Caracas y Rafael Arráiz Lucca
Al fin termino por entender
que yo amo esta ciudad hasta la rabia.
Caracas es una ciudad evocada, vive en permanente cambio, se alimenta de un pasado efímero que gobernantes y constructores se empeñan en conculcar con rapidez y, sobre todo, con avidez. Esa Caracas nostálgica es permanente fuente de inspiración para aquellos que buscan preservarla del olvido, transformándola en música, copla, canción o verso que se torna en recuerdo inconculcable. Rafael Arráiz Lucca no esconde su condición de ciudadano militante, de habitante sensible de una ciudad que le sirve de inspiración para que su poesía funja de aliada de esa Caracas suya y nuestra que la modernidad y un mal entendido progreso han convertido en "tierra y abono para la nostalgia".
Nuestro poeta no se contenta con ser chofer, consumidor, transeúnte, empleado, porque sabe que la ciudadanía conlleva una alta dosis de orgullo, de reclamo, de aspiración - "los caraqueños regresan a sus casas / o salen en busca de felicidad: / cómo saber dónde el alma encuentra sosiego / y el espíritu se extiende como una mesa servida" – que el escritor vuelca en sus versos, a fin de que Caracas, a pesar de ser "un forzoso ejercicio del recuerdo", se reconcilie con sus ancestrales rasgos, sus gestos, sus accidentes físicos e incluso con su presente de arterias de concreto permanentemente obstruidas y a punto de estallar.
El escritor reivindica – temprana y tardíamente - al caraqueño cerro Ávila, a ese cerro que a fuer de mirado dejó de ser visto para adquirir carácter de rutina sensorial, de mampara urbana, de gimnasio al aire libre, donde unos agotados citadinos aspiran recomponer los equilibrios del cuerpo, pensando que así aseguran también los del alma. El Ávila, cuya silueta en verano "permanece velada por la incandescencia", es reconocido por Arráiz de manera remota e indirecta. El poeta, en versos más tardíos, así lo reconoce: "El cerro cobra toda su magnitud ante el estupor de mis oídos, / tengo ahora la sensación de haber vivido al margen / de su largura, su grandeza, su ritmo, su imperio".
Arráiz Lucca se valió entonces, en su momento, de Manuel Cabré, el pintor por antonomasia del Ávila, para hacernos ver de nuevo los colores, los accidentes y las sombras de una montaña que había perdido su identidad, debido a tanto uso repetido, automático y cotidiano. El pintor es bendecido por el poeta, quien recientemente se declara "…feligrés de sus perfiles vespertinos / y un sirviente de sus amaneceres solventes", y alaba la paciencia del artista plástico, esa que le permitió "vivir noventa y cuatro años haciendo lo mismo sin otro hallazgo que la noble rutina de retocar tu invento". Con especial sarcasmo, Arráiz Lucca le agradece a su "muy querido Manuel Cabré" la mudanza del Ávila a las paredes de las casas porque nosotros no habíamos tenido tiempo de volverlo a ver, "ocupados en cosas más importantes".
Arráiz Lucca ama la Caracas que fue, la que es y la que está siendo, aquella que emergiendo de los planos de arquitectos e ingenieros, se transforma en zonificación y permiso de construcción para darle vía franca a unos constructores, a unos paisajistas, a unos urbanistas que no dejan que "nada se acerque a la eternidad", propiciando que la ciudad del poeta no la conozcan sus hijos, debido a que nunca rodarán por la misma calle ni obtendrán descanso y reposo en bancos y plazas ya desaparecidos. El escritor se erige a sí mismo en testigo privilegiado de esa ciudad que está siendo por efecto de máquinas que engullen, tragan, devoran, insaciables una naturaleza perdedora que antes se denominaba cerro, paisaje, quebrada, bosque o laguna; así, decidido, tajante, cínico, desafiante, y sin ningún asomo de duda afirma que "donde haya un movimiento de tierra estaré yo, mirando los tractores".
Caracas sucumbe y renace de sus propias entrañas, para darle paso a edificios de propiedad común, algunos extremadamente lujosos, imponentes y premiados, protegidos con garita y vigilante; orgullosos saben que no compiten con aquellos otros, cada vez los más, donde el sudor de la frente se trocó en edificación de segunda, en conjunto prefabricado, en cerámica china de segunda en vez de mármol italiano, para ser habitados por los sufridos y cotidianos usuarios del metro, el autobús y del por puesto. Sin embargo, en ambas construcciones, independientemente del lujo visible que recubre cabillas, tubos, cemento y ladrillos, existe para proteger el interés común - "la paz no está en nosotros como si lo está la guerra" - una infaltable junta de condominio, emuladora de los foros romanos, de las asambleas revolucionarias, de las sesiones justicieras de diferente cuño que inevitablemente "viven de sus víctimas", requiriendo del concurso de señoras y maridos para identificar al malhechor, quien deja de tener nombre y apellido para convertirse en nomenclatura de apartamento, en número y letra, 4A, 5C, que identifica piso y torre, culpable y víctima.
Una ciudad vive también de los encuentros furtivos, de ese amor confundido con el sexo que las más de las veces termina siendo masturbación a dúo, pura y simple, refrescada con la saliva y el sudor de una pareja cada vez menos entusiasta que, poco a poco, va reconociendo que el futuro no pretende convocarlos para que lo compartan en conjunto. Arráiz Lucca sabe que Caracas es ella y sus aledaños, la Panamericana, la carretera hacia el Junquito, la vía hacia Mariches, donde variados moteles de paso, de comida rápida, se alimentan de jadeos y premuras que imponen una alta y muy bienvenida rotación. Hoteles paradójicos a los que se arriba con energizados bríos y urgencias contenidas para salir de ellos, arrepentidos, desencantados, confirmando la añeja historia "de creer que estamos juntos, el antiguo simulacro en el que pierde la tristeza". Paradores sexuales en los que se ejerce una parodia de amor en medio de una vergüenza propia, acompañada de perfumes baratos, paños breves y jabones sin gracia ni abolengo.
Caracas despojada de aventuras, rutinaria, cotidiana, prodigadora de ciudadanos comunes, de "seres abyectos" que salen todas las mañanas "en busca del destino". Esa ciudad de fracasos, aburrida, es protagonizada por esos oficinistas, empleados, analistas que se miran en el espejo para "confirmar sus virtudes" y comparten su almuerzo "con otros que aseguran, como él, que la felicidad asalta de improviso y sólo se trata de esperarla". Ciudad de los alienados en la esperanza que Arráiz rechaza, repudia, implorando "que no venza la abulia y mucho menos esa fuerza que nos hace dejar el mundo inmaculado".
Frente a esa Caracas de todos los días, del mismo recorrido y a la misma hora, el escritor reivindica esa otra urbe en la que los ciudadanos se ponen de acuerdo "para actividades distintas del sueño". Ciudad alegre, sonriente, que desobediente deja de lado la tristeza, la rutina, la resignación y que Arráiz asimila con sus amigos, "entre quienes se cuentan las almas menos ruines, más esplendorosas". Caracas posible que en los versos del poeta también puede ser una afrenta, un reto, una alegría previsible, un futuro conquistable. Así como hay una Caracas de la amistad, una ciudad viable, solidaria, asentada sobre las bases de un afecto que trasciende el beso protocolar y el apretón de manos, para el escritor existe también una ciudad concebida para el amor, para el reconocimiento del otro, de ese ser amado, necesario, infaltable, que debe acompañarlo incluso en esos días tristes, de "capota gris", en los que va llover, y ni siquiera tiene a su compañera, a su pareja soberana para "nadar en la autopista". Caracas amada y hecha para el amor donde "sólo es permanente lo que falta y lo que fue" y el cuerpo de la amada es también "una vuelta a empezar todas las noches".
Ciudad difícil, en la que conviven la vida y la muerte, la tranquilidad y la amenaza, la inocencia y el crimen, la fiesta y el luto, donde una cultura de la muerte televisiva e importada hace de las suyas, y el atraco, el arrebatón, el asalto, el secuestro express o el asesinato acechan en esquinas y avenidas, los viernes y fines de semana, haciendo que el poeta se reconforte porque "superamos un día sin saber si nuestra foto aparece mañana en la última página del "periódico con sus hechos de sangre".
