La destrucción del pasado no era un fenómeno casual; la eliminación o transformación radical del entorno y la historia estaba apoyada en estrategias discursivas que minimizaban el valor de la naturaleza, el patrimonio edificado y el pasado indígena y colonial. Respecto al contexto natural, el dominio sobre el paisaje estimulaba la demanda de sanear y poblar la totalidad del territorio y los esfuerzos destinados a domesticar la inmensidad de las llanuras y montañas del país. Laureano Vallenilla Lanz -Planchart-, ideólogo del régimen, describía la voluntad de "civilizar" el territorio virgen: "Los tractores penetran en la selva para incorporarla a la civilización... El cascarón colonial mal conservado desaparece bajo la acción de la maquinaria pesada. Este periodo podría calificarse como el de la reconquista" (Vallenilla, 1955, p. 98).
Ni siquiera el Ávila, el principal monumento natural de Caracas, podría escapar de este deseo de conquista, pues
celebrada por los poetas y añorada por los caraqueños ausentes, nuestra hermosa montaña, orgullo de Venezuela, no había sido incorporada a la vida ciudadana. Durante siglos estuvo esperando la acción civilizadora del hombre, ahora allí presente con sus mesas de dibujo, sus tractores y su entusiasmo (Vallenilla, 1955, p. 25).
Respecto al patrimonio histórico y cultural, la dirigencia política explotó -y padeció de- la misma mezcla de sentimientos de la mayoría de los venezolanos; por una parte, el complejo de inferioridad derivado del atraso económico y caos social del momento, y, por la otra, el orgullo derivado del papel preponderante que Venezuela había jugado a nivel continental durante los años de la Independencia. En el medio edificado, los ranchos y los conucos, su equivalente rural, eran parte de ese pasado vergonzoso. El presidente Pérez Jiménez explicó la razón por la cual la sociedad venezolana debía librarse de esas formas de ocupación del espacio:
Nosotros optamos por un procedimiento más costoso pero más eficiente. Suprimir el rancho. Sustituirlo por superbloques en el cual el hombre tenga además de agua corriente, sus servicios higiénicos, un medio ambiente más apto... Asimismo respecto al campo, no creemos en el conuco (Blanco, 1983, p. 170).
Por supuesto, la tabla rasa cultural y urbana animaba los propósitos fáusticos del régimen; por ello, el bulldozer se volvía el mejor aliado y el símbolo de la nación moderna. Más aun, se argumentaba que:
... Nada perdemos arrojando al cesto cuanto se escribió y edificó durante el régimen colonial, el siglo XIX y gran parte del XX. Tampoco existe un arte precolombino porque desde el punto de vista estético son insignificantes los cacharros de arcilla y los ídolos que improvisados etnólogos y arqueólogos vernáculos presentan como prueba de pretéritas civilizaciones. Bien está pues, que el tractor orientado con sentido revolucionario eche por tierra toda esa tradición de bahareque, de telaraña y de literatura mohosa, penetrando también en la selva para crear verdaderas ciudades y un verdadero agro y sustituir el araguato y otros simios con hombres que piensan, trabajan y produzcan conforme a las necesidades de lo que es, por fin, una nueva Venezuela. Nadie ha de oponerse a esa acción redentora (Vallenilla, 1955, p. 109).
A despecho de algunas iniciativas que buscaban la identificación de los caraqueños con el pasado, prevalecía una posición clara contra la tradición, la cual, con excepción de la heroica gesta independentista, era una fuente de vergüenza y atraso. La memoria selectiva estaba en operación:
Lo cierto es que de la antigua Venezuela pocas cosas merecen conservarse. Los viejos monumentos que no representan un recuerdo histórico tienen ya cita con el tractor y en el mismo caso se encuentran los "nacimientos" de los cerros, los senderos tortuosos que se denominaron carreteras y tantas cosas que fueron producto de la improvisación (Vallenilla, 1955, p. 102).
La construcción se asoció a la destrucción creadora; la excavadora y la bola de demolición eran los símbolos de la tabla rasa, una política que suponía que demoler una vieja estructura permitiría cortar amarras con el pasado.
A la contradicción entre un pasado reciente que se estimaba insignificante y un inventario edificado también de poco valor, se sumaba la tensión entre las tradiciones indígenas y la tabla rasa cultural de la modernidad internacional, como lo declaró sin rodeos el mismo Vallenilla Lanz en uno de sus editoriales del periódico El Heraldo, en 1957, quizás el más clarificador de todos: "Nosotros no somos anti-indigenistas, pero nos felicitamos de que en Venezuela no haya indios y nos oponemos al mantenimiento de tradiciones que son fruto de la miseria, la ignorancia y el atraso" (citado en Castillo, 1990, p. 109).
Fue sólo en el momento en que el público se hizo consciente de la inmensa destrucción del patrimonio urbano, el derroche de recursos y los efectos negativos sobre la identidad que se estaban produciendo, cuando pudo ser apreciada la implicación plena de estas ideas acerca de la modernidad. De hecho, algunos discursos de valorización de pasado comenzaron a tomar cuerpo en el propio régimen, en simultánea con recuentos no tan optimistas de la amnesia del periodo.
El pasado contraataca: discursos neocoloniales e indígenas
No obstante el discurso oficial y la amnesia generalizada, de entre las ruinas de lo que se iba demoliendo surgieron voces que, a contracorriente, planteaban la necesidad de revisitar el pasado y exaltar, a veces con un claro dejo de nostalgia, la herencia cultural de aquellos períodos históricos que habían sido condenados por la leyenda negra, en particular el pasado colonial y el mundo precolombino.
