor amoniacal de sus amores incestuosos, a las gatas devoradoras de hombres, como Arsinoe" y a grandes hetairas que pueden competir con las del pasado: Laís, Charis, Pasifae.
Alejandría ubicua en la literatura y en el afecto de los hombres sensibles, inapropiable, de muchos amos y admiradores que Durrell comparte con Kavafis, rindiéndole permanente homenaje a lo largo de su Cuarteto al poeta de la ciudad, al viejo, a ese bardo que convirtió en tema de sus obras los burdeles, los amores miserables, las sombrías callejuelas donde una "prostituta borracha camina... sembrando los fragmentos de una canción como si fueran pétalos". Música sublime, comparsa invisible, que a lo mejor fue la que escuchó Antonio, ese notable suicida de la historia romana y, en especial, de la poesía de Kavafis, al que el poeta, y ya no Durrell, le aconseja: "acércate resueltamente a la ventana, y escucha con emoción, y no con los ruegos y lamentos de los cobardes, como último placer los sones, los maravillosos instrumentos del cortejo misterioso, y di adiós a Alejandría, que para siempre pierdes".
Ciudad erótica, sexual, hermanada indistintamente con el vicio y la virtud, donde las mujeres ejercen un protagonismo fundamental que el propio Durrell reconoce al momento de confesar que "con una mujer sólo se pueden hacer tres cosas: quererla, sufrir o hacer literatura". Homenaje dual a la ciudad y a un conjunto de mujeres que, diversas y dispares, comparten con Alejandría el pecado del mestizaje, del entrevero de razas, conductas, creencias y colores, porque como bien lo reconoce el escritor: "para ser feliz aquí una mujer tendría que ser musulmana, egipcia: absorbente, suave, blanda, demasiado madura; entregada a las apariencias, piel de cera que vira al amarillo limón o al verde melón bajo los resplandores de la nafta".
Abordajes sexuales bizarros, sorprendentes, practicados en una ciudad en la que los hombres pueden acercarse a una mujer en la calle, ofreciéndole sin escrúpulos un pago por sus servicios sexuales, porque "en nuestra ciudad nadie se ofende por eso. Algunas muchachas se limitan a reír. Otras aceptan inmediatamente. Pero nunca se advierte un gesto de ofensa. Entre nosotros no se finge la virtud. El vicio tampoco. Ambos son naturales". Vicio natural y consentido que puede llegar a la aberración, a la pedofilia, a la existencia de burdeles de niñas "vestidas con grotescos camisones de pliegues bíblicos, los labios pintados, collares de abalorio y sortijas de lata" que son ofrecidas como especial manjar a unos marineros verriondos ansiosos de aventuras incomparables, de placeres inconcebibles.
Urbe de talmudes, evangelios y coranes, en la que coptos, judíos y cristianos supeditan sus convicciones a un islamismo, a veces fanático, cuyas creencias los musulmanes hacen evidentes, diariamente y tres veces al día, cuando el muecín desde el minarete de las espigadas mezquitas recita el Ebed: Alabo la perfección de Dios, repitiéndolo tres veces lenta y piadosamente. Perfección que es propia de ese Dios musulmán: "el Deseado, el Existente, el Singular, el Supremo; de Aquel que no tiene compañero ni compañera, ni nadie que se Le parezca, ni Le desobedezca, ni Le represente, que es sin igual y sin descendencia".
En Alejandría, siempre escindida y dividida, es posible diferenciar dos ciudades y dos puertos, el de los egipcios y el de los occidentales, donde ambos comparten el calor, el colorido, la luz, el polvo, el aroma de los limoneros, la fragancia del azahar, los efluvios del mar, el amor y el cafard, intentando reconciliar la sensualidad y el ascetismo intelectual que, como características nacionales, convierten a los alejandrinos en histéricos y en extremistas, "en amantes excelsos e incomparables". No obstante, si se observa con atención, podrá constatarse que "cuando se atraviesa el barrio egipcio, el olor de la carne va cambiando: amoníaco, sándalo, salitre, especias, pescado," y, en especial, se podrá contemplar la única decoración de muchas de las viviendas árabes de la ciudad: "las impresiones azules de manos juveniles, talismán que en esta parte del mundo protege a la casa contra el mal de ojo".
Ciudad de pasiones encendidas y de amores apagados, a la que concurren gentes de todas las procedencias: marroquíes, argelinos, judíos del Asia Menor, de Turquía, de Grecia, de Georgia, griegos, etíopes, en busca de encuentros decisivos como el de aquel escritor (Amauti) al que Durrell le reconoce la gracia y la justicia en su retrato de la ciudad y de sus mujeres, ése que "por error logró perforar el caparazón insensible de Alejandría y acabó descubriéndose a sí mismo".
Alejandría y el amor, calles y besos, autobuses y caricias, tranvías y manos entrelazadas, playa y sexo, pasión y desenfreno, normalidad y aberración, entrega y renuncia: "Una ciudad es un mundo cuando amamos a uno de sus habitantes".
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