Caracas de todos nosotros, revivida, reivindicada, por la emoción de un poeta que es capaz de prescindir del pesimismo y las traiciones para devolverle la identidad a una ciudad que vive de la nostalgia, aunque se empeña, sin embargo, en vencerla para no ser sólo un territorio del pasado y del recuerdo, porque también hace falta "llorar de futuro aunque no llegue."
Caracas y José Pulido
Este país ha repartido mal
se lo digo yo en esta acera
sacándole el cuerpo
a la sayona de la mendicidad
José Pulido devela el lado oscuro de Caracas: el de la malvivencia, el de la ciudadanía de segunda, el de hombres y mujeres envilecidos, excluidos, rechazados, aquel que se traduce como precariedad, subsistencia pura y absoluta: la realidad de una Caracas que ya no puede esconder, disfrazar, ocultar la marginalidad, la exclusión de más de la mitad de sus conciudadanos. Pulido se imagina como discurre una existencia interina que se vive al instante y por cuotas: "barras, / música de vidrios y alcohol, / asesinatos rústicos, / sexo agrio, / la madrugada culebrosa / toses en vez de gallos / tuercas oxidándose / en los barrancos del sentir, / almas sin mantenimiento, / suspiros sin ruta, / esta ciudad enajenante / huérfana de heroísmos / vestida de horóscopos farsantes".
En medio de inclementes recuerdos por lo dejado atrás en el tiempo y en el espacio: "…un pueblo sin asfalto y sin cemento / de pura tierra el pueblo / ventorrillos y humo", el poeta rememora su llegada a la ciudad para convertirse en ciudadano de una vez y para siempre: "…Soñé que me espinaba las pupilas / Estaba llegando a la ciudad / El autobús marchó sin altibajos / La parada final me despertó / Y el hervidero de neón hizo el papel / de que la ciudad me recibía / Y en ese entonces me quedé atrapado / Entre el sueño y la vida".
Nuestro escritor deambula y recorre una ciudad ofidia que a muchos, los de las colinas del Este, los del levante, por donde sale el sol, le es ajena. Pulido, en pleno centro de una ciudad repudiada y malquerida confiesa: "Me mordió la avenida Baralt / la tarde del viernes / culebra atragantada / de buhoneros y carros / mujeres sin milagros / buscando templos / en el infierno de la bisutería".
En la poesía de Pulido, Caracas es redescubierta más allá de los clichés y lugares comunes de la elegía poética y del impresionismo pictórico; el poeta la representa en esa otra dimensión que poco o nada tiene que ver con los centros comerciales de moda o con los paseos para turistas de paquete. En la ciudad del poeta, la misma que nosotros desvivimos, "hay bullicios de panadería / una mujer recién bañada / baja la calle cantando / alguien rompe una botella contra la acera / en lo más profundo de la intimidad y de la sabiduría filosófica / nada puede superar la combinación de sudor y vellos púbicos / todo Petare, toda calleja, la dorada carne de la ciudad / el espíritu bisutero de la urbe / saltan como un cohete de fiesta patronal".
El poeta sufre la ciudad como también la soportan sus malhadados habitantes, comparte el infortunio y la frustración de buena parte de sus congéneres, de aquellos que habitan permanentemente en la esperanza, en la ilusión renovada de que mañana, por efecto del azar, del milagro o de una decisión administrativa, en fin, de la rueda de la fortuna, de la infinita bondad de Dios o de las políticas clientelares del gobierno de turno, todo va a ser diametralmente distinto.
Ciudadanos que creen en el 41, en el 11, en los dos patitos, el 22, en los números que revelan los sueños alocados, en el infinito poder del Señor, y, sobre todo, en los ilimitados recursos de un omnipotente Presidente de la República en permanente campaña política quien, afectuoso - cerro, sudor y escalinatas arriba – estrechó, a diestra y a siniestra, innumerables manos expectantes, entusiasmadas, mientras, en generosa demagogia, aseguraba, a sirios y troyanos, a los habitantes de Río Crecido y de Quebrada Seca, la definitiva conquista, la final obtención del hogar soñado, de la salud faltante y de una felicidad posible obtenida siempre en urnas, esta vez, las electorales.
En palabras ansiosas de un mejor futuro, el poeta, contento y esperanzado como un comprador de sueños más, acude, optimista, al quiosco de lotería: "Voy a comprar el cero cero / el ochenta y seis / el dos mil veinte / la lotería está obligada / a ceder / de tin marín", para escuchar, atónito y confuso, la fría respuesta del inmutable vendedor de ilusiones, quien, sin alzar vista y cara, responde, impertérrito, que no queda ninguno de esos números que amparaban ansiadas prosperidades, apetecidos y ahora imposibles bienestares.
Nuestro poeta tiene plena conciencia de las falencias, de las precariedades que supone una existencia minusválida, siempre al borde, en el límite de la subsistencia, signada por la carencia de lo fundamental e inscrita en una doble alienación: la de la esperanza de que pronto llegará una vida mejor, o la del consuelo de que se vive tan peor como los demás lo hacen.
A solas consigo mismo, el escritor describe el decurso de esa existencia que semeja la de un prisionero sentenciado a la celda para los castigos por el solo delito de habitar en la marginalidad. El poeta certifica, la conciencia se revuelve: "No hay idiosincrasia en el andén / no hay país en la butaca del cinematógrafo / amo el café como si fuese la materia prima de mi alma / y cuando tengo la anestesia del desamor / busco el rocío / de los pajonales inventados y soñados / a través de la ventana de mi baño / que posee cielo propio, una montaña un avión / una acumulación de polvo, de años y años / un pujido de sol revelando huellas digitales / y bebés de arañas".
Cielos y aviones inventados por la imaginación del poeta enjaulado, acompañan a una montaña que perdió lentamente su lozanía y su verdor: sus árboles, sus quebradas, su flora y sus animales, para pasar a ser el sostén físico de esas inestables y crecientes existencias que configuran la marginalidad urbana. Una realidad de ranchos, de viviendas precarias, de estrechas callejuelas, de servicios públicos inexistentes e interminables escalones que no conducen a ningún cielo es la que Pulido observa, no sin cierto dejo de denuncia, cuando informa y confirma: "el autobús de medianoche se vacía en la parada / un hombre quiere vomitar / una voz femenina se queja / y gorgotean las alcantarillas / no hay relinchos / no huele a pastos verdes y extensos / no hay rocío / olvídate de las frutas silvestres / no hay peces ni tigres ni venados / no es posible tantear un nido colgante / hago un esfuerzo al besarte con el alma".
Ciertamente, en el desasosiego de la marginalidad, en el agobio de la precariedad, cualquier iniciativa vital significa un esfuerzo permanente, un reiterado albur, un riesgo advertido: todos los días la gitana del destino te echa las cartas, te tira los dados. La existencia de aquellos marginados que son fácilmente reconocibles por sus "ojos de traicionado, boca de chofer, / castrado de la tierra / colilla destripada" es una osada aventura que fácilmente se convierte en su contrario: "Una desventura baja en ascensor / y otra desventura / inunda el quiosco / de la Plaza Venezuela / mi perfil pasa / sobre un cementerio de aborígenes y españoles / soy un peregrino de vidriera".
Ese peregrino que habita en la inagotable imaginación del escritor reconoce, en sus enardecidos versos - genuino reproche ciudadano – que, a pesar de todas sus andanzas callejeras, de sus emociones urbanas, de sus circunvalaciones citadinas: "Este no es mi lugar / soy una raza extraviada ", aunque "el faro rojo de la patrulla policial gira / en el cuarto / todo el tiempo ".
