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Nada expresa de manera más cruenta e irrefutable el derrumbe del caudillo que todo lo acontecido
en torno a los restos del Libertador. Todavía en el fulgor de su gloria, aunque ya afectado por
las primeras derrotas y dando la vuelta a la esquina con el puñal escondido, como Pedro
Navaja, decidió el último golpe de osadía: descerrajar el sarcófago, desempolvar los despojos
y hacerse con la reliquia de Simón Bolívar en medio de un espectáculo que estuvo pensado
como para un desenlace son et lumiere digno de las pirámides de Egipto.
Siguiendo un guión copiado de los filmes de ciencia ficción, un equipo de "especialistas",
rigurosamente vestidos de blanco y con los rostros enmascarados, filmados con tomas
cenitales y en medio de un murmullo de zapatillas forradas y sobajeo de guantes de seda
como para manejar reliquias de la Capilla Sixtina, le mostró al mundo el esqueleto
derruido de quien fuera en vida la máxima figura de la guerra independentista de la América
Hispana. Jamás se sabrá el verdadero propósito de tal ultraje. Conjurados a guardar el
más religioso y críptico silencio, según se comenta con riesgo de perder sus vidas, los
protagonistas de esta operación X se comprometieron a no revelar lo que ya la chismosa
Caracas comentaba por todos los corrillos de la ciudad: angustiado por sus pesadillas cual
Moctezuma ante la proximidad de los conquistadores – pesadilla de las que la más sangrienta
es la desaparición como por arte de magia de sus soberanos poderes – habría decidido hacerse
con polvos de la osamenta para que un equipo de paleros de grandes ligas de la barbarie
afrocubana le preparara una infusión que le devolviera sus desvanecidos poderes.
La justificación seudo científica intentaba entre tanto copiarse de unos documentales de
History Channel que pretendían descubrirnos las causas de la muerte mediante un eventual
asesinato del mítico faraón egipcio Tutankamón. Pues iluminado por unas de esas
subitáneas visiones que suelen acometerle en medio de sus desvaríos, el teniente coronel –
bautizado en la portada de una revista satírico política chilena como Tutankabrón–
había recibido de ultratumba la información de que a Bolívar –no podía ser menos–
lo habían asesinado en la Quinta Alejandrina, en Santa Marta. Autores del heroicidio,
obviamente, la burguesía colombo venezolana. Más concretamente Páez y Santander,
los enemigos mortales del samaritano caraqueño. Prohombres que dieran luz dos siglos
después a los traidores miembros de la Mesa de Unidad Democrática. En insólita colusión
con quien resultaría ser nada más y nada menos que descendiente del propio Libertador,
el joven caraqueño Henrique Capriles Radonski. Cosas veredes, Sancho…
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Los polvos removidos por la violación del sarcófago de bronce en el que durante casi dos
siglos reposaran los huesos de un pequeño gigante conmovieron las redacciones de
los medios. Las páginas de sucesos dejaron de preocuparse del medio centenar de
muertos que azotan a todas las capitales de los Estados más populosos de Venezuela
cada fin de semana, para ocuparse del misterioso crimen del Libertador. Nada de
tuberculosis, "tisis pulmonar" como diagnosticara su abnegado médico de cabecera en la
fase postrera de su vida, el afamado médico cirujano francés Dr. Alejandro Próspero
Reverend. Cianuro o cualquier otro medio letal ofrecido al general por mano aviesa era
el responsable de su temprano deceso. Chávez tenía esta vez los pelos del burro magnicida
en la mano.
Poco efecto habrá surtido el brebaje imaginario –o real, jamás lo sabremos– pues además
de ser azotado él mismo por un tumor maligno que lo acercó peligrosamente a la tumba –
a cuya vera aún se mantiene, según todas las apariencias– su carrera política cogió
definitivamente por el atajo del barranco. Tocado por la maldición del milenio y parapetado
con todo tipo de esteroides se hinchó como sapo de cuento de hadas, hasta parecer
una cruenta caricatura de sí mismo. Se vio condenado a desaparecer de los entremeses
dominicales, corrió a auxiliarse en brazos de su padre putativo y mantenido palaciego,
en La Habana, fue pasto de todos los rumores y pasó a convertirse en un fenómeno
mediático tipo Jack el destripador o Herr M, el asesino. Personaje más de Fritz Lang que
de Karl Marx, la revolución perdía a su principal mecenas. Y la política negra ganaba
otro personaje de la demonología medieval que la caracteriza en suelos tropicales.
