Los "intelectuales" y la revolución
MARIANO NAVA CONTRERAS | EL UNIVERSAL
viernes 5 de abril de 2013 12:00 AM
Independientemente de lo que, confieso, me revienta la palabrita, habrá que reconocer que actualmente se impone una revisión de lo que solemos entender por un "intelectual". Esto lo digo porque, tal y como lo consagra el cliché, se supone que un intelectual es alguien que utiliza su inteligencia como herramienta de trabajo. Según esto, se presume que un intelectual debería ser alguien muy inteligente, puesto que es a través de la inteligencia y mediante su uso que aporta los conocimientos para bien de la sociedad. A partir de esta premisa surgió el extraño y muy narciso prejuicio de que los intelectuales son, a priori, personas inteligentes. En realidad, estas concepciones obedecen a un concepto igualmente errado de lo que es la inteligencia.
Antiguamente se entendía la inteligencia en términos únicos y absolutos, es decir, se pensaba que la inteligencia era una sola, y que sencillamente se tenía o se carecía de ella. En otras palabras, se era inteligente o bruto, así de simple. Hoy, por fortuna, estas ideas han sido superadas. Ahora se entiende más bien que hay muchos tipos de inteligencia. Se habla por ejemplo de una inteligencia social, de una inteligencia emocional, de una inteligencia cognoscitiva, y se sabe que la posesión de alguna no implica necesariamente la de las demás. Esto podemos comprobarlo con facilidad en nuestra propia experiencia cotidiana. A menudo nos topamos con personas brillantes en lo profesional o en lo académico, pero que en otros aspectos de su vida son un auténtico desastre. O viceversa. Personalmente conozco varios colegas que caben muy bien en la primera categoría. Por lo demás, la pequeña historia nos da cuenta de lo complicada que puede ser la vida personal de algunos intelectuales. Jenofonte nos recuerda con morboso deleite la desestructurada relación que llevaban Sócrates y Jantipa. Modernamente, todos los biógrafos coinciden en lo desdichado que fue Einstein en su vida amorosa. Estos ejemplos podrían llevarnos a la escabrosa conclusión de que el intelectual no necesariamente tiene que ser un tipo inteligente.
Las historias del pensamiento también coinciden en que Sócrates fue el inventor de las humanidades. Fue él quien decidió que la filosofía debía dejar de estudiar las cosas de la naturaleza para ocuparse de temas mucho más humanos. Fue así como por primera vez asuntos como la amistad, la belleza o la justicia se convirtieron en objeto de estudio. Cuenta Platón que fue el oráculo de Apolo quien proclamó que Sócrates era el hombre más sabio. Éste, intrigado por el dictamen del dios, se dedicó a investigar en qué consistía la verdadera sabiduría. Para ello, fue en busca de un juez y le preguntó en qué consistía la justicia, fue en busca de un artista y le preguntó en qué consistía la belleza, fue en busca de un militar y le preguntó en qué consistía el valor. Al cabo de sus pesquisas, Sócrates llegó a la penosa conclusión de que era un ignorante, pero los demás también. Fue cuando pronunció su célebre frase, "solo sé que no sé nada", quizás como respuesta al dios. Sin embargo, Sócrates también consiguió suscitar la ira de los atenienses, pues sin querer los confrontó con su propia ignorancia. Muchos piensan que las antipatías que se ganó entonces fueron la verdadera causa de que poco después lo condenaran a muerte.
Desde entonces se entiende que, por definición, el intelectual es un ser incómodo para la sociedad. Incómodo a la vez que necesario. Es ese desagradable personaje encargado de señalar los errores y las carencias, los defectos y las fallas, fastidiosa e ingrata ocupación que tiene que ver más con la vocación y el valor que con la inteligencia. Incomprendido y denostado, el lugar del intelectual es la provocación y el desacomodo, la subversión, el cuestionamiento del poder y su desafío. Por eso ningún gobierno, de izquierda ni de derecha, conservador ni revolucionario, quiere a los intelectuales, sino que más bien a menudo los convierte en sus víctimas preferidas. Por eso el único régimen posible para el intelectual es la democracia, que acepta la crítica a regañadientes y la considera como un mal necesario. Es también por eso que la única relación posible entre el intelectual y la revolución puede darse cuando ésta aún no ha llegado al poder, cuando es solo crítica, proyecto y utopía. Cuando la revolución se convierte en gobierno, el intelectual la vuelve objeto de análisis y cuestionamiento, poniendo en peligro su lógica y su programa. La única forma de convivencia sería entonces que el intelectual dejara de ser un actor crítico para convertirse en un cantor de panegíricos, en un declamador de encomios, pero entonces, claro, ya no sería un intelectual.