Pulido no puede soportar, ser testigo y mucho menos protagonista de una marginalidad que se traduce en encierro, en acuartelamiento por razones de dinero, en prisión perpetua por motivos económicos. El poeta se rebela en contra de una realidad impuesta por las circunstancias de la precariedad; hondo de afectos se lamenta: "¿Quién es testigo cuando te miro? / y sé que eres demasiado / bien nacida y fresca para estar tendida / en un cuarto pequeño y amarillento / ¿Quién puede testificar este dolor / inacabable e irreductible / de ver a una diosa atrapada en la perplejidad / las alas a medio salir / los brazos quemados por aceite de cocina? / ¡Ay la diosa hermosa / encerrada en una vivienda prefabricada! / un lugar donde el sol es polvoriento, donde las flores son de plástico y los sueños pesadillas económicas / la diosa hermosa allí / como una música retenida / y el hombre que la mira / y que la ama de este lado / muerto de tanto mirar / muerto de tanto fracasar / muerto de tanta política. / Muerto de amar caro / con un corazón tan barato".
Los relegados de siempre, los condenados de este valle, los rechazados anónimos, los desamparados, esa inmensa legión de recogelatas - como si el aluminio fuese el oro de este siglo -, los salario-mínimo, los cesta ticket, son exaltados a vivo verso en la poesía de Pulido, mientras los temerosos pobladores de la otra ciudad – la luminosa, distante y flemática - rechazan con fingida indiferencia, tanto al mugriento mendigo, al alocado indigente, como a los abigarrados y coloridos conciudadanos, las Belkys, Yuleisis, Nancys y Jordans de las populosas barriadas caraqueñas que, viernes y sábados, quince y último, toman por asalto los espacios ciudadanos para manifestar, en medio de su algarabía, una libertad que sólo se ejerce en el alegre desenfado que acompaña a la multitud; Pulido se hace uno con ella: "A veces amo la carretera / que hay dentro de mí / y el amargo contacto de la muchedumbre".
Contemplada desde las humildes y oscuras claraboyas de la marginalidad, la ciudad ajena parece un buque sin mar que navega decidido en el asfalto de la poesía de Pulido, quien aterrorizado confiesa: "Es un barco enorme / lo siento pasar / pegado a los edificios". Ese navío fantasma, eslorado y al garete, es "una masa de silencio / las olas lo golpean en la madrugada" y los perros se asustan tanto como el escritor, quien, al paso del "escualo del odio", gime, se enrolla, tiembla, tirita de miedo y asombro y se aferra, incrédulo, al único lugar que ofrece una pasajera seguridad: el pasamanos de la escalera de su edificio.
El poeta registra para la historia de una ciudad en permanente movimiento, el violento pasaje de esa embarcación que hiede - como el mismo odio - a capitán eterno, a sobacos de océano, a descomposición de amores. Luego del amargo tránsito del barco del resentimiento queda "a babor un muerto a estribor un muerto".
En nombre de todos y cada uno de los jugadores de pelota en la calle, de los oyentes de música a todo volumen, de los enfermos desatendidos en clínicas y hospitales por no tener dinero o insumos médicos, de los sudorosos pasajeros del metro, de los recluidos en la Cárcel Modelo, de los come perros calientes a la hora del almuerzo, de los huelepega de Sabana Grande, de los locos de la Cota Mil, de los empleados sin palto, del personal del aseo urbano, de las domésticas de oficio y por día, de los embolsadores del auto-mercado, de los asesinados de fin de semana, de las mujeres de alquiler, de los sin papeles, de las madres que indagan por sus hijos en morgues y hospitales, Pulido levanta un necesario y preventivo verso de alerta: "La ciudad exige un perdón y un latigazo".
Nueva York y Arturo Uslar Pietri
Todas las formas de su vida
están condicionadas por esta
sensación pánica de la presencia
imperiosa del tiempo.
Nueva York es un desafío al turista, es más que Manhattan pero nada es sin ella, sin esa isla, su río y su bahía que fue contemplada por vez primera por ojos occidentales en 1528, cuando Giovanni Verrazano la divisó desde una nave española para darle nombres que sólo la historia registra y preserva del olvido: Angolema la isla, Vandoma el río y Santa Margarita la bahía. Años mas tarde, o mejor dicho, siglos después, en 1950, un escritor venezolano, Arturo Uslar Pietri, se instaló en Nueva York, retratándola con palabras en un texto fundamental que con el nombre de Ciudad de Nadie compila en su libro El Globo de Colores, en cuyas páginas está recogido "el testimonio reiterado de una inagotable curiosidad por la tierra y la gente", las impresiones de un conjunto de ciudades que producen "una prodigiosa variedad de contrastes y reajustes. Todo lo que nos parecía tan familiar se hace de pronto teatro y novedad".
Nueva York no podía escapar a esta curiosidad, a esta atracción del escritor por una ciudad desconocida que le tocó desandar durante un largo exilio de su país, en momentos en que la Segunda Guerra Mundial acababa de terminar, no sin dejar una secuela de angustias e interrogantes acerca del destino del hombre por parte de una humanidad pendiente de un eventual cataclismo atómico. Para esa época, "la isla se hizo más pequeña que nunca. Todas las gentes que regresaban de la guerra no parecían caber en ella... más que nunca las tiendas parecían tumultos y los hoteles ferias y las calles procesiones. La isla era cada vez más un buque lleno de turistas".
Ciudad relativamente nueva, de breve data, creadora acelerada de unas tradiciones y una idiosincrasia que una corta historia no le permitió acendrar, patinar con el lento paso de años, leyendas y generaciones. Ciudad de escasos tres siglos, cuya historia comienza cuando, en un día de invierno de 1613, el barco "Tigre" se incendió, "se puso amarillo y fiero de fuego entre la niebla gris y los gritos grises de las gaviotas", obligando a su propietario, Adrián Block, a construir una choza para pasar el invierno con los suyos, y darle así inicio a la ciudad de nadie: Nueva York, esa que fue creciendo progresivamente, para que diez años más tarde, el entonces gobernador, Peter Minuit, comprase la isla entera a los indios Manados o Manhattan, a cambio de "cuentas de vidrio, adornos de cobre, pedazos de tela, algún cuchillo".
Nueva Bélgica fue denominada primero, cuando ya contaba con un gobernador holandés y con un sello que ostentaba en su centro una piel de castor extendida. Nueva Ámsterdam se llamó luego a ese villorrio de más de doscientas almas protegido de los ataques de los indios con un fuerte de piedra en forma de tortuga y por una larga valla, a lo largo de la cual se extendió la calle de la valla, la actual Wall Sreet. La ciudad comenzó a llamarse Nueva York, cuando el último de los gobernadores holandeses, Peter Stuyvesant, el de la pata de palo, no pudo detener el ataque y la invasión inglesa. Nueva York en homenaje al hermano del Rey de Inglaterra, ciudad inglesa de nuevo cuño, Nova Elbora, que muy prontamente sustituyó la piel del castor que identificaba su escudo para dejarle espacio a las aspas de un molino y a dos barriles de harina.
Ciudad de trepidaciones múltiples que provienen de diferentes fuentes según el caso y la época: de los trenes elevados y subterráneos, del tableteo de las ametralladores Thompson de los gángsters, del llanto inconsolable de millares de mujeres que sufren la muerte del galán de los galanes, Rodolfo Valentino, de los gritos y consignas en contra de tantas guerras injustas e inmerecidas, del taconeo apresurado de la muchedumbre que recorre calles y avenidas que aún conservan algunos de los nombres de sus predecesoras, Nueva Bélgica y Nueva Ámsterdam, de las calderas de los innumerables buques que surcan el río, de las máquinas de escribir, de la computadoras, que van poblando, al ritmo del taladro y de la soldadura, unos rascacielos cuya "estructura de acero se disfraza de motivos góticos".
Nueva York habitada también por la trepidación que se filtra de teatros y dancings, de los que surgen las canciones, los bailes, las piezas teatrales, los musicales, que marcarán historia, y a los cuales, en religiosa procesión, asisten turistas provenientes de todo el mundo que agotan prontamente la boletería, haciendo obligatorias unas reservaciones para dentro de tres meses e incluso más, para convertir a Broadway en un río de hombres y mujeres que se "asoman sobre un hervor de luces vivas de todos los colores ... Siluetas luminosas se mueven, saltan, aparecen y desaparecen. Todos los tiempos, todos los apetitos, todas las latitudes palpitan en la agitada incandescencia. Hay calor y color de fragua. Hay muchedumbre de incendio. Todos miran hacia arriba".