La valoración de lo colonial y de lo indígena, y su tensión con el universalismo moderno, pueden considerarse un fenómeno latinoamericano que cobra fuerza durante las primeras décadas del siglo XX (Williamson, 1992, pp. 511-566). En Venezuela, una de las voces más relevantes en este debate fue Mario Briceño-lragorry (1895-1958), un conocido escritor e historiador que centró su obra en las tradiciones de raíz hispana. Briceño-Iragorry se oponía categóricamente a las influencias anglosajonas y sostenía que América Latina, a pesar de su mestizaje, es una continuidad cultural de España. Para Briceño (1988, p. 97), la decadencia y desfiguración cultural y social venezolana, derivada de la dependencia, no podía ser compensada ni con "vistosos rascacielos armados con materiales forasteros", ni con el lujo importado.
En arquitectura, no es sino con la llegada al país del arquitecto español Manuel Mújica Millán en 1928, cuando los elementos formales del estilo "neohispánico" o "neocolonial" comienzan a popularizarse en la ciudad capital, particularmente asociados al nuevo hábitat de una clase media emergente, en medio del auge inicial de la actividad petrolera del país, y cuya imagen se materializa en la casaquinta suburbana, siguiendo muy de cerca el modelo que exhibían desde algunos años antes los nuevos desarrollos residenciales de California con el llamado "Mission Style". El nuevo estilo, que en un primer momento también llegó a ser obligatorio para la arquitectura eclesiástica y del Estado -incluido el propio edificio en el cual reposan los restos del Libertador en Caracas: el Panteón Nacional-, se impondrá definitivamente en casi todo el continente durante la década de 1930, cuando los postulados positivistas aún vigentes de la centuria anterior asocien la noción de civilización a la raza blanca y los ideólogos criollos intenten explorar caminos de reconciliación con la "Madre Patria" (Caraballo, 1992, p. 14). No obstante, para historiadores de la disciplina como el argentino Ramón Gutiérrez (citado por Amaral, 1994, p. 15), tras la afirmación nacionalista implícita en la implantación regional del nuevo estilo, también se encuentra, paradójicamente, una señal del cambio de paradigmas en los arquitectos del continente, quienes van sustituyendo el modelo cultural europeo por el norteamericano.
La discusión pública sobre la conservación del patrimonio construido se inicia luego, justo cuando Caracas comienza a mostrar los primeros signos de una transformación física que se vislumbra radical. A comienzos de la década de 1940, un pequeño grupo de anticuarios y coleccionistas de arte, entre los cuales se contaban Alfredo Machado Hernández y el historiador Carlos Manuel Móller, resuelven crear la Asociación Venezolana de Amigos del Arte Colonial, entidad que logra obtener en comodato, y luego restaurar, una antigua mansión caraqueña del siglo XVIII que, a partir de 1942, sería la primera sede del Museo de Arte Colonial de Caracas: la llamada "Casa de Llaguno" (Móller, 1961, p. 80). El edificio, declarado Patrimonio Histórico de la Nación, sirve como escenario para exhibir al gran público los enseres y la cotidianidad de una morada "mantuana" caraqueña; no obstante, sería demolido apenas diez años más tarde para dar espacio a la avenida Urdaneta, una de las vías previstas en el plan de vialidad elaborado para la ciudad, quedando el museo sin sede. Simultáneamente con la estructuración de esta institución cultural, el arquitecto más importante del siglo XX venezolano, Carlos Raúl Villanueva (1900-1975), proyecta la Reurbanización El Silencio, el primer y más exitoso ejemplo de renovación urbana desarrollado dentro de la capital, conjunto en el cual un novedoso planteamiento de vivienda social estructuralmente moderno se conjuga con elementos funcionales y ornamentales tomados de la tradición hispánica, como patios en centros de manzana, corredores perimetrales y la recreación de portadas y columnas de antiguas casonas.
A pesar de la profunda transfiguración que observaba el paisaje -y aun cuando en otros lugares, como en El Tocuyo, una de las ciudades más antiguas del país, se generó ex profeso una nueva trama urbana luego del terremoto de 1950-, los vestigios de la antigua ciudad hispánica y su arquitectura eran evidentes. En contrapartida con la herencia colonial, aún presente, existía una virtual carencia de testimonios urbanos y arquitectónicos del período prehispánico venezolano capaz de alimentar el imaginario nacional, tan sólidamente instalado en países como México o Perú.
En efecto, la valoración del componente cultural prehispánico venezolano, considerado exiguo, y su consideración como un referente para la construcción de la identidad nacional, son relativamente tardías, si bien en otros países del continente el tema ya había sido objeto de fuertes debates ideológicos. En ese sentido, Roldán Esteva Grillet afirma:
Antes del fin de la segunda guerra mundial, cuando se estigmatiza todo racismo, para exorcizar cualquier reproducción del holocausto judío, el tema de la raza en América Latina tuvo su aliento justiciero y hasta su estética. La raza cósmica era un ideal continental, pues del crisol de razas provendría el hombre nuevo (citado en Colina, 1994, p. 36).
En ese nuevo contexto, son etnólogos y arqueólogos -muchos de ellos empíricos- quienes se encargan entonces de "desenterrar" los vestigios ocultos de ese oscuro período, ofreciendo sugestivas imágenes a los creadores artísticos y literarios para su interpretación y difusión.
