El Café de Pascal
- Disolución de las patrias
Por El café de Pascal | 6 de Julio, 2012
En Newsweek, Peter Pomerantsev postula que el Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrel es como John Grisham reescrito por James Joyce. Durrel sería, más que el propio Joyce, Kafka o Proust, el novelista del siglo XX más proyectado hacia el mundo globalizado del siglo XXI. Nacido en India en la tercera generación de colonos, Durrel descubrió un día que en realidad no era británico, ni europeo. Se consideraba a la vez un “patriota” de la lengua inglesa y un “refugiado profesional” que no resistió “el prolongado dolor dental de la vida en Inglaterra”. Su obra contiene un mundo unificado espacialmente, pero fracturado en razas, credos y lenguajes distintos. “Los personajes de Durrell sufren al intentar negociar su multiverso”, retorciéndose y sucumbiendo en sus contorsiones. Desatendido durante años, interesante sobre todo para apátridas o errantes, el tiempo finalmente se estaría colocando a su altura.
Pommerantsev refiere al sitio Zeitzug, de alguien que debe ser su pariente, pues se llama Igor Pomerantsev, poeta de algún lugar de Ucrania que perteneció a esa entelequia multicultural llamada Imperio Austro-Húngaro, quien entrevistó a Durrel en 1983, (la entrevista está muy mal editada). La ida a Inglaterra fue un shock para la familia, porque encontraron un ethos parroquiano y cerrado, que a primera vista contradecía el enorme y extendido poder que tenía. Durrel vio venir la conjunción de Oriente con Occidente, y la gran batalla no sería entre distintas fuerzas capitalistas sino entre el mundo positivista- materialista y el misticismo oriental.
El hombre ilustrado, por Patricio Pron
Por Prodavinci | 4 de Julio, 2012
Uno de los mejores relatos de Ray Bradbury narra el encuentro entre dos hombres en un camino rural del estado de Wisconsin, en los Estados Unidos, en una noche de setiembre. No son dos hombres cualesquiera. Uno de ellos es (aunque no lo sabe aún) el narrador de un libro llamado El hombre ilustrado; el otro, que lleva una camisa de lana cerrada hasta el cuello a pesar del intenso calor, es un fenómeno de feria, un desgraciado cubierto de tatuajes que recorre el país buscando a la mujer que lo tatuó para matarla, ya que la posesión de esas imágenes, y las historias que éstas narran, son tanto un motivo de orgullo como una condena.
Una parte considerable de la obra del escritor que concibió el encuentro entre aquel hombre ilustrado y el narrador de su historia se movió entre ambos extremos. Ray Bradbury (que había nacido en Waukegan, Illinois, en 1920 y murió el martes por la noche en Los Ángeles) hizo de la celebración de la capacidad imaginativa del ser humano el tema principal de su obra, pero nunca dejó de advertir (si acaso, tácitamente) que esa misma capacidad podía contribuir a su perdición. Bradbury fue el primero en alertarnos (en Crónicas marcianas, de 1950) acerca de que la conquista del espacio podía acabar en el exterminio y la ruina de una civilización: no habiendo encontrado ninguna (aunque el hombre no ha pisado todavía Marte, como imaginó), la civilización hundida por su exceso imaginativo y su soberbia fue la nuestra, que nunca volvió a recuperar el entusiasmo idealista que permeó los comienzos de la ciencia ficción y de la obra de Bradbury. Quizás fuese esto lo que le daba a sus libros esa melancolía imprecisa que tenían: en el fondo, Bradbury lamentaba que la capacidad imaginativa de la especie hubiese sido empleada en el tipo de expansión capitalista que aniquiló las pequeñas comunidades en las que vivían sus personajes.Ningún género carece de dignidad (y ninguno necesita ser defendido, por supuesto), pero quienes se niegan a otorgar esa dignidad a la ciencia ficción deberían pensar cuánto hay aún hoy de contracultural y de “incómodo” en las historias de Ray Bradbury, que son como las “ventanas abiertas a mundos luminosos” que el narrador de su historia ve en los tatuajes del hombre ilustrado. “¿Están todavía ahí?” le pregunta éste. Durante unos instantes, el personaje contiene la respiración, y al fin responde: “Sí, están todavía ahí”. No es un consuelo inapropiado ante la muerte del hombre que concibió esas historias y nos las dejó a modo de regalo y de advertencia.
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