Ciudad en la que trepida igualmente el corazón de millones de inmigrantes, italianos, alemanes, polacos, portorriqueños, irlandeses, cubanos que "se concentran en barrios propios donde resuena la lengua materna y predomina el color del viejo país". Inmigrantes procedentes de las más impensadas latitudes del planeta, Gambia, Etiopía, Ucrania, Ghana, para conducir de un lado a otro, a bordo de unos taxis amarillos y desbocados, a unos seres humanos permanentemente tensos, apurados y ocupados, que sólo parecen alimentarse de sándwiches desabridos comprados al paso y engullidos con premura. Ciudad de la pequeña Italia, del Barrio Chino, del Bronx, de Brooklyn, de las calles portorriqueñas o judías, y en especial, de Harlem tan diferente en el que "el clima, la dieta, los hábitos son distintos. En Harlem se comen bananas y ñames antillanos. En las heladas cavernas de la cordillera central de Manhattan hay caviar y trufas en metal y en vidrio, o en témpanos de hielo labrado".
También la soledad trepida en Nueva York, para Uslar Pietri esta soledad del neoyorquino es quizás la expresión más fehaciente de una sociedad que ya fue capaz de crear, tiempo ha y sin éticas prohibiciones, clones humanos, porque "los seres que se mueven en el fondo de esas vertiginosas y elaboradas gargantas llegan a parecerse todos y a adquirir un aire de uniformidad que impresiona". Para el escritor "en donde está el hombre está la soledad como su sombra (...) y hasta podríamos decir que cada hombre tiene la soledad que merece". Sin embargo, "los millones de solitarios de Manhattan no gozan de la mejor clase de soledad; sufren más bien de una forma de ella inferior e involuntaria…La de ellos es más bien una soledad física, pobre y estéril, que borra y destiñe al hombre, y que es ignorada por quienes la sufren, como hay quienes ignoran que están enfermos o son desgraciados".
Urbe monumental de obligados escenarios y edificaciones que deben ser visitados para confirmar que efectivamente se ha estado en la Gran Manzana: la Quinta Avenida " donde los hombres vuelven a ser hombres, porque está llena de mujeres", la Estatua de la Libertad, emblema regalado a la ciudad, el Waldorf Astoria que se alza como "un palacio encantado", los innumerables rascacielos, cada uno más alto, donde se pueden contar los segundos que tarda el cuerpo del suicida en llegar a la calle, la Plaza de Washington, "con su arco viejo, sus árboles y sus casas georgianas tan fragantes a hogar y a vida interior", los innumerables museos contemporáneos en los que se muestra un arte feo e incomprensible para el visitante común, el Zoológico donde "los que están allí dan vueltas y vueltas sin poderse escapar", Wall Street "país sin sol, húmedo, todo en desfiladeros y veredas donde nace la corriente de Broadway", el Rockefeller Center con sus "torres cuadrangulares", el Central Park, verdadero remanso en medio de tanta trepidación, el Greenwich Village que es como "un istmo entre las sombras".
En fin, esa es Nueva York con todos sus atractivos y tentaciones, gentes, costumbres, y edificaciones que la convierten en "una ciudad universal que a nada se parece, que va a ser independiente de los seres que la pueblan y que va a crear formas de vida que no parecen corresponder a la dimensión ni al ritmo del hombre".
Oxford y Javier Marías
Todos los que viven allí están
perturbados o son perturbadores
pues no están en el mundo.
Después de la fundación de su universidad, Oxford se ancló en el tiempo, decidió permanecer en la Edad Media, permitiendo que unos colleges adustos y severos concretaran su fisonomía, y el lento evolucionar de la vida académica su idiosincrasia. Oxford no existe sin sus colleges, nada es sin ellos; así lo confirma Javier Marías, cuando escoge el nombre de uno de tantos, Todas las almas, para titular una de sus más aceptadas novelas. Todas las almas puede ser todos los colleges: Trinity, Exeter, St. Antony"s, Balliol, Merton, Christ Church, Brasenose, Pembroke, Keble, Oriel, con sus personajes revestidos de extraños nombres: el warden (el rector), el bursar (el tesorero); los dons o fellows (los profesores) de diferente clasificación y nomenclatura: eméritos, honorarios, investigadores, asistentes y los infaltables visitantes. No se le escapa al escritor la importancia del portero, ese ser perpetuo como la ciudad, ese Will existente en cada college que un día se encuentra en el presente y otro veinte o treinta años atrás, desandando con su memoria extraviada los tantos profesores conocidos "algunos ya muertos y otros jubilados, otros simplemente trasladados o desaparecidos sin dejar más recuerdo que el de sus nombres".
Todas las almas es el alma de Oxford, de esa "ciudad estática y conservada en almíbar" que, como la obra del novelista español, es protagonizada por un conjunto de profesores que viven en un mundo de intrigas, de celos disimulados, de envidias contenidas, intentando descubrir los secretos del otro: sus inclinaciones sexuales, la afición por la bebida, las visitas recibidas o cualquier detalle inusual que altere la vida rutinaria de unos académicos para los que el ayer, el hoy y el mañana son irreductiblemente iguales.
En el college, todos desarrollan una capacidad de observación sin parangón, se fisgonea a los vecinos, a los transeúntes; en fin se construye, día a día, una habilidad para acumular información acerca de los demás: "De ahí viene la tradición -cierta - y la leyenda –cierta- de la gran calidad, eficacia y virtuosismo de los dons o profesores de Oxford en las tareas más sucias del espionaje y de su perpetua y disputada utilización por parte de los gobiernos británico y soviético como prestigiosos agentes sencillos, dobles o triples". En Oxford si bien es cierto que todos vigilan, nadie mira. Está proscrito mirarse frente a frente, escudriñar el rostro del vecino, sostener su mirada, ejercer esa comunicación silente en la que los ojos hablan más que las palabras; de lo que se trata es de mirar "tan velada e intencionadamente que siempre cabe la duda de que alguien esté en verdad mirando lo que parece mirar".
Además de vigilar, los profesores de Oxford tienen la virtud de escuchar a tal punto que han acuñado un verbo que "en español sólo se puede traducir explicándolo, y to eavesdrop (ésta es la explicación) escuchar indiscretamente, secretamente, furtivamente, con una escucha deliberada y no casual ni indeseada". Oficio de dons y fellows que, más allá de poses circunspectas, reflexivas, de aparente recogimiento interior, están pendientes de escuchar lo que acontece en la mesa contigua, de captar un pedazo de conversación que pueda traducirse en información valiosa, a la hora de poner de lado al contrincante que compite por el deseado cargo académico o por el viaje de estudios largamente acariciado.
Oxford es un ritual de togas y high tables, de disfraces académicos y encuentros gastronómicos semanales para compartir una opípara comida aderezada por el aburrimiento colectivo y por el total desinterés acerca de lo que comenta el compañero de mesa. High tables en las que se bebe con orgullo el sherry, el oporto y el vino que cobijan los cellars del college, verdadero motivo de competencia entre una y otra institución, que sólo es superado por la afición a unas regatas que parecen no acabarse nunca porque el río Isis, como se denomina al Támesis en estas latitudes, se encuentra permanentemente poblado de bogadores frenéticos e infatigables. High tables celebradas en refectorios que ilustran la más rancia medievalidad, en las que uno cree haber terminado y debe, sin embargo al momento de beber el infaltable oporto, volver a empezar, cambiar de sitio en la mesa, a fin de entablar nuevamente conversación con el renovado vecino acerca de lo que investiga en esta ciudad donde todo el mundo investiga, con una pasión enfermiza, temas de diferente importancia y envergadura: "un particular impuesto que entre 1760 y 1767 había existido en Inglaterra sobre la sidra", por ejemplo.