Efectivamente, alimentados por anteriores hallazgos, durante la década de 1940 en Venezuela cobra auge un discurso literario indigenista que tiene a Antonio Reyes (1898-1973) y a Arturo Hellmund Tello entre sus más reconocidos exponentes: Reyes con la invención -como otrora hizo Vasari con los pintores y artistas del Renacimiento- de las vidas de los caciques, en el texto
Caciques aborígenes venezolanos, el cual vio la luz en 1942, y Hellmund Tello con sus narrativas precolombinas, las cuales se inician con sus
Leyendas indígenas (1946). Aunque los especialistas señalan que tanto Reyes como Hellmund Tello abordan el tema indígena de manera poco científica,
1 sus textos -que exaltan la valentía de quienes encabezaron la resistencia contra el conquistador español- servirán de inspiración a un grupo de artistas plásticos y luego, de manera un tanto subrepticia, permearán el discurso y las realizaciones patrocinadas por el Estado venezolano, particularmente bajo el gobierno militar de corte desarrollista presidido por Marcos Pérez Jiménez entre 1950 y 1958, período en el cual los nombres de diversos caciques, hasta entonces poco conocidos, como Guaicaipuro, Tamanaco y Macuto, se inmortalizan tanto en una serie de monedas conmemorativas, como en la nomenclatura de la cadena oficial de hoteles dispersos en toda la geografía nacional y hasta en los nuevos aviones de la Línea Aeropostal Venezolana.
Motivos en lugar de tipos
La arquitectura y urbanismo modernos tuvieron en la trama y en las tipologías edilicias del pasado colonial importantes fuentes de inspiración. Las manzanas ortogonales y frentes continuos de las nuevas zonas de expansión de la ciudad como El Conde y San Agustín, la reinterpretación del patio colonial en conjuntos multifamiliares como los de El Silencio y la utilización de elementos ornamentales del neocolonial y neobarroco en buena parte de las nuevas urbanizaciones, así lo demuestran.
Sin embargo, a falta de modelos urbanos y arquitectónicos del pasado precolombino, solamente quedaba tomar motivos iconográficos para asociarlos a la nueva arquitectura y paisaje urbano. Dichos motivos permitieron asociaciones entre el abstraccionismo moderno y lo figurativo que resultaban improbables en otros campos de la cultura. Es así como se produjeron vínculos inéditos entre los íconos de arquitectura moderna caraqueña y piezas aisladas provenientes del mundo precolombino.
Pudiera argumentarse que tales operaciones se mantuvieron en el ámbito superficial de las obras, sin mostrar grandes impactos sobre el entorno arquitectónico, por no provenir directamente del discurso espacial propiamente dicho. Sin embargo, es de hacer notar que su propia presencia significó tanto un importante aporte en la creación de una "comunidad imaginada" como diría Benedict Anderson (1991), mediante el uso de obras de corte figurativo que apelaban a un pasado común, como una afectación del espacio arquitectónico y urbanístico por su ubicación en localizaciones clave de los nuevos proyectos, como se muestra a continuación.
Referencias precolombinas en la arquitectura y urbanismo modernos de Caracas
Resulta de especial interés que la tensión entre la arquitectura moderna y las referencias al pasado precolombino se haya producido en lugares tan paradigmáticos como el campus de la Ciudad Universitaria-Autopista del Este, el Centro Simón Bolívar y el sector de La Nacionalidad-Círculo Militar, como se verá a continuación (
figura 1).
2
A lomo de danta por la autopista: María Lionza
María Lionza, la obra más conocida del escultor venezolano Alejandro Colina (1901-1976), recientemente fue centro de una turbulenta polémica tras su inesperada fractura y la instalación de una réplica en el mismo lugar en el cual, durante más de cincuenta años, ha sido objeto de deleite y de culto: la isla central de la autopista Francisco Fajardo, una de las principales arterias viales de la capital venezolana, justo en las inmediaciones de la Ciudad Universitaria de Caracas, conjunto al cual pertenece. La casual pero ahora indisociable unión entre una autopista -símbolo por excelencia de la modernidad metropolitana- y una figura mítica en el imaginario caraqueño merece una breve explicación.
Durante el año 1951, Caracas es sede de los m Juegos Bolivarianos que se desarrollarían primordialmente en los recién inaugurados estadios de la Ciudad Universitaria de Caracas, asiento de la Universidad Central de Venezuela y entonces en pleno desarrollo bajo la dirección del arquitecto Villanueva;
3 en aquella oportunidad fue seleccionada la obra escultórica
María Lionza de Alejandro Colina como pebetero para sostener la antorcha olímpica. Se trata de una figura antropomórfica femenina de rasgo indígena, muy corpulenta y completamente desnuda, la cual "cabalga" sobre una danta o tapir y extiende sus manos al cielo sosteniendo una pieza con forma de pelvis humana (
figura 2).
En relación con la obra de Colina, Nucete-Sardi, en sus conocidas Notas sobre la pintura y la escultura en Venezuela -cuya primera edición data de 1940, al inicio del momento moderno caraqueño-, expresaba:
Escultor, ornamentador, tallador en maderas es Alejandro Colina, intérprete de motivos indígenas también; buscador de influencias arqueológicas, realizador devoto -bajo signos de rarezas, con cierta excentricidad- de un arte con sello autóctono, perseguido en nuestra geografía y en nuestro pretérito por ríos y selvas como viajero accidentado mientras ejercía los más diferentes oficios. Por su inquietud, Colina merece especial mención y por lo que representan sus ensayos iniciales para una concepción vernácula de nuestro arte, en la cual, junto con la de Narváez tiene su obra significado de esfuerzo (1957, p. 90).
