Antiguamente ganar un liderazgo público requería prestigio, sabiduría, y respetabilidad. Se buscaba gente seria para cargos de responsabilidad política. Hacían gracia esos dirigentes norteamericanos que comenzaban sus discursos con chistecitos para congraciarse con su audiencia. Todo aquello pertenece al pasado.
Hoy presidentes y monarcas viven un interminable "reality show", que tritura figuras admirables y de respeto. Napoleón dijo: "nadie es un gran hombre para su valet de chambre"; y ahora medios y encuestas son el valet electrónico que pone en calzoncillos a la más destacada de las personalidades.
Ciertas figuras políticas llevan todo con seriedad, dignidad y discreción. Pero otros montan una especie de circo en el que gustosamente son histriónicos protagonistas. Se trata de los comediantes presidentes.
Hasta las nuevas dictaduras populistas se copian directamente de aquel loco y deforme "Guasón" de las películas de Batman.
Como algunas estrellas de "rock", su "carisma" se afinca en tres rasgos compartidos con su fanaticada: Soez vulgaridad, vociferante ignorancia, y una lombrosiana fealdad en sociedades donde se cultivan reinados de belleza.
De ese modo crean plena sintonía con cuanto bicho ambulante se siente ordinario, ignorante y feo en medio de mayorías que tradicionalmente cultivan la superación personal y colectiva. De esa cantera salen sus "groupies" incondicionales.
La gran especialidad de estos payasos es reventar pasteles en la cara de la señora más digna y elegante, provocando hilaridad en la chusma primitiva con sus incesantes faltas de respeto.
Su ejercicio del poder lo convierten en "performance" continuo, donde juramentos y arengas son solo puestas en escena, y sus pocos colaboradores de confianza se reducen a meros actores de reparto, que rotan los roles sin credencial alguna.
Ordenan y mandan, para la galería; pero jamás gobiernan.
En sus manos uniformes, charreteras, espadas, hostias y sotanas se vuelven elementos de utilería. Convierten la historia en libreto de telenovela. Manejan fondos cual varita de Harry Potter, para aparentar soluciones a cualquier problema; y las enfermedades son apenas excelente oportunidad de generar empatía.
La realidad no cuenta, es su enemigo. Y el fin de la función es siempre sorpresivo.
A veces la audiencia se harta, se para y se va. En otras el protagonista pierde la razón, o lo traicionan sus miserables secuaces. Al final les vence la realidad; o interviene la Providencia por aquella insuperable verdad que enseña que el hombre propone, y Dios dispone.
aherreravaillant@yahoo.com
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