Función de la poesía
Interpretaciones Por Alejandro Oliveros Como se sabe, el título de este ensayo está tomado de un libro de T. S. Eliot, el poeta anglo-norteamericano Premio Nobel de Literatura. Al menos tal como fuera traducido por Jaime Gil de Biedma al castellano: Función de la poesía y función de la crítica. En el original inglés se [...]
Interpretaciones
Como se sabe, el título de este ensayo está tomado de un libro de T. S. Eliot, el poeta anglo-norteamericano Premio Nobel de Literatura. Al menos tal como fuera traducido por Jaime Gil de Biedma al castellano: Función de la poesía y función de la crítica. En el original inglés se habla de “use”, The Use of Poetry and the Use of Criticism. Pero, con buen oído, el traductor, que era un buen poeta, escogió función en lugar del use, “uso” del original. Ambas palabras, sin embargo, tratan de decir lo mismo. Refieren, de acuerdo con el DRA, al “ejercicio de una facultad u oficio”, en el caso de función. Y al “ejercicio o práctica general de una cosa”, en el caso de uso. Estoy de acuerdo con Gil de Biedma. Función es palabra más adecuada. En especial cuando se refiere a la poesía, Función de la poesía.
Pero esto no lo aclara todo. Como bien saben, o deberían saber los que se dedican a escribir poesía, ninguna palabra es equivalente exacto de otra, y a eso debe, precisamente, su existencia. Esto lo recuerdan los que hacen crucigramas. Sólo una palabra responde a las exigencias impuestas por el crucigramista. Que es lo mismo con el poema. Aquí, y no es la primera vez, el Diccionario de la Real Academia arroja más sombras que luces. Porque dice, al hablar de función, que es el “ejercicio de una facultad u oficio”, como si de lo mismo se tratara. Así que, muy a mi pesar, tenemos que regresar al diccionario para que aclare lo que ya se ha encargado de oscurecer al homologar las palabras facultad y oficio. Dicen los reales académicos que facultad, entre otras cosas, es el “poder o derecho para hacer una cosa”. Y aquí creo percibir los aromas totalitarios de la época franquista en que fue publicada mi versión del cuestionable monumento lexicográfico. Si relacionamos esta definición con el título de este trabajo, quedaría algo así como: “La función de la poesía es el ejercicio del poder o derecho que tiene el poeta para hacer poesía”. Pero entender la poesía como un poder o derecho, es no entender nada. Y los tiempos de Franco ya pasaron. Al menos en eso confiamos.
Regresemos a la palabra oficio, porque función es el “ejercicio de una facultad u oficio”. Pues, por oficio, entiende el diccionario español una “ocupación habitual”. Y esto nos parece más acertado. Incluso en sus orígenes latinos, el término nos resulta prometedor, a nosotros, que queremos hablar sobre la función de la poesía. Oficio en la lengua de Virgilio, es una contracción de opus y facio. Literalmente se podría traducir como “hacer obra”, “hacer una obra”. Volviendo al título, podríamos afirmar que la función de la poesía, como tal no existe. Lo que existe es la función del poeta. Que consiste en el ejercicio de su oficio. Y este es hacer una obra, realizar una obra. Con lo que se limita la aceptación que podríamos tener de la palabra poeta. Pues sólo son poetas, de acuerdo con las definiciones expuestas, aquellos que “hacen una obra”. Una obra poética, se entiende.
Al comienzo de su libro, Función de la poesía y función de la crítica, Eliot confiesa algo que nos parece digno de mención. Y es que no sabe claramente lo que función significa. Y esto tenemos que suscribirlo. Tampoco nosotros sabemos muy bien qué es o significa la función de la poesía. Mis palabras deberían ser leídas como una crónica. La crónica de la búsqueda de la supuesta función de la poesía.