En efecto, tras recorrer el país ejerciendo diversos oficios, Colina ya había desarrollado una serie de trabajos escultóricos de tipo monumental de cierto impacto urbano, reelaborando motivos del patrimonio prehispánico venezolano; tal es el caso de la Venus de la plaza Tacarigua, en la ciudad de Maracay, creada en 1933 como reproducción a gran escala de lo que quizá es "el objeto arqueológico más conocido de Venezuela", y el cual fue encontrado en excavaciones por Rafael Requena, arqueólogo aficionado y -no menos importante- médico y secretario del dictador Juan Vicente Gómez (Gassón, 2001, p. 13). Luego, entre 1946 y 1947, colabora con el arquitecto Luís Malaussena en el proyecto de la Academia Militar de Caracas con Los centinelas, un conjunto escultórico dispuesto en el Patio de Honor y compuesto por tres figuras antropomórficas indígenas que simbolizan la vigilancia, la inteligencia y la observación (Díaz, 2002, p. 48). Colina también emprende la tarea de darles rostro, a través de la estatuaria pública, a los principales caciques aborígenes que participaron en la resistencia de la conquista española, ilustrando así los relatos que sobre los indios Tiuna, Caricuao o Chacao ya venía perfilando el escritor Antonio Reyes desde la década de 1940 y dando consistencia a un manifiesto de carácter programático que el propio Colina había formulado en 1932, en el que apostaba por
un arte medularmente venezolano, venezolano de ayer, de hoy y de siempre; los mitos aborígenes, vistos con ojos de actualidad y tratados de manera perdurable. Sea el artista justo, solamente la Justicia, madre de la Ética, lo es también de la Estética... (citado por Díaz, 2002, p. 45).
Con María Lionza, Colina crea la imagen más conocida de la figura central de un culto religioso venezolano lleno de sincretismos, en el cual se funden creencias indígenas con otras venidas del África y del propio cristianismo. Entre 1939 y 1945, es Gilberto Antolínez, un amigo personal del artista, quien por primera vez realiza una versión escrita del mito, que se ha venido enriqueciendo con el tiempo y que se caracterizará por no poseer un relato único (Brazón, 2002, pp. 133-136). En estos relatos, María Lionza es una diosa india de la paz y la fecundidad, y se le asocia con el poder de las aguas y de los bosques.
Una vez clausurados los Juegos Bolivarianos, la pieza, que se emplazaba entre los estadios Olímpico y de Béisbol, fue reubicada en las afueras del conjunto universitario, en medio de uno de los inaccesibles dispositivos de distribución vehicular de la autopista, corriendo en cierto sentido la misma suerte del artista en relación con la historiografía del arte venezolano. La decisión de "expulsar" de la abstracta y funcional ciudadela la obra figurativa de Colina se debe al propio arquitecto Villanueva, quien probablemente la consideró incompatible con su visión estética. Sin embargo, y paradójicamente, esta expulsión la terminó colocando en medio de un espacio fundamental de la metrópoli: el "no lugar" de la isla que separa los canales de circulación de una autopista, expuesta a la mirada fugaz de un número exponencialmente mayor de espectadores, quienes finalmente la convirtieron en objeto de culto -la réplica aún recibe docenas de ramos florales diarios- y en ícono fundamental del paisaje urbano moderno caraqueño.
El mito de la creación en el Centro Simón Bolívar4
Uno de los legados más notables del urbanismo moderno en Caracas fue la creación del eje monumental que sería bautizado como
Avenida Bolívar, el cual fue propuesto en el Plan Monumental de 1939 y elaborado con la participación de un grupo de consultores internacionales encabezados por Maurice Rotival. Como clímax de la enorme operación urbanística que dio origen a la
Avenida, en 1954 se inauguró el conjunto coronado por las torres gemelas del Centro Simón Bolívar, las cuales se convirtieron en los primeros rascacielos y símbolos de la ciudad (
figura 3).
El costoso complejo de edificios gubernamentales y comerciales fue proyectado por la Comisión Nacional de Urbanismo, con participación del propio Rotival y del arquitecto Cipriano Domínguez en 1947. Con sus 250.000 m2de espacio rental, aplicó cirugía a gran escala a diez manzanas de la ciudad tradicional e incluyó, entre otras cosas, un túnel vehicular que llevaba el tráfico bajo el complejo, una plataforma gigante, las dos torres gemelas de 30 pisos que antes mencionamos, áreas comerciales y de aparcamiento, y un terminal de autobuses subterráneo que fue abandonado.
El conjunto muestra una fuerte referencia a desarrollos foráneos tales como el Rockefeller Center (1930-40) y el Ministerio de Educación de Brasil, en Río de Janeiro (1936-43), en el cual Le Corbusier tuvo una importante incidencia. En relación con el primero, la influencia de Rotival, entonces familiarizado con los proyectos de los Rockefeller en los Estados Unidos, fue predominante. Con respecto a la edificación brasileña, el arquitecto del Centro Simón Bolívar, Cipriano Domínquez, había introducido los fundamentos de la arquitectura corbusiana en una conferencia en el Colegio de Ingenieros de Venezuela, en el mismo año en que se proyectaba el Ministerio de Educación. Otras relaciones pueden encontrarse entre el Centro Simón Bolívar y el urbanismo brasileño; el esquema de un eje flanqueado por torres gemelas fue empleado casi simultáneamente en la Plaza de los Tres Poderes de Brasilia (1956-60). Allí también, como ha destacado Ramón Gutiérrez (1983, p. 694), el automóvil fue el centro del diseño.