Oxford, con sus ciento y tantos miles de habitantes, puede ser caminada interminablemente, explorando todos sus rincones, partiendo de Carfax (en latín, quadrifurca, es decir: (cuadrifurcada), de donde surgen las principales avenidas en las cuatro direcciones latitudinales y también se llega a "sus confines de nombres esdrújulos: Headington, Kidlington, Wolvercote, Littlemore, Abingdon, Cuddesdon, ya más lejos". En sus calles es posible encontrar lo impensable, tiendas y más tiendas (Oxfam, Save the children) en las que se ofrece ropa usada y vuelta a usar que los oxonienses adquieren con deleite, satisfaciendo con creces una austeridad que en otras latitudes se llamaría pichirrez.
En primavera, si es que pueden llamarse así esos días de un sol tímido y poco generoso como los habitantes de la ciudad, Oxford se llena de mendigos provenientes de todas las latitudes británicas: ingleses, galeses, escoceses e irlandeses vienen gozosos a esta ciudad adinerada porque "hay un par de casas de beneficencia o asilos en los que se les procura una comida diaria y a veces cama a los menos noctámbulos, y, principalmente, porque la mayoría de sus habitantes tienen corazones jóvenes y bisoños".
Si los días laborales son aburridos en Oxford, debido a que las obligaciones del narrador de la historia de Todas las almas "eran prácticamente nulas e inexistentes... en una de las ciudades donde menos se trabaja, y en ella resulta mucho más decisivo el hecho de estar que el de hacer o incluso actuar", los domingos son peores, "no son simples y mortecinos domingos como en todas partes…sino domingos desterrados del infinito". En esos domingos interminables hay que armarse de paciencia, ir a caminar a las orillas del río, al meadow, para contemplar cisnes y patos que constituyen la adoración de los oxonienses, o bien, armarse, esta vez de valor, para visitar unas míseras subastas locales organizadas con algún fin humanitario en el "parque de bomberos, el vestíbulo de un hotel sin clientes o el claustro de una iglesia".
Hilary, Michaelmas, Trinity, son los términos escogidos para denominar los períodos durante los cuales transcurre la vida universitaria, se suceden las lectures, los papers, y los estudiantes medran en salones y bibliotecas, esperando impacientes el viernes en la noche para asistir al pub y beberse toda la cerveza que puedan acomodar en sus cuerpos, y ofrecer luego unos espectáculos que las más de las veces culminan en un vómito vulgar y corriente de escaso valor académico. Muchos Hilarys, Trinitys, Michaelmas, son necesarios para que los estudiantes se conviertan en doctores, luego de la defensa de una tesis preparada durante largos y largos años, que sorprendentemente convirtió un detalle, una aparente nimiedad -como el de la sidra- en volúmenes ahítos de información, adornados con citas enjundiosas, cifras y latinajos de rigor.
Ahí permanece Oxford, estática, perpetua, en almíbar, con su lentitud existencial, convirtiendo el pasado en perspectiva, ejerciendo una fascinación alienante, una atracción enfermiza que hace que a los que intenten prescindir de ella, ponerla entre paréntesis, alejarse aunque sea por un rato, "les falte el aire, los oídos les zumben, pierdan el sentido del equilibrio, den traspiés y tengan que volver apresuradamente a la ciudad que los posibilita y guarda allí ni siquiera están en el tiempo".
Paris y Julio Cortázar
Cuántas palabras, cuántas nomenclaturas
para un mismo desconcierto.
Julio Cortázar
Cada quien puede construir su propia vivencia, su personal metáfora de esta ciudad plural, siempre inédita, que a nadie deja indiferente. Para uno es el fasto de los grandes bulevares, la trepidación del colectivo, la majestad de unas avenidas triunfales que raudas desembocan en monumentos llenos de historia y tradición para crear carrefours que propician el cruce de gente, culturas y gentilicios. Para otros, es el espectáculo nocturno, luces, plumas, candilejas, música y champán, alimentando un inmanente trasfondo voyeurista que estimulan bellas y bien formadas marjorettes que cubren precariamente sus depilados Montes de Venus con una prenda mínima e innecesaria.
Para algunos, París puede ser también estrellas que se ponderan, golosamente, en unas guías gastronómicas que generan salivaciones inmediatas, dudas acerca de cuál sabor, cuál gusto, sustentará una comida que deja de ser simple acto de supervivencia para transformarse en comentario obligado, en consejo o advertencia para aquellos amigos gurmandos que también perciben el mundo a través de las papilas gustativas.
Sin embargo, para Cortázar y sus personajes, para esos que no están esperando "otra cosa que salvarse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia", París es una afrenta, la posibilidad última de ser lo que se anhela ser, de concretar una ilusión, una esperanza, que no conoce las medias tintas porque la ciudad sólo sabe de éxitos o fracasos.
Para esa compleja fauna de artistas de segunda en busca del protagonismo, de exiliados políticos, falsos estudiantes, mitómanos y expatriados a voluntad, París es una manera de vivir, de entender la vida, lejos de recorridos turísticos, de confirmaciones del vuelo de regreso, de preocupaciones por el número de maletines de mano o por el exceso de peso del equipaje. Para esos tantos Oliveiras y Magas, la ciudad es un vagabundo circunscrito, sin nuevos o trascendentes destinos, cuya ruta la aconseja la circunstancia, una frase escuchada al azar, un súbito deseo de besarse en una plaza anónima donde aún reposan las rayuelas, "los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo".
París oculto, construido de falencias y precariedades, erigido sobre la escasez de dinero y la falta de espacio, donde se tropieza con las paredes, un bidé sirve de biblioteca, y las medias sucias acompañan en la repisa de la chimenea a unas botellas vacías que atestiguan una noche de tristeza y de nostalgia por la novia o la patria lejana, por los familiares que no se felicitarán esta Navidad y, sobre todo, por la constatación de que no se es lo que se quiere ser en esta ciudad donde, en palabras de la Maga: "somos como hongos, crecemos en los pasamanos de las escaleras, en piezas oscuras donde huele a sebo".
Ciudad limitada a las andanzas por los sitios de siempre, el Barrio Latino, el Boul Mich, Saint-Germain-des-Prés, con su miríada de callejuelas: la Rue Bonaparte, la Dauphine, la Buci con sus puestos de venta de alimentos en plena calle, en los que una pierna de ganso, unas clementinas, un filete de salmón, una porción de terrine o una secuencia de entrecôtes rojas y frescas se convierten en verdadera obra de arte, en decoración disruptiva que altera procesos fisiológicos, porque los alimentos se digieren primero con los ojos antes que con la boca. Callejuelas generosas, conectoras, como la Rue de Seine que comunica el boulevard de cemento y el bullicio de los cafés al aire libre con el de agua, el Quai de Conti, ese borde plácido, donde el Sena aporta su contribución para que París asuma ahora la forma de luz "ceniza y oliva", reflejada en el río, de lento serpenteo de péniche, de besos apasionados y manos agarradas confirmando una promesa de amor adolescente que, por su frescura, se torna en sombra descifrable.
Imposiciones culturales transforman también la vida de los personajes de Cortázar en un conjunto de eventos que se deben presenciar por vez primera o volver a ver, simplemente porque "il le faut" : Potemkim, Mercedes Sosa, el Ciudadano Kane, Jacques Prévert leído por no se sabe quién, Moustaki, el Teatro Negro de Praga o el Quilapayún, asumen la forma de mandatos ineludibles a los que se debe asistir sin importar la lluvia, la nieve, el calor, la huelga de trenes y metro, la ausencia de acompañante, porque se trata simplemente de algo verdadero, auténtico, desinteresado.
Ciudad adulta y para adultos, en la que los niños se acarician con guantes de goma, asépticos, se encuentran prescritos y proscritos debido a que se llanto molesta a los vecinos y, en especial, a la conserje, a esa Torquemada cotidiana que juzga lo bueno y lo malo, lo oportuno y conveniente, lo socialmente aceptable que excluye, por supuesto, al bebé Rocamadour, "dientecito de ajo, nariz de azúcar, arbolito, caballito de juguete", y, en consecuencia, a las nociones, a las realidades de padre y madre. Adultos que sólo saben hacer el amor en cuartos marchitos, en camas de jergones pretéritos, adornadas con coberturas rancias y deshilachadas, compartida por dos soledades que confunden el acto sexual, el jadeo de pie, arrodillado, parado, en cuclillas, con el verdadero amor, porque la felicidad para el escritor tiene que "ser otra cosa, algo quizás más triste que esta paz y este placer... una caída interminable en la inmortalidad".