Pero algo de bueno encontramos en la definición del diccionario madrileño. Y es que nos habla de oficio. Que es lo que es, a decir verdad la poesía. Tanto como vivir, nos recordaría Pavese. Ya sabemos que el oficio del poeta es escribir poesía. Pero ¿de qué trata esa poesía? O debería tratar. A principios del siglo XIX, los románticos estaban convencidos de que el mejor asunto de la poesía eran ellos mismos. Así de simple. Ellos, los poetas románticos, con sus tantas miserias, existenciales y no. Uno de los poetas románticos más difundidos en su tiempo, y más olvidados en el nuestro, Alfred de Musset, comenzaba un poema que tituló Canción con estos versos exquisitos:
J’ai dit a mon coeur, à mon faible cœur:
Y’est-ce point assez d’aimer sa maîtresse?
Est ne vois-tu pas que changer sans cesse,
C’est perdre en désirs le temps du bonheur?
Un torpe equivalente en prosa al castellano, podría decir: “Le he dicho a mi corazón, a mi pobre corazón, ¿no es suficiente con querer a tu amante? Y ¿no te das cuenta que cambiar siempre es perder en deseos inútiles la felicidad?”. El texto sigue en el mismo estilo hasta el final, cuando el interlocutor del poeta, que no es otro que su propio corazón, le responde, con sabiduría, que “cambiar siempre suaviza las penas pasadas”. Este será el tono de la mejor poesía romántica en cualquier idioma. Intimo, tembloroso, narcisista, nocturno. Un despliegue de solipsismo que resulta molesto, como diría el Machado post-romántico. Pero eso fue a Machado, el de Campos de Castilla, que esta poesía resultaba antipática. Porque la estética romántica, con sus imágenes desgarradas y egocéntricas, superó todas las críticas y, en las versiones más diversas, se ha prolongado hasta nuestro siglo. Entre nosotros se apoyó en un dictamen que parecía irrefutable. Aquél, ¿quién que es no es romántico? del maestro Rubén.
Hay que reconocerle a los románticos la precisión que tuvieron al escoger el asunto de sus poesías. “Con nosotros mismos es suficiente”, parecen decir. En Inglaterra, William Wordsworth extremó, como nadie, el capítulo de las confesiones en poesía. Con su extraordinario Preludio, que, en su versión más breve, se extiende por 7.899 pentámetros. Y donde encontramos pasajes como este, en los que el vate británico no deja dudas sobre el protagonista de su dilatada exposición:
Y aquí, oh amigo, he repasado mi vida
hasta un momento culminante, y narrado
una historia
sobre cuestiones que sin falsedad puedo llamar
la gloria de mi juventud. Sobre el genio, el poder,
la Creación y la propia divinidad
he venido hablando, ya que mi temática no ha sido otra
que lo que ocurría en mi interior. No ha sido sobre
los signos externos
realizados visiblemente para otras mentes, palabras,
señales
símbolos o actos, sino acerca de mi propio corazón
de lo que he venido hablando y de mi propia mente.
El mismo Wordsworth tendría que reconocer, en una carta de 1805, que se trataba de “algo sin precedentes en la historia literaria el que una persona tenga tanto que hablar de sí misma”. En el fondo, con sus altibajos, el poeta inglés había realizado el sueño de todo poeta romántico que se respete. Es decir, dedicar 7.899 versos, en su versión corta, y 8.500 en su versión larga, a hablar de sí mismo. Y hablar de uno mismo es hablar de nuestros sentimientos. Es lo único, por su riqueza y complejidad, que puede tomarse tanto espacio en un género, como la poesía, que aspira a la precisión y concisión. De lo otro, de su apariencia física, o del paisaje que lo rodea, se puede hablar en un texto de extensión bastante más reducida. Pero es que para el romántico nada más grande que el “yo romántico”. Tanto que la naturaleza toda no es más que una dilatada proyección de su sentimentalidad. Por supuesto, sería injusto culpar de estos despropósitos de egocentrismo al pobre Wordsworth. O a cualquiera de sus contemporáneos. Todo apunta, a un pensador que, a pesar de su genio indudable, nunca escribió una poesía que lo inmortalizara. Pero tampoco le importaba mucho. Se sabía un hombre de ideas, no un poeta. Me refiero, por supuesto al inefable Rousseau. Jean-Jaques, como lo llamaban sus amistades. A este personaje sin par es probable que el mundo moderno deba todos sus males y algunas de sus bondades. No es el momento propicio para hablar de la influencia, a veces nefasta, que su pensamiento ha tenido en lo que nos ha ocurrido, en Occidente, en los últimos doscientos años.