En medio del impactante desarrollo urbanístico que supuso el Centro Simón Bolívar, para el cual fue preciso arrasar una franja enorme del centro tradicional de la ciudad, surge, entre 1955 y 1956, uno de los elementos más enigmáticos del arte venezolano de su época: el vasto mural en mosaico titulado
El mito de Amalivaca, que narra la versión caribe de la creación del mundo (
figura 4). El mural se localiza en el espacio cubierto contiguo a la plaza Diego Ibarra, una plaza aérea sobre la avenida, donde una placa rezaba: "El 1° de octubre de 1955 la población del Área Metropolitana de la Capital de la República llegó al millón de habitantes", anunciando la condición metropolitana y multitudinaria de la metrópoli en ciernes (González, 2004, p. 204).
La Plaza Aérea o Diego Ibarra es, junto con plaza cubierta de la Universidad Central, en la cual se ubica el Aula Magna, una transformación drástica de la noción tradicional del espacio urbano, el cual era descubierto y se colocaba a ras del suelo. El mismo Vallenilla Lanz parece haberse dado cuenta de la condición particular de la Plaza, interpretándola como un entorno para la aparición de un liderazgo ilustrado:
El líder de la plaza aérea del Centro Bolívar, el conferencista del Aula Magna no pueden ser los mismos de la plaza de Capuchinos, ni de El Silencio, ni del Teatro Olimpia. El escenario y el decorado reclaman nuevos actores y el público también (Vallenilla, 1955, p. 15).
En medio de estos escenarios para nuevos actores y la tabla rasa, aparece Amalivaca, la figura principal en el panteón de los tamanaco, pueblo indígena desaparecido que se localizaba al norte del Estado Bolívar, en las inmediaciones del río Orinoco. A mediados del siglo XVIII, este grupo indígena había prácticamente desaparecido y los sobrevivientes, poco más de cien, fueron trasladados a la misión jesuítica de La Encaramada, bajo la conducción del sacerdote jesuita italiano Felipe Salvador Gilij, quien escribiera su
Saggio di Storia Americana(1780-84) con base en su experiencia en el lugar.
5 En el texto de Gilij se describe la historia del héroe Amalivaca, que puede resumirse así:
Dentro de la cosmogonía tamanaca, Amalivaca era visto como un hombre supuestamente blanco, como lo eran todos los tamanaco al principio de los tiempos, e iba vestido; tenía un hermano llamado Uochí; juntos crearon el mundo, la naturaleza y los hombres... Un día Amalivaca decidió regresar en canoa al otro lado del mar, de donde había venido y a donde van las almas de los hombres después de la muerte (Biord, 1988, p. 121).
El mural fue solicitado al pintor y dramaturgo César Rengifo (1915-1980) por el ingeniero Leopoldo Martínez Olavarría, a la sazón presidente del Centro Simón Bolívar, el ente encargado de llevar a cabo la enorme intervención del casco tradicional de la ciudad. Previamente, otros artistas habían declinado la invitación por razones de visibilidad del muro que soportaría la obra, una superficie de 28 metros de largo por 2,8 de alto situada en medio de una suerte de sala hipóstila. A pesar de esta restricción, Rengifo aceptó la propuesta, asumiendo el efecto cinético de las columnas sobre la obra:
Me gustó la idea -señalaba Rengifo en una entrevista. Me preparé a enfrentarme a los problemas. Busque un tema e hice memoria del viejo mito de los Tamanacos, del cual han escrito los misioneros Gumilla y Gillii y el naturalista Alejandro de Humboldt. Regrese, pues, a la lectura de esas fuentes documentales. Me decidí a presentar en ese espacio un tanto curvilíneo el caso de los hermanos Amalivaca y Vochi, que encauzaron, tras el caos de las aguas desbordadas, al Orinoco y enseñaron la caza y la pesca, la recolección de frutos, la cosecha de yuca y maíz, es decir, la agricultura, así como la alfarería, a los Tamanacos nacidos, brotados de las semillas de la palma Moriche (Ratto, 1978, p. 993).
Uno de los aspectos más interesantes de la historia sagrada de los indígenas tamanaco que Rengifo ha resaltado, es el de la pareja de hermanos héroes, el cual aparece en relatos de otros grupos culturales -al igual que el tema del diluvio universal, como observara el sabio alemán Alejandro de Humboldt (1985, p. 328) en su visita al cerro de La Encaramada-. El par Amalivaca-Uochí -o Vochi-, que posiblemente inspiró a las figuras unidas por un cordón en los petroglifos del Guri, cercanos al cerro La Encaramada, donde se alojaron los tamanaco, encarna la síntesis de opuestos que resulta tan frecuente en la mitología y las religiones universales (Jezierski, 1987, pp. 12-13).
La presencia de estas figuras dobles, como las propias torres del Centro Simón Bolívar, nos anuncia también una tensión entre fuerzas, similar a la que se presenta entre lo tradicional y lo moderno, lo indígena y lo importado, en el espacio que ocupa el mural en el Centro Simón Bolívar. Una dicotomía similar ha sido expresada por el crítico Luís Enrique Pérez Oramas mediante la metáfora de un eje imaginario que uniría dos obras paradigmáticas de la modernidad y del indigenismo en la Caracas de los años cincuenta, que Pérez Oramas ejemplifica con la presencia en un eje imaginario que tiene como final, al norte, el hotel Humboldt, enorme cilindro localizado en la cima del Ávila y, al sur, la escultura Barutaima, realizada en 1947 en homenaje al líder indígena que enfrentó a los conquistadores españoles en las afueras de Caracas, y que por su interés para los fines de este trabajo citaremos en extenso:
Por aquellos años otro personaje capital de esta historia de nuestra ilusión de modernidad, Alfredo Boulton, diseñaba con autarcía patricia su propia casa en un estilo mixto, sobre la cual se evidencian los dispositivos que identifican a lo vernáculo: ventanas, pórticos y pasillos seudo-coloniales. Lo más significativo de aquella casa fue sin embargo su jardín en el que, por azar y por voluntad simbólica, Barutaima, el coloso mestizo, la figura arcaica de nuestro ser colectivo, esculpida en piedra de Cumarebo por las manos de Francisco Narváez, se oponía en un alineamiento sorprendente sobre el paisaje de la ciudad al hotel Humboldt, al edificio moderno ubicado en el extremo opuesto del valle de Caracas cuya totalidad dominaba la visión de aquella casa encaramada en los confines del sur de la capital. Todo sucede como si en el ojo del historiador del arte que fue Alfredo Boulton se unieran, encarnando la metáfora de una neutralización imposible, ambos extremos de la tensión agónica que nos constituye: el fantasma vernáculo de nuestro arcaísmo y el espectro voluntario de nuestra aspiración moderna (Pérez, 1999, pp. 308-309).