Entretanto, el mundo seguía dando vueltas. Surgió de los desiertos africanos como un
vendaval la primavera árabe que mandó al infierno a sus más queridos y dilectos amigos,
uno de ellos empalado con un trozo de cabilla recogido del desierto (sic). La rocambolesca
historia de sus sufrimientos llegaba a las orillas de Miraflores, en donde se armaba
el zaperoco de la sucesión. Un ex capitán de ejército de inicio espaldero pero enriquecido
de la noche a la mañana como en uno de los cuentos de las Mil y una Noches, un ex
chofer de autobús encumbrado a las alturas de la diplomacia mundial como efecto del
aluvión caribeño y un hermano de sangre, tan sombrío como el duque de Orange, llamado
por ello el Rey Taciturno, se trenzaron en la agria pero soterrada disputa por el Poder. Pero
el caudillo de Sabaneta insistió en sus 13. Se designó, dedocráticamente, único candidato
revolucionario. Y comenzó una débil, azarosa, pálida y desfalleciente campaña electoral,
montado en una carroza y asistido más por un equipo de emergencia sanitaria que por un
comando de campaña.
En pocas palabras: los pies de barro se le comenzaron a desmoronar. Todas sus virtudes
teologales, que lo encumbraran de la administración de una cafetería cuartelera a la
herencia directa del propio Fidel Castro, a la cabeza de la revolución mundial, fueron
opacadas
por los chismes, rumores y habladurías de conventillo sanitario que pretendieron describir
con lujo de detalles el avance irremediable de sus tumores, sus sarcomas, sus células
patógenas y otras desgracias de la oncología. Chávez se moría irremediablemente en medio
de la famosa controversia del milenio: ¿estaba enfermo de verdad verdad o era el protagonista
de una comedia de enredos escrita, escenificada y dirigida por el propio Fidel Castro
para dar comienzo a la Misión Lástima, sacarlo de la fosa común y reaparecerlo
en el escenario venezolano entre explosiones de luminarias y gritos de admiración,
como la última versión del ave Fénix. La resurrección de Jesucristo, parte 2.
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Jamás sabremos si en efecto padeció el tan afamado cáncer abdominal que lo tuvo en
3 y 2, fue operado en tres oportunidades y sanó luego de múltiples sesiones de radio y
quimioterapia o si todo fue una burda trama digna de un director de comedias hollywoodense.
Del que fueran víctimas propiciatorias desde afamados comunicadores sociales hasta
médicos de prestigio internacional. Salvo que en efecto la metástasis se lo devore y
finalmente se nos muera, como suele morírsenos la gente: en el momento menos pensado.
Sea como fuere: lo cierto es que los meses desaparecido en Cuba – o Dios sepa dónde –
surtieron el efecto contrario. El sapito feo se marginó del debate electoral, las dudas
sobre su sobrevivencia minaron seriamente su actividad de campaña, sus lastimeras
apariciones televisivas lo mostraron como un mortal más, nada de valeroso y digno,
por cierto. Creando las condiciones óptimas para que emergiera como un volcán el
joven Henrique Capriles Radonski, y lanzado con todos sus jóvenes bríos a la conquista
del chavismo por todo el país lo acorralara hasta imponerle dejar la comedia de lado y
enfrentar el turbión, ya sin calle, fuerzas físicas ni fervor. Que como bien reza el refrán:
amor de lejos, amor de pendejos.
Fue entonces que sus asesores recordaron la película negra de las osamentas, el
brebaje, los paleros y el sensacional escándalo del asesinato. Se habrá perdido la partida
del tumor, que parece haber postergado su acechanza hasta el zarpazo final, pero aún
quedaban algunas cartas de la vieja partida por jugar. Así fue como volvieron a revivir el
escándalo del ultraje. Pero como dice el refrán: al que llegó a martillo, del cielo le
caen los clavos. Los expertos en medicina legal descubrieron que el ínclito pariente de
San Joaquín murió de algo así como de una tuberculosis. No han encontrado ninguna traza
que indique que no murió de una complicación respiratoria, vulgo tisis pulmonar.
Después de tanto escándalo y esa monumental gastadera de real hubiera sido una
vergüenza confesar que la autopsia original del Dr. Reverend contenía la santa palabra
de un médico serio y devoto de su más importante paciente, irrespetado como suele
hacerlo con quien se le cruce por delante por un teniente coronel con pretensiones
de Dr. Bernard.
En eso quedó el escándalo del asesinato del milenio. Como sus 14 años de desafueros,
en el ridículo. Como para salvarle el rostro, que ya no tiene compostura, le entregaron
la cabeza de cera de un supuesto Bolívar al natural. Que para mayor INRI pareciera ser
una copia a color de la imagen que la Escuela Médico Legal de Mérida diera a la publicidad
en los años 80. Otra estafa. Eso quedará de esta bacanal de tres gobiernos de la infamia:
en la inmundicia de un pobre y miserable infeliz, que no encuentra literalmente de qué palo
ahorcarse. En su último intento de medición de convocatoria, fue abucheado y caceroleado
por el vecindario de Coche, que quisieron espantar con sus pailas, sartenes y cacerolas la
paupérrima asistencia que logró convocar el falso descubridor del hielo. Pobre Venezuela,
parodia de Macondo: Dios se compadezca.
E-mail: sanchezgarciacaracas@gmail.com
Twitter: @sangarccs
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