Como todos los que me leen han leído las Confesiones de Rousseau, sólo voy a citar sus primeras líneas para tratar de justificar mi señalamiento anterior. Según el cual a él, a Jean-Jaques, deberíamos precisar como el causante entre otras cosas, de la egolatría romántica. La de de Musset, Wordsworth y todos los demás. Dice Rousseau en las primeras líneas de su autobiografía, que llamó Confesiones: “Inició una empresa que no tiene antecedentes y cuya ejecución no tendrá imitadores. Quiero presentar a mis semejantes un hombre en toda su verdadera naturaleza. Y este hombre soy yo. Solo yo (Moi seul). Puedo sentir mi corazón y conozco a los demás hombres. No estoy hecho como ninguno de ellos. Me atrevo a creer que no estoy hecho como ninguno de los otros seres. Si no soy mejor, al menos soy distinto. Si la naturaleza hizo bien o hizo mal al romper el molde en el cual me formó, esto no se puede saber hasta que yo haya sido leído”. Con esta afirmación, que es un verdadero delirio de grandeza, se inicia eso que conocemos como la modernidad. Y sus lectores más sensibles serían los fundadores de la poesía moderna. Aquellos poetas románticos que estaban convencidos de que la “función de la poesía” era la expresión de ese Moi seul al que se refirió Jean-Jaques.
A estas alturas del siglo XXI, resulta alarmante la influencia de Rousseau en la formación, y deformación del mundo moderno. E, incluso, en ciertos sectores desafortunados del mundo contemporáneo. Más que como un hijo de Jean-Jaques, me siento como un sobreviviente de esta extendida gravitación de sus ideas. La misma influencia se sintió en la evolución de la lírica occidental de los últimos doscientos años. El siglo XIX fue, como recordamos, romántico. Y el XX, así no lo recordemos, también. El surrealismo es un romanticismo. El expresionismo alemán también, así como todos los expresionismos que en el mundo han sido. Neruda y Vallejo escribieron una poesía romántica, aunque no se cuente entre sus mejores logros. Durante los años sesenta, Rousseau fue el santo patrón de la cultura. Y la obra de Ginsberg, tan imitada, no se explica sin la antropología rousseauniana. Es decir, aquello de que el hombre es bueno y la sociedad es mala. Ginsberg llevó a nuevas alturas la falacia empática. Un dislate de acuerdo con el cual es bueno el poema que afecta nuestra sensibilidad hasta las lágrimas. Una “poética lacrimógena” podríamos llamarla. Y así fueron incontables las elegías a hermanos y hermanas fallecidos tempranamente. Los élegos a la muerte del padre, al menos en Venezuela, son tan abundantes que han sido objeto de estudios particulares. Durante el siglo que pasó, los poetas, como Alfred de Musset y Wordsworth, no pudieron superar, o no quisieron, las tentaciones del moi seul de Jean-Jacques. Reiteraban de manera cotidiana, las palabras del más brillante de los seguidores norteamericanos de Rousseau. Aquel Walt Whitman que, con megalomanía rousseauniana e impudicia romántica decía:”Me canto y me celebro a mí mismo.” El moi seul convertido en estruendoso my self.