En el caso del mural de Amalivaca, no será preciso visualizar un eje virtual de tensiones entre el arcaísmo y la modernidad, pues el mito indígena se superpone a otro mito inaugural, el de la creación de una nueva centralidad en la metrópoli. Exactamente en el núcleo gravitacional de otro lugar "encaramado"; la obra moderna paradigmática de Caracas y su símbolo más importante durante varias décadas.
Vestigios indígenas en la ciudadela de las Fuerzas Armadas: epopeya nacional y figuras antropomórficas en el Círculo Militar
La modernización de las Fuerzas Armadas, iniciada a principios del siglo XX, adquiere a mediados de siglo un impulso extraordinario, con la toma del poder, en 1945, por oficiales de menor rango en asociación con civiles y, a partir de 1948, por un gobierno de claro tinte militar.
El proceso de modernización del componente militar comprendería -producto del desarrollo tecnológico y la Guerra Fría- adquisición de material bélico, procesos organizativos de los distintos componentes y programas de adiestramiento y profesionalización. Como territorio para el desarrollo de este último aspecto, se creó un enorme campus en los terrenos de El Valle, al sur de Caracas. El campus está compuesto por el Fuerte Tiuna, con importantes edificaciones militares como la Comandancia General del Ejército y el Ministerio de la Defensa y el complejo de La Nacionalidad, el cual consta de la Academia Militar, la Escuela de Formación de Oficiales de las Fuerzas Armadas de Cooperación, el Patio de Honor, el Paseo de Los Precursores, la Avenida de Los Próceres y el Círculo de las Fuerzas Armadas.
El eje de La Nacionalidad vincula a la Escuela Militar y la Universidad Central de Venezuela, los dos nodos de educación de tercer nivel más importantes de la ciudad, creando un "espacio procesional que servirá de marco a los rituales conmemorativos a través de los cuales expresa el poder militar" (Hernández, 1986, p. 53).
A finales de los años 40, el arquitecto Luís Malaussena Andueza inició el proyecto del conjunto de las sedes de la Escuela Militar y la Escuela de Aplicación. Posteriormente, en 1953, proyectaría el conjunto de La Nacionalidad:
un eje monumental -señala Leszeck Zawisza-, con estatuas simbólicas, jardines y espejos de agua y una avenida para los desfiles de tropas. En uno de sus extremos se situarían la Escuela Militar y la Escuela de Aplicación; estos grandes conjuntos arquitectónicos y urbanísticos adquieren las características neobarrocas y neoclásicas, inspiradas por el neoclasicismo practicado por Piacentini en la Italia mussoliniana (Zawisza, 1988, p. 781).
La avenida de Los Próceres, al sureste del conjunto estaba destinada a actividades militares, tales como paradas y desfiles. El paseo de los Precursores, al noreste, sería el punto de contacto entre el sector civil y el militar.
Las obras artísticas que acompañaron el desarrollo del complejo militar localizado en el sector de El Valle estuvieron marcadas desde sus inicios por el discurso nativista. Como mencionamos anteriormente, Alejandro Colina esculpió el conjunto
Los centinelas (1946-47), un trío de figuras indígenas que simbolizan la vigilancia, la inteligencia y la observación. No obstante la presencia de estos elementos en el sector del complejo militar de raigambre arquitectónica más académica, el discurso indigenista tendría su momento culminante en la edificación que ha sido considerada la de corte más moderno de todo el sector: el Círculo de las Fuerzas Armadas, también llamado Círculo Militar.
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La elaboración del proyecto del Círculo Militar, decretado desde 1946, fue parte fundamental del proceso de modernización de la institución castrense mediante el mejoramiento de sus estándares de bienestar a través de la generación de una oferta recreativa específica para los militares. Además, el palacial complejo tendría la función, según el entonces presidente Marcos Pérez Jiménez, de "liberar a los militares de la influencia del Country Club" (Blanco, 1983, p. 138).
El proyecto fue encomendado por el Ministerio de Obras Públicas a la empresa del arquitecto Luís Malaussena y el ingeniero Manuel Silveira, quienes le incorporaron a tres jóvenes arquitectos alemanes: Federico Guillermo Bechoff, Klaus Heufer y Klaus Jebens, los cuales introdujeron cambios al lenguaje de acento neoclásico de Malaussena en el resto del campus militar y colaboraron en otros proyectos de la oficina, como los hoteles Guaicamacuto y Maracay, realizados para la red estatal promotora del turismo, la que bautizó sus edificaciones con nombres de caciques.