Urbe protagonizada por las contradicciones, hecha indistintamente de proezas y frustraciones, de éxitos rotundos y fracasos contundentes en la que los diversos personajes de Cortázar deambulan de un lado a otro, sin cumplir metas y objetivos personales, contándose sus penas, porque "es mucho más fácil hablar de las cosas tristes que de las alegres". Ciudad incoherente, habitada por ciudadanos corrientes, en donde "sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito", razón por la cual Oliveira percibe que "yo en realidad no tengo nada que ver conmigo mismo", porque los expatriados terminan por sentir "como una última luz que se va apagando en una enorme casa donde todas las luces se extinguen una por una".
París desconocido por turistas efímeros, cotidiano, profundo, hecho tanto de gauloises, pastís, panaches de cerveza y limonada, cafés de quartier, hediondeces perfumadas, supositorios para cualquier enfermedad, como de suciedades permitidas, loterías de miércoles y viernes, besos franceses plenos de lengua, copas de blanco y rojo, mascotas consentidas, y de clochards que prefieren la policía al frío; habitado, en fin por una pléyade de tránsfugas, quienes, imposibilitados de regresar a sus lugares de origen, resignados, descreídos, confirman con Cortázar que "es mejor pactar como los gatos y musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces ... Así es como París nos destruye despacio, silenciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino..."
VENECIA Y THOMAS MANN
El silencio peculiar de la ciudad parecía
absorber blandamente sus voces, apaciguándolas
y deshaciéndolas en el agua.
Thomas Mann
Se puede vivir en Venecia, en esa ciudad inverosímil, confusa, incomprensible, compuesta por 120 islas formadas por 170 canales, en la que es posible cruzar 400 puentes diferentes, denominada por siempre, y en honor a la realidad, la reina del Adriático. Se puede también morir en Venecia, como le aconteció a Gustavo Von Ashenbach, el protagonista de la novela de Thomas Mann: La Muerte en Venecia, ese personaje meticuloso y detallista, deseoso desde su juventud de fama y reconocimiento, creador de una obra literaria que con el tiempo adquirió "cierto carácter oficial, didáctico; su estilo perdió las osadías creadoras, los matices sutiles y nuevos; su estilo se hizo clásico, acabado, limado, conservador, formal, casi formulista... se incluyeron escritos suyos en antologías de lectura para uso de las escuelas. Por eso, al cumplir los cincuenta años cuando un príncipe alemán que acababa de subir al trono le concedió un título de noble, él no lo rechazó".
Von Aschenbach se convirtió así en "el poeta de todos aquellos que trabajaban hasta los límites del agotamiento, de los abrumados, de los que se sienten caídos aunque se mantienen erguidos todavía, de todos estos moralistas de la acción que, pobres de aliento y con escasos medios, a fuerza de exigirse a voluntad y de administrarse sabiamente, logran producir, al menos por un momento, la impresión de lo grandioso". Pues bien, ese mismo Von Aschenbach, el hombre que nunca tuvo tiempo para el ocio, que interpretó la vida como una inflexible disciplina en la que la distensión y la indolencia no tenían cabida, decidió, un buen día, poner su cotidianidad entre paréntesis, abandonar la reiterada rutina de sus casas de campo y de la ciudad, para huir, liberarse, descansar de todo y de todos.
Ese escritor de inspiraciones breves, experimentó de pronto un ansia de aventura, una inclinación por lo lejano que, luego de una fallida estada en una isla adriática, donde no encontró ni lo exótico ni lo extraordinario, lo llevó a trasladarse a Venecia, a esa ciudad magnifica "de irresistible atracción para las personas ilustradas, tanto por el prestigio de su historia como por sus actuales encantos".
No era la primera vez que Von Aschenbach pernoctaba en Venecia, había estado antes, en otras ocasiones. Sin embargo, esta visita fue diferente desde el comienzo hasta el fin, hasta su propio fin. Una vez más se maravilló con el esplendor de la Plaza de San Marcos, con el magnificente Palacio Ducal y la imponente catedral con su interminable campanile, con el incomparable Puente de los Suspiros, con las dos espigadas columnas de granito, una con el león alado de San Marcos y otra con San Teodoro de Studium sobre un cocodrilo, aunque en esta oportunidad, al arribar a la ciudad serena en barco, compartió el asombro y la sorpresa de los navegantes que la visitaban, confirmando contundente que "llegar por tierra a Venecia era como entrar en un palacio por la escalera de servicio".
Venecia se le ofreció al personaje de Thomas Mann como ella es "bella, insinuante y sospechosa; ciudad encantada de un lado, y trampa para los extranjeros, de otro, en cuyo aire pestilente brilló un día, como pompa y molicie, el arte, y que a los músicos prestaba sones que adormecían y enervaban". Nuestro aventurero se dirigió al Lido, a uno de esos hospedajes de verdadero lujo, de circunstancia, en cuyo edificio "reinaba ese solemne silencio que constituye el orgullo de los grandes hoteles".
En ese hotel suntuoso, despojado de preocupaciones y de tareas cotidianas, nuestro escritor se topó con una de las sorpresas de la Venecia inverosímil, con un adolescente que encarnaba toda la belleza que afanosamente había buscado durante años, en escritos propios y ajenos, en párrafos y más párrafos que ahora se le antojaban sosos, burdos, carentes de contenido estético. Ese adolescente, de nombre Tadrio, diminutivo de Tadeum y que en polaco se pronuncia Tadrin, se le metió prontamente en el alma al escritor compitiendo, como inspiración del artista envejecido, con la ciudad, con los placeres banales del descanso para llevarlo a afirmar, en el limite de las admiraciones, que "aunque no tuviera yo el mar y la playa, permanecería aquí mientras tú no te fueras".
Para Von Ashenbach, Venecia se confundió con Tadrio, con ese joven de catorce años, de cabeza perfecta, de rostro pálido y precisamente austero, encuadrado de cabello color de miel, de nariz recta y boca fina, dotado de una expresión de deliciosa serenidad divina que le recordaron al escritor "los bustos griegos de la época más noble". Desde ese primer encuentro; Tadrio y Venecia se hicieron uno, la ciudad no existía para el escritor sin el adolescente, sólo cobraba vida en la medida en que lo perseguía, tímido y temeroso, "deslizándose en el turbio laberinto de los canales, por entre delicados balcones de mármol exornados con leones, doblando esquinas rezumantes, pasando luego al pie de otras fachadas suntuosas", admitiendo que esas fantásticas travesías por las lagunas de Venecia comenzaban a ejercer un particular encanto sobre él aunque cierto "espíritu de mendicidad de reina caída, bastaba para romperlo".
Von Aschenbach disfrutó de Tadrio y de Venecia sólo con la mirada, a ambos los contempló asiduamente de cerca y de lejos, frenético y apaciguado, iracundo y sosegado, envalentonado y temeroso, saludable y enfermo, libre y prejuiciado, a pie y en góndola, en esa extraña embarcación que ha llegado hasta nosotros "invariable desde una época de romanticismo y de poema, negra, con una negrura que sólo poseen los ataúdes, evoca aventuras silenciosas y arriesgadas, la noche sombría, el ataúd y el último viaje silencioso".
El escritor del escritor Thomas Mann apostó por la belleza, sin importarle las amenazas del siroco, el fétido olor de la laguna ni la evidencia de esa enfermedad nacida en los pantanos del Delta del Ganges: el cólera indio. Ashenbach cumplió a cabalidad el consejo que le impartió el peluquero del hotel, quien luego de cortarle el cabello, acicalarlo y refrescarle el rostro, le dijo con humilde cortesía: "ahora puede el señor enamorarse sin reparo".