@MarianoNava
Antiguamente se entendía la inteligencia en términos únicos y absolutos, es decir, se pensaba que la inteligencia era una sola, y que sencillamente se tenía o se carecía de ella. En otras palabras, se era inteligente o bruto, así de simple. Hoy, por fortuna, estas ideas han sido superadas. Ahora se entiende más bien que hay muchos tipos de inteligencia. Se habla por ejemplo de una inteligencia social, de una inteligencia emocional, de una inteligencia cognoscitiva, y se sabe que la posesión de alguna no implica necesariamente la de las demás. Esto podemos comprobarlo con facilidad en nuestra propia experiencia cotidiana. A menudo nos topamos con personas brillantes en lo profesional o en lo académico, pero que en otros aspectos de su vida son un auténtico desastre. O viceversa. Personalmente conozco varios colegas que caben muy bien en la primera categoría. Por lo demás, la pequeña historia nos da cuenta de lo complicada que puede ser la vida personal de algunos intelectuales. Jenofonte nos recuerda con morboso deleite la desestructurada relación que llevaban Sócrates y Jantipa. Modernamente, todos los biógrafos coinciden en lo desdichado que fue Einstein en su vida amorosa. Estos ejemplos podrían llevarnos a la escabrosa conclusión de que el intelectual no necesariamente tiene que ser un tipo inteligente.
Las historias del pensamiento también coinciden en que Sócrates fue el inventor de las humanidades. Fue él quien decidió que la filosofía debía dejar de estudiar las cosas de la naturaleza para ocuparse de temas mucho más humanos. Fue así como por primera vez asuntos como la amistad, la belleza o la justicia se convirtieron en objeto de estudio. Cuenta Platón que fue el oráculo de Apolo quien proclamó que Sócrates era el hombre más sabio. Éste, intrigado por el dictamen del dios, se dedicó a investigar en qué consistía la verdadera sabiduría. Para ello, fue en busca de un juez y le preguntó en qué consistía la justicia, fue en busca de un artista y le preguntó en qué consistía la belleza, fue en busca de un militar y le preguntó en qué consistía el valor. Al cabo de sus pesquisas, Sócrates llegó a la penosa conclusión de que era un ignorante, pero los demás también. Fue cuando pronunció su célebre frase, "solo sé que no sé nada", quizás como respuesta al dios. Sin embargo, Sócrates también consiguió suscitar la ira de los atenienses, pues sin querer los confrontó con su propia ignorancia. Muchos piensan que las antipatías que se ganó entonces fueron la verdadera causa de que poco después lo condenaran a muerte.
Desde entonces se entiende que, por definición, el intelectual es un ser incómodo para la sociedad. Incómodo a la vez que necesario. Es ese desagradable personaje encargado de señalar los errores y las carencias, los defectos y las fallas, fastidiosa e ingrata ocupación que tiene que ver más con la vocación y el valor que con la inteligencia. Incomprendido y denostado, el lugar del intelectual es la provocación y el desacomodo, la subversión, el cuestionamiento del poder y su desafío. Por eso ningún gobierno, de izquierda ni de derecha, conservador ni revolucionario, quiere a los intelectuales, sino que más bien a menudo los convierte en sus víctimas preferidas. Por eso el único régimen posible para el intelectual es la democracia, que acepta la crítica a regañadientes y la considera como un mal necesario. Es también por eso que la única relación posible entre el intelectual y la revolución puede darse cuando ésta aún no ha llegado al poder, cuando es solo crítica, proyecto y utopía. Cuando la revolución se convierte en gobierno, el intelectual la vuelve objeto de análisis y cuestionamiento, poniendo en peligro su lógica y su programa. La única forma de convivencia sería entonces que el intelectual dejara de ser un actor crítico para convertirse en un cantor de panegíricos, en un declamador de encomios, pero entonces, claro, ya no sería un intelectual.
@MarianoNava
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