El conjunto del Círculo Militar se compone de dos zonas o sistemas notablemente diferenciados: el primero está destinado, tal y como lo ha observado Silvia Hernández de Lasala, a las actividades de "recreación formal" -hall principal, gimnasios, restaurantes, salas de fiesta, teatro y áreas administrativas-, está orientado según la dirección del Paseo de Los Precursores y se organiza alrededor de un eje que parte del patio del teatro. La otra zona, de "recreación de carácter informal", incluye las habitaciones para el alojamiento de los oficiales en tránsito, se dispone en un segundo plano organizado en torno a la piscina -lo que le confiere mayor intimidad- y se orienta francamente hacia el norte, en ángulo oblicuo al eje urbano. Los diferentes componentes del conjunto se articulan a partir de un sistema de corredores, pérgolas y marquesinas que generan una diversidad de patios y jardines "con características distintas según el tipo de funciones que integran" (Hernández, 1990, p. 260).
En el volumen central del Círculo Militar destaca un gran espacio, sobre el lobby de acceso, destinado a un gran corredor y galería de pinturas denominado Salón Boyacá. Este alberga un tríptico monumental dedicado a los símbolos de la nacionalidad, sobre una superficie de cerca de 200 m
2, obra del pintor Pedro Centeno Vallenilla (1904-1988), familiar cercano de Laureano Vallenilla, mencionado anteriormente (
figura 5).
7
El mural Venezuela, realizado entre 1956 y 1959, narra una historia de la nacionalidad venezolana, en "una mezcla de simbolismo nacionalista, metafísica chiriqueana, surrealismo dalineano y realismo ultraacadémico..." (Esteva-Grillet, 2000, p. 232). Si la columnata que antecede al mural de Rengifo en el Centro Simón Bolívar representaba un reto al desarrollo de este, aquí la estructura se emplea para dividir la obra en sus tres momentos y, al propio tiempo, para simbolizar cambios que van de lo natural a lo artificial; la primera columna toma la forma de un árbol, la segunda es un árbol-columna y, finalmente, la tercera es una columna clásica. El crítico español José Antonio Rial (s. f.) argumenta que "el simbolismo de esta metamorfosis es fácil de penetrar: la cultura de Occidente cambia hasta la naturaleza de las cosas".
El primer panel del enorme tríptico, está dedicado al mundo precolombino y a la llegada de los conquistadores.
Sobre un cielo tempestuoso de nubes muy cuatrocentista, aparecen Kanaima Jaguar, Yara, fascinación de la selva, el Inti, dios solar, y Kaapora, el guardián de la selva, que es verde y tiene, como Polifemo, un solo ojo. Todo este supramundo irritado por la llegada del invasor, avanza precedido por el arco iris serpiente Juculo (Rial, s. f., s. p.)
En el panel central, dedicado a la apoteosis de la Independencia, los caciques indígenas, encabezados por Guaicaipuro, flanquean tres figuras simbólicas, representativas de las razas, que se encuentran esculpiendo el escudo venezolano. El cacique Tamanaco va, según las tradiciones, con la cabeza en la mano. En el último panel se representa a la Patria Integrada, representada por una mujer con una corona piaroa, una túnica goajira y zapatillas indígenas, a cuyo lado marchan, por una parte, los cuatro componentes de las fuerzas armadas -Ejército, Marina, Aviación y Fuerzas Armadas de Cooperación- y, por otra, el pueblo, como representación de la nacionalidad.
Los atléticos indígenas de Centeno están acompañados en el Círculo Militar por figuras antropomorfas que se repiten, en dos y tres dimensiones, respectivamente, en el piso del Salón Caribe de la planta baja del edificio y en la escalera cercana a la piscina (
figuras 6 y
7). Estas figuras, que según Azuaje (2000, p. 382) son "propias de la cultura Chibcha", reproducen imágenes "supuestamente descubiertas en el lugar para la época de la construcción" (Hernández, 1990, p. 205), las cuales causaron curiosidad al arquitecto Malaussena, al punto de haberlas reproducido en varios de los ambientes del conjunto. Su aparición probablemente tiene que ver con la existencia de establecimientos prehispánicos vinculados con un camino indígena que comunicaba los sectores de El Valle y Baruta, el cual se ha podido documentar en un trabajo realizado recientemente y que puede ser base para un trabajo de arqueología en el lugar (González y Marín, 2007).
Como un curioso epílogo de estos programas de reinterpretación histórica, y posiblemente sobre el mismo camino indígena que atravesaba los terrenos sobre los cuales se ubica el Círculo Militar, se encuentra, en un espacio al aire libre de la avenida Los Próceres, el tríptico Génesis de Venezuela y creadores de la Nacionalidad. Su autor, César Rengifo, el mismo del mural en el Centro Simón Bolívar, realizó esta obra entre 1972 y 1973, con motivo de los 150 años de la Batalla de Carabobo, la cual selló la Independencia de Venezuela ().
Rengifo elabora su versión de la historia venezolana -como hiciera anteriormente Centeno- en tres grandes paneles en mosaico titulados La Conquista, Los Precursores y Lucha y victoria, a modo de piezas independientes escalonadas sobre un espejo de agua, ahora liberadas del soporte arquitectónico y elaboradas en planos rectangulares en una composición de doble diagonal que pudiera sugerir la letra "V".
En el primero de los paneles, los indígenas son masacrados por los conquistadores, algunos de los cuales tornan su atención hacia una indígena de oro que personifica el mito de El Dorado, mientras Bartolomé de las Casas, con un indio muerto en sus brazos y un negro a sus espaldas, aboga por las víctimas de la matanza. En el segundo panel se representa la lucha contra la dominación colonial, con participación indígena al centro y a la derecha de la composición. En el tercero, final de una historia lineal en la cual el componente indígena obtiene gran espacio de exposición, la apoteosis del triunfo independentista incluye a figuras como Cuauhtémoc, Caupolicán, Lempira y Túpac Amaru y una hilera ascendente de figuras indígenas desnudas, retratadas de espaldas, quienes elevan el asta de la bandera que marca la diagonal principal de la composición.