Como cabe imaginar, no fueron pocos los intentos que se hicieron para enfrentar la extendida influencia del pensamiento de Rousseau. Se trató de una reacción en contra de esta ascendencia y sus representantes fueron llamados “reaccionarios”. En poesía, la reacción condujo a nuevas formas de romanticismo. Un romanticismo de la inteligencia que defendía una lírica impersonal, despojada de sentimentalismo, de “babosa emoción”, como diría uno de los más brillantes exponentes de esta tendencia. Pero, se trataba de un romanticismo de signo contrario. Lo que había cambiado era el órgano que lo regía. Ya no se trataba del corazón, aquel coeur, faible coeur de Musset, sino de la corteza cerebral. El cultivo de la sensibilidad y su sensiblería dio paso al cultivo de la inteligencia. La poesía tenía que ser inteligente. O, al menos, aparentar que lo era. Esta forma de romanticismo acaso si fue más perniciosa que la primera. Los “poetas del corazón” escribieron una poesía con altibajos que fue leída por amplios sectores de la sociedad. Los “poetas de la corteza”, con no menos altibajos, nos han dejado una poesía que no es leída por nadie. Después de doscientos años de romanticismo, el resultado no puede ser más desolador. Mientras algunos novelistas de mérito logran tirajes de más de un millón de ejemplares para sus novelas, nuestros mejores poetas, con las excepciones del caso, pueden sentirse tranquilos si a lo largo de su existencia venden algo más que unos cuantos millares de copias. Lo que nos debería estimular a cuestionar la función de la poesía tal como ha sido entendida hasta ahora.
La primera crítica seria a una lírica que se entendía como la exaltación del yo vino, como casi todo, de Alemania. En efecto, Johan Wolfgang Goethe, creador de Werther, la más romántica de las criaturas, estuvo a la cabeza del cuestionamiento de la poesía romántica, de sus cultivadores, a quienes llamó” poetas de la noche y de las tumbas.” Entendió el gran alemán que la expresión hipertrófica de la subjetividad conducía al empobrecimiento de la lírica. Una poética de este género es mucho lo que deja fuera, pensaba. ¿Quién se iba a ocupar de cantar todo lo demás? La función de la poesía tenía que ser otra. Y, me parece a mí, que, si prestamos atención a lo que nos dejó dicho el autor del Fausto, podemos acercarnos a una definición de la función de la poesía que se ajuste a estos tiempos que inician el siglo XXI. En el ocaso de su larga existencia, el bardo alemán formuló una serie de observaciones que nunca, como hoy, han tenido tanta vigencia. Ofrecen la salida más lúcida a esa estética del individualismo que, en hora incierta, propusiera Rousseau.
Goethe reconoce el triunfo del subjetivismo. Dice que su época, como la nuestra, ha estado “totalmente dominada por preocupaciones subjetivas”. Una época, en la cual la función de la poesía no era otra que presentar las “imágenes del yo romántico”. Goethe, desde temprano, percibió las limitaciones de una lírica que sólo se ocupe de ese moi seul de Musset. Y, en no pocas ocasiones, propuso una redefinición de la función de la poesía. Me complace estar de acuerdo, en esto, y en casi todo, con Goethe. En un comentario oral afirmaba que “la realidad debe suministrar los motivos, la materia a expresar, el núcleo del poema. La tarea del poeta es construir con todo ello una hermosa obra”. “Que no se diga”, sigue Goethe, “que a la realidad le falta interés poético. La tarea del poeta es encontrar el aspecto interesante en un asunto cualquiera. El mundo es tan grande y tan rico, y la vida tan variada, que no le faltaran asuntos con los cuales poetizar”. Una poesía del siglo XXI tiene que escuchar al poeta alemán con atención. Insistir en la exaltación de los males del corazón como único asunto del poema es, a estas alturas, un facilismo triste y una comodidad sin glorias. Ahora si siento que me he acercado a una definición de la función de la poesía, que es como se llamó esta ya larga charla. O, mejor dicho, a una definición de la función del poeta. Que no debe ser otra que la de escribir una poesía que se libere de una vez por todas de la expresión solipsista y presente en sus poemas ese mundo “grande y rico” y “esa vida tan variada”, a la que se refería el gran Goethe. Los modelos, por fortuna, no faltan. Sólo uno de ellos mencionaré, para terminar. Se trata del recién fallecido Czeslaw Milosz. Hablando de él, que escribió toda su obra en polaco, dijo el también polaco Adam Zagajewski: “Es como si Milosz nos estuviera diciendo, miren, les voy a mostrar que la poesía pude ser hecha a partir de la no-poesía. Que el poder del pensamiento poético se alimenta de ingerir del mundo todo lo que sea posible y no de retirarse en las peligrosas regiones de la intimidad”.
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