Antonio Sánchez García | octubre 5, 2016
Lo cierto es que nadie se esperaba el no. En una sociedad amaestrada al sí, en tiempos en que ni Washington ni el Vaticano están dispuestos a perder puntos enfrentándose a lo que dictan las normas de buena conducta y la politesse de un mundo unipolar y el entendimiento papal bajo o sobre cuerdas con la dictadura cubana, Putin, Siria y el talibanismo musulmán, cuando el acomodo con Dios y con el Diablo se ha convertido en norma de conducta política – la RealPolitik que tanto valoran los asesores venidos del frío – el NO resuena en los pulcros ámbitos de la opinión pública mundial como una inesperada bofetada. Por lo visto, el muerto no estaba tan muerto. Aún resuella. Como para negarse a convalidar un negocio escandaloso: fracasado el intento semi centenario por asaltar el Poder por las malas y de haberse convertido en el principal cartel de la droga a nivel mundial, ahora Juan Manuel Santos, sus medios y la bondad de la generosa conciencia mundial ávida por dar vuelta las páginas de sus horrores le abría a las FARC de par en par los portones de la legalidad política colombiana para que en un plazo más que moderado pudieran convertirse en la alternativa chavista para asaltar el poder por la vía constituyente, con el obvio respaldo del mismo progresismo que aclamaba al Sí. Timoschenko había asumido de un secuestro al otro estatura presidenciable. Si Chávez y Maduro pudieron, con el auxilio de la tiranía cubana y el entonces embajador de los Estados Unidos en Caracas, ¿por qué, con tanta más razón, no podría el estado mayor revolucionario de Marulanda y Raúl Reyes hacerse con el poder en Colombia y seguir la rumba que ha terminado por devastar a Venezuela?
Un argumento tan elemental que hacía a los orígenes de este sangriento conflicto como el determinar quién fue su iniciador, su promotor y su principal protagonista desapareció del calendario de interrogantes: tan culpables por las guerrillas de las FARC fue el establecimiento liberal o conservador colombiano que se había hecho fuerte en defensa del Estado de Derecho, como las FARC, que hicieran de la guerra su principal bandería y del narcotráfico su principal negocio. Por cierto, posiblemente la industria más lucrativa del Tercer Mundo. De pronto, Uribe y Pastrana se vieron colocados en la misma balanza con Samper y Nicolás Maduro. Ni siquiera un intelectual del peso y la talla de Vargas Llosa atendió al detalle. En Colombia se enfrentaban antagonistas de mismos derechos y consideraciones, quienes, sin atender a las circunstancias de los mediadores se parearon ante la tiranía más siniestra y longeva del mundo. Detrás de un lema que olía al Lenin que se preparaba para asaltar el Palacio de Invierno, el ¡Fin a la guerra! hacía caída y mesa limpia de más de medio siglo de iniquidades, minas antipersonales, inválidos campesinos colombianos y cientos de miles, sino millones de desplazados a bazukazos. Para Venezuela, la paz de los cementerios.
De algún modo, el triunfo del NO ratifica la confianza en la raigambre profundamente democrática de Colombia, exactamente como reafirma comparativamente el profundo deterioro de la nuestra, hoy en estado de despojo terminal: mientras allí se celebra un evento electoral de dimensiones trascendentales en un tiempo más que prudente y se entregan resultados sin despertar ni angustiosas esperas ni sospechas demoledoras, un gobierno odiado por el 90% de nuestra ciudadanía puede burlarse de la Constitución y hacer lo que realmente le viene en ganas. Mientras sus padres putativos y principales beneficiarios, los inefables hermanos Castro, esperan por los diálogos que algún día la Sra. Clinton y Bergoglio propiciarán en la Habana. A ver si finalmente nos dan permiso para celebrar nuestro Referéndum Revocatorio. Si es que Venezuela aún existe.
¿Como no alegrarse por el triunfo del NO cuando el SI nos tiene aplastados contra el piso?
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