Tadrio y Venecia, Venecia y Tadrio confundidos en un mismo amor que se afirmó en el proceso de una muerte intuida, deseada, feliz, porque esa muerte fue corolario de una vida que tardíamente encontró la estética en un rostro adolescente y la belleza en una ciudad serena. Enamoramiento inusitado, imprevisto, inesperado, disruptor de certezas y seguridades, generador de revelaciones y desvaríos que llevó a Ashenbach a confesarle a un imaginario interlocutor: "¿comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?".
Muerte en Venecia, en la ciudad inverosímil, donde la felicidad se puede obtener también con el adormecimiento eterno, ese que se presenta cuando los ojos se hastían de tanta belleza y se van cerrando, lenta, muy lentamente, contemplando a lo lejos un pálido e inalcanzable mancebo que saluda y sonríe.
Las ciudades invisibles de Italo Calvino
Es el momento desesperado en que
se descubre que ese imperio que nos
había parecido la suma de todas las
maravillas es una destrucción sin fin ni forma
Italo Calvino
Un imperio da para todo, puede ser la base de lo real y la posibilidad de la ficción, la certeza de lo constatable o la creencia en lo que eventualmente puede existir; es posible que no se tenga la capacidad para recorrerlo de un extremo a otro y que sus gobernantes deban conformarse con lo visto por otros ojos, con lo concebido por una imaginación ajena. Esto es justamente lo que, en la novela Las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, le sucede a Kublai Kan, el Gran Kan, quien debe creer o no creer "todo lo que le dice Marco Polo cuando le describe las ciudades que ha visitado en sus embajadas".
Las Ciudades Invisibles es una apuesta por lo que puede ser, la complicidad de un Emperador agotado con un viajero experimentado que mezcla la realidad con la fantasía para crear parajes imposibles, urbes soñadas, ciudades construidas exclusivamente por la ensoñación, incapaces de ser retratadas, planificadas, medidas, censadas, porque son pura ficción, entelequias de un espíritu libertario que a lo largo de sus correrías por mundos desconocidos, se imaginó lo que no podía ser para otorgarle rasgos y señas, y entretener al Gran Kan, reconociendo que "en la vida de los emperadores hay un momento que se sucede al orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y comprenderlos".
De la mano del viajero, el Kan se traslada a un conjunto de bellas e imposibles ciudades que dotadas de nombres bizarros poseen características inéditas y poco creíbles. Así tenemos a Diomira, "ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas de bronce de todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro que canta todas las mañanas sobre una torre". Igualmente, en ese viaje imaginario podríamos escuchar a Marco Polo decirle al Emperador: "inútilmente, magnánimo Kublai, intentaré describirte la ciudad de Zaira de los altos bastiones. Podría decirte de cuántos peldaños son sus calles en escalera, de qué tipo los arcos de sus portales, qué chapas de zinc cubren los techos; pero sé ya que sería como no decirte nada. No está hecha de esto la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado".
Si de matrimonios y dotes se trata, si queremos conocer regalos inconcebibles, presentes sin parangón, en ocasión de las bodas de los descendientes de sus fundadores, debemos visitar la ciudad de Dorotea, donde las muchachas casaderas se comprometen con jóvenes de otros barrios "y las familias se intercambian las mercancías de las que cada una tiene la exclusividad: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas" o hacer cálculos con base en datos exclusivos para saber todo lo que se quiera saber de la ciudad, de su pasado, su presente o de su mismo futuro.
Ciertamente existen también ciudades inolvidables que se le meten en el corazón y en la memoria al hombre, haciéndose indelebles, imposibles de borrar, permanentemente recordadas sin ninguna posibilidad de olvido; eso ocurre con Zora que tiene "la propiedad de permanecer en la memoria punto por punto ...el hombre que sabe de memoria cómo es Zora, cuando no puede dormir imagina que camina por sus calles y recuerda el orden en que se suceden el reloj de cobre, el toldo a rayas del peluquero, la fuente de los nueve surtidores, la torre de vidrio del astrónomo, el puesto del vendedor de sandías, el café de la esquina, el atajo que va al puerto".
Despina, por su parte, es una ciudad dual, engañosa, hipócrita, que encuentra vigencia en una permanente duplicidad, ofreciendo diferentes rostros, según se llegue a ella en barco o en camello. El marinero que viene en barco "distingue la forma de una giba de camello, de una silla de montar bordada de flecos brillantes entre dos gibas, sabe que es una ciudad pero la piensa como un camello de cuyas albardas cuelgan odres y alforjas de frutas confitadas, vino de dátiles, hojas de tabaco". Sin embargo, al camellero que se acerca a la ciudad cabalgando en su bestia, Despina se le aparece "como una nave que lo saque del desierto, un velero que esté por partir, con el viento que ya hincha las velas todavía sin desatar, o un vapor con la cadena vibrando en la carena de hierro".
Hay ciudades que son lo que fueron, que se alimentan del pasado, convirtiéndolo contradictoriamente en presente e inexplicablemente en perspectiva, eso ocurre con Maurilia, donde se invita al viajero a visitar la ciudad mediante la detenida observación de viejas tarjetas postales que la representan como era y como va a ser. Estas ciudades sin presente conviven en el relato de Marco Polo con otras contradictorias e incomprensibles como la ciudad de Zenobia, que "aunque situada en terreno seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y de zinc, con muchas galerías y balcones a distinta altura, sobre zancos que se superponen unos sobre otros".
Para sorpresa de Kublai Kan, el infatigable viajero le relató también la existencia de una peculiar ciudad que convirtió elementos de sus edificios en el eje fundamental de las construcciones que la definen. Armilla es así, no se sabe si incompleta, demolida, hechizada o construida de esa forma por el capricho de un Dios travieso o de un arquitecto insomne. Lo singular de esta ciudad es que "no tiene paredes, ni techos, ni pavimentos: no tiene nada que la haga parecer una ciudad, excepto las cañerías del agua, que suben verticales donde deberían estar las casas y se ramifican donde deberían estar los pisos: duchas, sifones, rebosaderos",
El Gran Kan supo también por boca de Marco Polo de la existencia de ciudades incompletas que, como sí compartiesen también la maldición de Sísifo, tampoco alcanzan nunca a completarse. Tal es el caso de Sofronia, ciudad compuesta de dos medias ciudades, con la particularidad de que "una de la medias ciudades está fija, la otra es provisional y cuando su tiempo de estadía ha terminado; la desclavan, la desmontan y se la llevan para transplantarla en otra media ciudad".
Nada que decir de Aglaura, fuera de las cosas que sus ciudadanos repiten desde siempre: "una serie de virtudes proverbiales, otros tantos proverbiales defectos, alguna rareza, algún puntilloso homenaje a las reglas", y mucho menos de Eutropia que es la ciudad de las ciudades, donde éstas se desparraman en un amplísimo altiplano, con la particularidad de que "una sola está habitada, las otras vacías; y esto ocurre por turno".
Ciudades invisibles, imposibles, que existen únicamente en la imaginación de aquél que se fatigó de mucho ver, cuyos ojos ahora se dirigen hacia adentro, para narrar fábulas que otros hombres, hastiados de tanto poder, de tanta rutina, reciben con el mismo entusiasmo con que los niños escuchan sus historias favoritas antes de que el hada madrina los transporte a esos parajes donde habita el reposo y la quietud.
Varias ciudades del mundo poseen apodos que resaltan algunas de sus características. El sitio electrónico 20minutos.es señaló a algunas de estas urbes que poseen un sobrenombre. Muchos de ellos son mundialmente conocidos, pero… ¿Sabes por qué surgieron?
Nueva York, la gran manzana. En los años 20, el cronista deportivo John J. Fitzgerald tituló una columna hípica como “La Gran Manzana”, ya que en uno de sus viajes escuchó cómo los policías que trabajaban en el hipódromo de Nueva Orleans le llamaban así al recinto neoyorkino.
Otra versión señala que en los años 30, los jazzistas referían que su gran objetivo era tocar en esa ciudad, pues “son muchas las manzanas que tiene el árbol del éxito, pero Nueva York es la Gran Manzana”.
No fue sino hasta la década de los 70 cuando el sobrenombre se popularizó; el departamento de turismo de la localidad emprendió una gran campaña publicitaria, que tomó como base estas dos historias.