Consideraciones finales: patrimonio de tiempos superpuestos
La presencia de lo indígena en la arquitectura moderna venezolana a mediados del siglo XX no fue un hecho aislado, como tampoco lo fue la elaboración de un discurso nativista que acompañó mucho del quehacer cultural de aquellos tiempos. Discurso que hoy día parece haber llegado a su clímax en Venezuela, con la incorporación simbólica de las cenizas del cacique Guaicaipuro al Panteón Nacional.
En contraste con una fuerte tendencia hacia la abstracción en las artes y del significado a menudo oprobioso del término indígena a mediados del siglo XX, fue notoria la búsqueda de elementos vernáculos para reforzar el sentido de identidad local ante la ola inmigratoria europea de posguerra y la numerosa presencia extranjera por concepto de la explotación petrolera.
Como se ha visto, los motivos indígenas ocuparon -quizá con la excepción de la Universidad Central de Venezuela- lugar preferente en el nuevo paisaje de la ciudad moderna, superando el prejuicio del momento de lo superficial, o incluso negativo -a lo Adolf Loos- del ornamento, y convirtiéndose en elementos esenciales en la Autopista del Este -corredor fundamental de la ciudad-, en el Centro Simón Bolívar -su ícono moderno- y en el campus de la élite militar al frente del gobierno.
Estas presencias telúricas parecen reafirmar la pregunta o hipótesis básica de Pérez Oramas (1999) acerca de las dificultades de la voluntad moderna traducida en arquitectura "... en un país signado, maculado, por aquella tensión contrastante y agónica que se traduce en la necesidad de proyectar un fantasma arcaico frente a todo deseo o figura de modernización" (p. 309).
Notas
1 En ese sentido, D. Barreto (citado en Brazón, 2002) señala que "Gilberto Antolínez y Acosta Saignes, por ejemplo, consideraban que la visión del aborigen transmitida por los colegas era excesivamente romántica, ajena a la realidad, especulativa, bucólica y hasta racista" (p. 137).
2 Un interesante precedente del uso de tales referencias es la propuesta de pirámide escalonada, de tipo mesoamericano, para ser colocada en el cerro de El Calvario, como remate del eje principal de la ciudad propuesto en el Plan Monumental de Caracas, de 1939. Este gesto, extraño a las tradiciones arquitectónicas locales, presenta claros matices del "orientalismo" europeo descrito en un ya clásico texto de Edward Said (1978).
3 Debido a sus valores estéticos, y como ejemplo singular de arquitectura moderna, el conjunto de la Ciudad Universitaria de Caracas -desarrollado entre las décadas de 1940 y 1960 por el arquitecto Carlos Raúl Villanueva- fue declarado Patrimonio Mundial por UNESCO.
4 El Centro Simón Bolívar, CSB, es una agencia gubernamental encargada de programas de mejoramiento urbano en la ciudad de Caracas. Inspirado en instituciones como el Tennessee Valley Authority y el Rockefeller Center de Nueva York, fue creado en 1947. El CSB combinaba la función de planificación con actividades gerenciales y de ejecución de obras.
5 Según la tradición recogida por el sacerdote Gilij, Amalivaca, acompañado por su mellizo Vochi y sus dos hijas, apareció en el momento de un diluvio para salvar a una pareja que, al refugiarse en el único espacio no inundado, pudo sobrevivir. Esa pareja, por instrucción de los héroes, luego del diluvio, dejó caer semillas de palma de las cuales brotaron nuevos seres humanos, para poblar la tierra en compañía de las hijas de Amalivaca.
6 En relación con la iconografía colonial, en el vestíbulo del Círculo Militar, a la entrada del Salón Pichincha, aparecen imágenes alegóricas a los conquistadores españoles en "paredes revestidas con mosaicos de porcelana con imágenes de navíos venidos desde España y caballeros de la edad media (...): San Fernando, patrono de los ingenieros; San Jorge, patrono de los caballeros; San Marcos de León y San Luís Rey..." (Azuaje, 2000, p. 382). Además, existen referencias al pasado colonial americano en el llamado "Patio de Montas".
7 Centeno trabajará el tema de lo indígena desde una perspectiva diferente a Colina o Rengifo. Su búsqueda es más cercana al modelado renacentista, por lo cual su obra ha sido cuestionada por la inexactitud o falseamiento de los tipos humanos representados. Así lo plantea el crítico de arte Juan Calzadilla: "Su pintura pretende pasar por una exaltación de la raza indígena aun cuando el resultado de este afán mitificador sólo se traduzca con una amanerada tipología mestiza cuyo valor tal reside en su simbología erótica y subyacente" (Calzadilla, 1979, p. XLIV). Centeno inició desde muy temprano la pintura de caciques aborígenes americanos, como Quetzalcohuatl, Huitzilopohtli y Guaicaipuro, expuestos en la Academia de Bellas Artes de Caracas en 1932 (Da Antonio y Cárdenas, s. f., p. 40), fue ilustrador de las obras de Hellmund y diseñó a mediados de los cincuenta una conocida colección de 18 monedas en oro con los rostros de caciques venezolanos. Centeno también dedicó, al menos en cinco de sus obras, especial atención a
María Lionza, la cual sería, según el pintor, "el mito de América por excelencia" (Jezierski, 1987, p. 44).
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