Como dice lavanguardia.es, a Nueva York también se le conoce como la ciudad que nunca duerme, porque no hay ni un momento de descanso en esa urbe, debido a las actividades que en ella se realizan.
París, la ciudad luz y del amor. En sus orígenes, la capital francesa era una ciudad sumamente oscura y peligrosa. En el siglo XVII, por regla oficial, se determinó que al atardecer cada casa dejaría una vela encendida con la intención de disminuir los riesgos de andar en la noche por las calles. Imagínate la postal que esto fue en su día.
Visitaparis.com explica que París, además de ser la primera urbe en contar con luz eléctrica, fue el centro que se originaron diversas ideas para importantes cambios sociales, como la declarición de los derechos del hombre y los principios de igualdad, libertad y fraternidad, entre otros. Además, el barrio del Sacre Couer fue el sitio de inspiración para muchos bohemios constructores del arte del Romanticismo.
¿Por qué se le conoce también como la ciudad del amor? Es simple, París cuenta con numerosos lugares, entre ellos construcciones, palacios y jardines, ideales para que una pareja reafirme su compromiso, tal y como sucede en el Puente de las Artes, en donde las parejas colocan un candado con sus iniciales y una frase romántica grabada en ellos; después arrojan al río Sena las llaves de éste, en señal de amor eterno.
Roma, la ciudad eterna. Popularmente se le designa a la capital italiana de esta manera. Como se explica en escolar.com, en sus calles puede observarse un sincretismo del pasado, presente y futuro de la humanidad. De un lado puedes observar ruinas de aquel gran imperio y del otro, edificios que siguen los patrones de vanguardia, un tesoro que no puede apreciarse en cualquier parte del mundo.
Las Vegas, ciudad del pecado, ciudad del juego o ciudad de las luces. En 1931, a diferencia del resto de Estados Unidos, en este condado de Nevada se legalizaron los juegos de apuesta y la prostitución. Además, se otorgaron diversas facilidades para tramitar divorcios, de ahí que a Las Vegas se le conozca como la ciudad del pecado.
Las Vegas Trip es la parte más famosa de este lugar, pues es en donde se encuentran reunidos los hoteles más lujosos, teatros, e innumerables casinos. Es por ello que también se le conoce como la ciudad del juego, que de noche se convierte en la ciudad de las luces, por la gran cantidad de anuncios y luces de neón que le dan vida y magia este destino turístico.
Pekín, la ciudad prohibida. El apodo de la metrópoli china deriva del hecho que entre 1420 a 1920 las dinastías Ming y Quing habitaron elPalacio Imperial y el resto de sus pobladores tenían restringido el acceso a la Plaza Tiananmen y a sus alrededores. Hoy puedes visitar la zona sin problema alguno.
Madrid, villa y corte. En épocas feudales, la villa de Madrid se creó gracias a la conjunción de numerosas aldeas y pueblos cercanos. Pasó a ser corte en 1561, cuando el rey Felipe II decidió que la sede de la misma fuera ese lugar. Es por ello que se le conoce como Madrid, villa y corte, así lo indica esmadrid.com
Milán, la capital de la moda. Como se informa en publiboda.com, esta urbe italiana, durante años, ha sido escogida por los diseñadores más reconocidos como sede de sus emporios de diseño de ropa. Ahí también se encuentra la escuela de moda con más prestigio en el mundo, elInstituto Europeo di Design.
En el interior y alrededor de Milán puedes encontrar cientos de sitios para hacer compras, sin que te canses de verlos. En cada lugar encontrarás distintas cosas. Dos veces al año se organiza el Milan Fashion Week, el desfile más concurrido para conocer nuevas tendencias.
Budapest, la perla del Danubio. El centro de los poderes húngaros está dividido en dos partes por el río Danubio. De ahí podría derivar el apodo, aunque otras versiones dicen que se debe a sus edificios altos y a la grandeza de sus puentes.
Chicago, la ciudad del viento. En revistadini.com se dice que desde 1876 se le conoce de esta forma, debido a las fuertes ráfagas de aire que corren en su interior generadas por el lago Michigan, así como por la reconstrucción de la ciudad, tras un fuerte incendio sufrido en el siglo XIX. Eso derivó en una serie de túneles por donde se escapa el viento.
En otros sitios, como pagina12.com.ar, mencionan que a principios de 1800 hubo una movilización de personas en todo Estados Unidos para promover la inversión en esta zona, exagerando las características del lugar, por lo que algunos consideraron que estas personas estaban “llenos de viento”, es decir, que eran unos mentirosos.
Río de Janeiro, la ciudad maravillosa. La segunda ciudad más grande de Brasil se ganó este sobrenombre gracias a los numerosos y bellos paisajes que se pueden observar en la región por ser la sede del carnaval más famoso del mundo, así como por la riqueza de sus sitios turísticos y el carácter alegre de sus habitantes.
Munich, la ciudad de la cerveza. En 1526, Guillermo IV de Baviera promulgó en este sitio la ‘ley de la pureza’, la cual dictaba que la elaboración de la cerveza tenía que basarse en tres ingredientes: agua, lúpulo y malta de cebada.
Aunque este dictamen fue abolido en 1986, Munich se ha mantenido fiel a esta tradición y es por ello que ahí se producen las mejores cervezas que puedes saborear, junto con muchas otras más, en el ya famoso Oktoberfest.
Hong Kong, la perla de oriente. Este segundo nombre no se debe a que Hong Kong se encuentre próximo al río Perla. Como se argumenta enlanacion.com.ar, es por conceptos económicos, pues la región es el noveno exportador de servicios, tiene la segunda Bolsa de Valores más poderosa de Asia y es el cuarto centro bancario del mundo. Además, posee diversas facilidades para invertir, tales como la inexistencia de bloqueos comerciales e impuestos sumamente bajos.
Ámsterdam, la Venecia del norte. Alrededor de los años 1600 y 1700 se llevó a cabo la modernización de la hoy capital holandesa. Como parte del plan se trazaron nuevas calles y se edificaron más de 160 canales y 1280 puentes, así como cientos de almacenes alrededor de la ciudad antigua, guardando muchas similitudes con la ciudad italiana.
Turín, la ciudad del chocolate. Gracias a los distintos viajes hechos por los europeos hacia América, los de Torino pudieron conocer los que algunos llaman “el néctar de los dioses”. Desde 1560 hasta la fecha, en esta región de Italia se han fundado empresas que han convertido este producto en toda una tradición y arte.
Fue ahí donde se inventaron las tabletas de chocolate combinadas con todo tipo de frutos, así como la Nutella y anualmente se lleva a cabo laferia del chocolate.
Houston, la ciudad del espacio. La cuarta ciudad más grande de Estados Unidos, como se señala en viajes.net, recibió este mote ya que ahí se construyó el centro espacial de la NASA.
Pittsburgh, la ciudad de acero. Cientos de inmigrantes británicos se establecieron en esta ciudad en las primeras décadas de 1800 para fundar fábricas de acero. Un siglo después, Pittsburgh se encargaba de la producción de prácticamente todo ese metal utilizado en los Estados Unidos.
Al finalizar la II Guerra Mundial, se llevó a cabo un plan de saneamiento de la zona que concluyó en 1970 con el cierre masivo de industrias dedicadas a ese sector. Sólo queda el equipo de futbol americano, los Acereros de Pittsburgh, como recuerdo de aquellas épocas.
Harbin, la ciudad del hielo. Este valle ubicado debajo de Siberia registra temperaturas de -20 °C durante 6 meses, lo que les permite jugar con la nieve, organizando todas las temporadas, desde hace 25 años, un concurso de esculturas de hielo, las cuales se exponen durante 2 meses. Posteriormente se determina a la ganadora.
Cantón, ciudad de la cabra. Según datos de lubel.com, la localidad china recibió este alias porque una leyenda dice que cinco dioses descendieron sobre la misma en cinco cabras para darle a los pobladores algunos alimentos y prometieron liberarlos del hambre para siempre.
Con información de de10.com.mx
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